40 AÑOS DE DEMOCRACIA EN ARGENTINA
La activista, que conversa con EL PAÍS a 40 años del regreso de la democracia en Argentina, cree que el sistema democrático está “obsoleto” y defiende la necesidad de “construir una alternativa”
A Moira Millán le cuesta recordar una imagen feliz de las últimas cuatro décadas. Si piensa en los 40 años que siguieron al fin de la última dictadura militar en Argentina, a esta líder mapuche solo le aparecen “imágenes de dolor”. “Las que se relacionan con la democracia no son imágenes de liberación o de reconocimiento para los pueblos indígenas”, explica Millán (El Maitén, Chubut, 55 años). Piensa, por ejemplo, en el recuerdo de una niña de siete años que vio escapando de la policía en un desalojo de tierras en la Patagonia; recuerda también los asesinatos de jóvenes mapuches, como Rafael Nahuel, baleado en 2017 por integrantes de la Prefectura Naval. “Las escenas de mi niñez, que fue bajo la dictadura militar, escenas de soldados llegando a los barrios más humildes, las volví a vivir en democracia”, asegura la activista.
Haciendo un esfuerzo, evoca una imagen: la de su madre frente al televisor escuchando el discurso del presidente Raúl Alfonsín el 10 de diciembre de 1983, el día de su asunción tras siete años de dictadura. “Creo que fue una de las pocas veces que la vi tener esperanza”, cuenta Millán a EL PAÍS en Buenos Aires, días antes del triunfo del ultraderechista Javier Milei en las elecciones. Pero la líder mapuche cree que ese sistema está ya “obsoleto” y defiende, en cambio, lo que llama terracracia: “Creen que más allá del capitalismo voraz no hay alternativa y están entorpeciendo el poco tiempo que tenemos para poder construir una alternativa. Tenemos que volver a escuchar la tierra”.
Pregunta. ¿Cómo recuerda el regreso a la democracia? Tenía 12 o 13 años.
Respuesta. Recuerdo estar muy entusiasmada escuchando las propuestas que traían los candidatos. Había un nivel de debate político mucho más interesante del que hoy vemos, había propuestas, había un modelo de país que se quería construir… También me despertaba alegría ver embadurnada las calles con afiches. Bahía Blanca, donde vivíamos, es una sociedad muy conservadora y no era común ver escritos en las paredes. Cuando nos acercamos a la democracia las calles empezaron a hablar y eso me impactó.
P. ¿Cómo fue su infancia en esa ciudad que describe como conservadora?
R. Fue muy duro. Éramos una familia muy humilde, mapuche, con nuestros modos y costumbres. En la escuela se sentía la mirada racializada de los docentes, de los directivos, a veces de los compañeros. Yo trabajaba desde muy chiquita limpiando casas y la escuela era como una cárcel a la que no quería ir porque sufría; ir a la escuela era sentir de mis pares el maltrato y el desprecio.
P. Hasta los 18 vivió alejada de su comunidad.
R. No tenía conciencia de que era mapuche, pero todas las piezas encajaron cuando encontré mi identidad y me di cuenta de lo que me pasaba, de lo que vivía, por qué me miraban de la manera en que me miraban. Ahí entendí el racismo.
P. ¿Hoy todavía cuesta hablar de racismo en Argentina?
R. Sí, porque la sociedad argentina en general está construida desde la hipocresía. A la gente le ofende cuando se pone al descubierto la situación de opresión de los pueblos originarios. El racismo no subyace, está cada vez más en la superficie. Es una democracia odiante, donde se da libertad de expresión a un sector que sale a vociferar consignas de odio y voces como las nuestras, de los pueblos indígenas, escaseamos. Todo aquello que viene a interpelar o a contraponer no tiene cabida dentro de los medios de comunicación. Como el Malón de la Paz, que con huelgas de hambre, con encadenamiento, no ha tenido repercusión mediática.
Millán se refiere a la marcha que hicieron en agosto cientos de integrantes de pueblos originarios desde Jujuy, en el norte del país, hasta Buenos Aires para manifestarse en contra de una reforma exprés de la Constitución provincial. El malón es una marcha de pueblos originarios del norte de argentina que se hizo por primera vez en 1946 para llevar demandas al Gobierno nacional; el segundo se organizó sesenta años después, en 2006. En agosto, fue el tercero. Desde entonces representantes de los pueblos acampan en la Plaza de Mayo, frente a la sede de Gobierno, esperando ser atendido por las autoridades nacionales.
P. La campaña electoral duró siete meses. ¿Encontró represetatividad? En Argentina, el 2,4% de la población es indígena, según los últimos datos, de 2010.
R. Nada, estamos ausentes. Hubo una referencia y un reconocimiento de la problemática de los pueblos indígenas por parte de [la diputada izquierdista] Myriam Bregman, que fue la única que planteó el tema. Se dice que hay una derechización de la población argentina, pero yo creo que el pueblo argentino es de derecha. La educación ha sido creada en este país para crear la subjetividad del ser nacional, y dentro esa subjetividad, el desprecio a todo lo marrón..
P. ¿Cuál es para usted el estado actual de la democracia en Argentina?
R. Este modelo democrático está obsoleto. No solo afecta a los pueblos indígenas, afecta a todos los pueblos, afecta al pueblo argentino. Yo hablo de la terracracia porque esa era nuestra forma ancestral de organizarnos: tenemos que volver a escuchar a la tierra. También hay que democratizar el proceso de representación electoral. La democracia tiene que pasar a ser más directa y participativa. Ya estoy sumando voluntades de mujeres de todo el mundo a quienes les parece que esta idea no es descabellada.
P. Usted creó lo que llama el movimiento del buen vivir. ¿Qué es?
R. Nuestra lucha es contra el terrecidio y todos estos gobiernos son terrecidas, no importa si se pintan de progresistas o de ultraderechista, se dan la mano a la hora de destruir la tierra. Lo que podemos hacer es crear el modelo de mundo que queremos. Ahí aparecen las recuperaciones territoriales para crear autonomía, cultivar la tierra, restablecer un orden cósmico… No creo en el binarismo, pero en este caso lo voy a plantear de esta manera. Hay dos grandes grupos en el mundo, demográficamente hablando: están los pueblos telúricos y los pueblos domesticados.
Los pueblos telúricos han despertado, han entendido que tienen que volver a vincularse con el espíritu de la tierra. Los pueblos domesticados se resignan a ser serviles al modelo impuesto y creen que más allá del capitalismo voraz no hay alternativa; dicen que esto [su planteo] es utopía. No se dan cuenta de que ellos, con ese pragmatismo funcional al sistema, están quitándole tiempo a la oportunidad de salvar el planeta. Ellos son justamente los que están entorpeciendo el poco tiempo que tenemos para poder construir una alternativa.
P. ¿Le reconoce logros a la democracia en estos 40 años?
R. La democracia en sí misma ha sido un proceso negacionista de los pueblos indígenas. A pesar de ello, voy a rescatar dos hechos importantes que dan un marco legal, que son pequeños pasitos en la amplificación de derechos y reconocimiento. Uno es la reforma de la Constitución [en 1994], cuando se logra poner el reconocimiento de la preexistencia de los pueblos originarios. El otro es la ratificación del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo [sobre los derechos de los pueblos indígenas], que también da un marco legal internacional de nuestros derechos. Por supuesto, no hay una práctica plena de esos instrumentos legales, pero son pasos importantes.
P. ¿Y cuáles cree que son los pendientes que tiene la democracia con los pueblos originarios?
R. Tiene que haber un reconocimiento del genocidio. Hay una verdad omitida, hay negacionismo por parte del Estado. Esta democracia se convierte en una dictadura racista. La presencia histórica de los pueblos originarios tiene que dar lugar al reconocimiento de la plurinacionalidad que habita estos territorios. Les guste o no estamos y vamos a seguir cohabitando. Para que haya una cohabitalidad armoniosa tenemos que consensuar cómo queremos habitar un mundo. La democracia actual está muy lejos de ello.
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