Juan Andrade
La figura de Jean Jaurès ha sido históricamente disputada por distintas expresiones de la izquierda. Su pensamiento expresó un socialismo republicano de fuerte contenido ético que, al momento de su asesinato, estaba siendo abandonado u olvidado.
París. Rue Montmartre. 31 de julio de 1914. 21:40 horas. Café du Croissant. En la calle, un individuo saca un revólver y dispara a través de la ventana a uno de los comensales que están cenando en el interior. El torso del hombre se desploma sobre la mesa, ante el pánico y el estupor de sus compañeros. Acaban de asesinar a Jean Jaurès, uno de los dirigentes más carismáticos del socialismo francés, opositor militante a la guerra.
Las últimas horas de vida de Jaurès fueron de vértigo. Todavía pensaba que la guerra podía evitarse. Lo empujaba un impulso ético, desatado por la intuición de la catástrofe que se avecinaba. Lo inspiraba una idea: que la reacción en cadena conducente al abismo podía frenarse si se cortaba alguno de sus eslabones. Lo animaba la confianza en la acción política como palanca de cambio, golpe de timón al curso inercial de los acontecimientos. Jaurès personificaba una forma de entender el socialismo a la baja en el conjunto de la II Internacional. Un socialismo republicano de fuerte contenido ético, basado en una concepción abierta de los procesos históricos, donde estos, pese a sus poderosos automatismos, eran susceptibles de reorientarse por medio de una acción política que conjugara cálculo e ideales. Pero en la Internacional venía predominando el mecanicismo que los dirigentes del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD, por sus siglas en alemán) habían reciclado de Karl Kautsky para la gestión del día a día. Maximalismo retórico y moderación práctica. La acción política como adaptación inteligente a una realidad aplastante que al final resolvería sus contradicciones (por mor de semejante adaptación) a favor de la causa del socialismo. La (pseudo)ciencia realista como coartada de la resignación o el beneficio inmediato.
París, 30 de julio. Un día antes de ser asesinado, Jaurès consigue reunirse con René Viviani, presidente del Consejo de Ministros. Le ruega que contenga a las tropas apostadas en la frontera con Alemania. Una leve escaramuza sería el detonante de una guerra entre los dos gigantes. Jaurès confía en que prospere la propuesta de mediación lanzada in extremis, aunque de manera poco creíble, por Inglaterra. Y sigue confiando en la capacidad de los trabajadores y de sus organizaciones para disuadir o desobedecer a los gobiernos, a pesar de las declaraciones belicistas o los síntomas de resignación que viene observando en sus dirigentes. Son las últimas bazas que le quedan: la apelación al sentido de conservación de los gobernantes y al internacionalismo de los trabajadores. Contaba con otras dos que se revelaron inútiles. Confiaba en que los intereses económicos compartidos por las burguesías alemanas, francesas y británicas –en forma de inversiones conjuntas– pudieran imponerse a la perspectiva de negocio que la guerra abría para otras facciones de esas mismas burguesías. Confiaba también en que los mandatarios europeos frenasen la escalada por temor a que la guerra desencadenase al cabo del tiempo una revolución. Por encima del entusiasmo militar de reyes y ministros, sobrevolaba el fantasma de la Comuna de París, que había irrumpido en los estertores de la guerra franco-prusiana unas décadas atrás. De haber vivido pocos años más, Jaurès, tan hostil al belicismo del zar Nicolás II, hubiera comprobado cómo el pecado de la guerra llevó al final la penitencia de la revolución.
A primera hora de la mañana del día 31 Lucien Lévy-Bruhl, amigo íntimo de Jaurès, le informa de la movilización de tropas en Austria, por lo que no hay tiempo que perder. Trata de reunirse otra vez con el gobierno, pero en esta ocasión es rápidamente despachado por un subsecretario del Ministerio de Exteriores, que le advierte del peligro que corre. Jaurès no le presta atención. Se dirige a toda prisa a la redacción del L’Humanité, el órgano de expresión que los socialistas franceses habían fundado en 1904. Hay que hacer un último llamamiento. Piensa que solo una demostración de fuerza obrera y popular puede impedir ya la tragedia. Llega a la redacción a última hora de la tarde, donde lo esperan sus colaboradores; pero elaborar un número especial de esa trascendencia llevará toda la noche, por lo que deciden salir a cenar.
En todo ese tiempo un joven ha seguido a Jaurès en su frenético periplo por París. Su nombre es Raoul Villain. Apenas tiene 29 años, estudia arqueología y pertenece a Liga de Jóvenes Amigos de Alsacia-Lorena. Jaurès nunca llegó a verlo. Villain le disparó esa noche por la espalda. Villain pertenecía a una generación de jóvenes ultranacionalistas de clase media que vivía la perspectiva de la guerra con entusiasmo e identificaba como traidor a la patria a quien trataba de impedirla. Villain proyecta una imagen paralela a la de Jaurès, pero a la inversa. Como Jaurès, era un apasionado de la historia de Francia; pero si aquel la explicaba a partir de sus luchas sociales, este tenía una visión romántica del pasado de una comunidad imaginada a engrandecer o redimir. Como Jaurès, amaba a Francia; pero si este la amaba en sus posibilidades de hermanamiento con las naciones vecinas, el patriotismo de Villain se expresaba en hostilidad a las potencias que la amenazaban. Como Jaurès, también era un hombre de acción; pero si para Jaurès la acción era un medio racionalmente regulable para la conquista de ideales, para Villain la acción era la encarnación misma del ideal, y la violencia, la apoteosis excitante de la acción.
Con el asesinato de Jaurès desapareció una traba para la guerra. Pero su asesinato puede verse en sí mismo como un acto de guerra. Los disparos de Villain expresan la incontinencia de un joven que quiere ir a la guerra, y que no solo se lanza a despejar los obstáculos que la demoran, sino que la practica ya en las calles de París. Con el asesinato de Jaurès no solo se despeja un obstáculo en el camino al frente, sino que Villain lleva el frente a la retaguardia para acabar con el enemigo interior, que en toda guerra –según su lógica dicotómica, extrema y paranoica– trabaja a sueldo del enemigo o sirve ingenuamente a sus intereses. El asesinato de Jaurès fue la anticipación –concentrada en una de sus figuras carismáticas– de la guerra que el Estado declaró a los partidarios de ponerle fin. Esa guerra interna se libró por medio de recorte de libertades, censura, represión de manifestantes, penas de prisión y ejecuciones, por medio de la declaración de un «estado de guerra», que es también una declaración de fronteras adentro. Que el asesinato de Jaurès terminó siendo una política de Estado lo pone de manifiesto el hecho de que Villain –quien no fue juzgado hasta después del armisticio, en 1919– saliese absuelto por un tribunal, y el hecho de que en el juicio se adujese que, de no haber sido asesinado, Francia no habría ganado nunca la guerra. Con ese juicio el Estado se exoneraba de la represión perpetrada contra los opositores a la guerra y, exaltando la victoria, justificaba las vidas que había costado. La República se ensañó con la memoria de Jaurès hasta el punto de que su familia tuvo que hacerse cargo de las costas del juicio.
¿Cómo reaccionó la izquierda ante el asesinato de Jean Jaurès? Lejos de funcionar como un revulsivo para que los dirigentes socialistas se opusieran a la guerra, a muchos los intimidó y para otros supuso un alivio. El miedo empujó a los primeros a una suerte de fatalismo bélico. El eco de los disparos sobre Jaurès silenció la voz de una conciencia de décadas de pacifismo que seguía clamando sobre cualquier socialista seducido por los tambores de guerra. Cuatro días después del asesinato de Jaurès, los diputados de la Sección Francesa de la Internacional Obrera (SFIO) votaban a favor de los créditos de guerra. Ese mismo día la mayoría de los diputados del SPD hacía lo propio en el Reichstag.
Los dirigentes de los principales partidos de la Internacional Socialista respaldaron los créditos de guerra por un complejo conjunto de factores, que respondían a la presión ambiental, pero también a ideales propios y cálculos estratégicos. Con frecuencia, las razones se han remitido al clima de fervor nacionalista que se vivió en aquel verano de 1914, una presión ambiental envolvente y penetrante, intimidatoria y seductora. El virus chauvinista los habría contagiado al atraparlos, además, con las defensas internacionalistas bajas. Abundan al respecto los testimonios de fervor nacionalista en los dirigentes socialdemócratas, a veces expresados en estado bruto, generalmente refinados con el argumento de la defensa de la patria ante un ataque exterior previo. «Nuestro deber es defender la independencia e integridad de nuestra pacífica y republicana Francia si esta es atacada», afirmaba el 2 de agosto Louis Dubreuilh. Los argumentos defensivos evolucionaron rápido hacia la apuesta por las ofensivas disuasorias. Al cabo del tiempo, el principio de defensa nacional sirvió para justificar la responsabilidad que la propia nación hubiera podido tener en el desencadenamiento de la tragedia. «Incluso si el gobierno alemán hubiera sido el responsable de la catástrofe (…), estaríamos en la obligación de defender a nuestro país y de salvar todo aquello digno de ser salvado», llegó a decir Wolfgang Heine, portavoz del ala conservadora del SPD. La dignidad de lo salvable se refería a los sistemas políticos de los respectivos países, tanto más defendibles en contraste con los sistemas políticos de los países enemigos. Los laboristas británicos y los socialistas franceses apelaban al valor de sus respectivos sistemas parlamentarios frente al autoritarismo de las potencias centrales. El problema es que los socialdemócratas alemanes utilizaban idéntico argumento frente al despotismo y la autocracia zarista. «Nuestro pueblo y su futura libertad tienen mucho, si no todo, que perder de una victoria del despotismo ruso», había señalado Hugo Haase, cuando después de votar por primera vez en contra de los créditos de guerra cedió a la disciplina de voto impuesta por el SPD.
Los dirigentes socialistas que respaldaron la guerra lo hicieron también por miedo y en medio de dudas. Dudaban de que una oposición contundente tuviera respaldo en aquel clima belicista que invadía a la gente corriente, pero sobre todo dudaban de que pudiera tener una réplica equivalente en los países vecinos. Los socialdemócratas alemanes temían que la convocatoria a una huelga general contra la guerra en Alemania no fuera acompañada de otra homóloga en Francia… y viceversa. A diferencia de la I Internacional, la II Internacional era en la práctica una yuxtaposición de partidos nacionales sin apenas capacidad para coordinarlos ni instancias decisorias que los trascendiesen. Otra razón tuvo que ver con el temor a la represión del Estado, ya de por sí dura en tiempos de paz. Sobre los socialdemócratas alemanes pesaba el recuerdo del paternalismo autoritario de Bismarck, que en función de los estados sociales de ánimo regulaba el grifo de la represión, llegando a mantenerlos en la ilegalidad durante una década. Los dirigentes del SPD temían que, en caso de oponerse a la guerra, el Estado se volvería en contra de ellos con la brutalidad que en un «estado de guerra» permitiría el recorte de libertades y derechos fundamentales.
Si por un lado los empujó el miedo, por otro los animó la perspectiva de beneficio inmediato, una combinación explosiva. Los dirigentes socialdemócratas pensaron que la lealtad a sus gobiernos tendría recompensa: que, garantizando el orden público y la disciplina laboral, el Estado les pagaría con la ampliación de derechos y reformas sociales. Nadie movilizó este argumento con tanta contundencia como el dirigente del SPD Ludwig Frank: «En lugar de una huelga general estamos haciendo una guerra por el sufragio en Prusia». Los revolucionarios vieron en negativo la guerra como una oportunidad para azuzar la revolución. Los reformistas vieron la guerra en positivo como una oportunidad para ampliar las reformas. Lo dirigentes socialistas aprovecharon la guerra para levantar el veto que existían sobre ellos de cara a acceder al gobierno y ser reconocidos por fin como una verdadera e influyente fuerza nacional. Así fue como Jules Guesde (otrora marxista ortodoxo enfrentado al malogrado Jaurès) consiguió entrar junto a Marcel Sembat en el gobierno de la República de Francia el 28 de agosto de 1914. O como unos meses más tarde entraron en el gobierno de concentración británico varios miembros del Partido Laborista.
Cabe preguntarse si los dirigentes socialistas no atisbaron la catástrofe que se venía encima. Se ha planteado que, al igual que muchos gobernantes de la época, pensaban que se trataría de una guerra de resolución rápida y que no disponían de elementos de juicio para prever que enseguida se enquistaría en un equilibrio catastrófico. Se trata de un tópico que, como muchos tópicos, encierra una verdad que oculta otra mayor. Desde hacía tiempo, había advertencias (y conciencia social) de la destrucción que provocaría la producción industrial y los avances tecnológicos aplicados al armamento, aunque es verdad que la producción y las innovaciones se aceleraron durante la contienda para alcanzar cotas destructivas muy superiores. Por otra parte, la dimensión de la catástrofe que podía deducirse sobrepasaba los esquemas asimilativos que suele proporcionar la experiencia vivencial o histórica. Pero para pensar por encima de la experiencia inmediata o recurrente (y obrar conforme a principios ético-políticos) se habían construido precisamente los partidos obreros. Los automatismos intelectuales, el realismo estrecho, el espíritu de época, al afán de normalización, el miedo a las represalias y el espejismo del beneficio inmediato invalidaron para tal fin a sus principales dirigentes.
Efectivamente, de 1914 a 1918 los centros industriales no pararon de producir en serie mercancías incendiarias y fungibles. Hasta los soldados, con sus uniformes y numeraciones, parecían producidos en serie. A través de la moderna red de carreteras y ferrocarriles armas y soldados llegaban a las trincheras, nuevas «necrofronteras» entre Estados, fosas abisales en las que se volatilizaron toneladas de metal y carne. En un ejercicio de contorsión absoluto, la industria moderna se había especializado en la producción en serie de muerte, en la producción de nada. Luego se propagó la carestía en la retaguardia, se intensificaron las jornadas de trabajo y en lugar de la recompensa del sufragio universal en Prusia, se impuso la dictadura encubierta del káiser Guillermo II y el general Ludendorff, a quien años después, en 1923, veremos en el putsch de la cervecería de Múnich de la mano de Adolf Hitler, entonces cabo entusiasta en el frente occidental. En la Gran Guerra se fue incubando el huevo de la serpiente nazi. La autoridad de los dirigentes socialdemócratas se erosionó a medida que los costos humanos y económicos de la guerra se incrementaron, y su presencia en las instituciones del Estado y en los organismos laborales, lejos de compensarlos o reducirlos, ni siquiera sirvió para redistribuirlos socialmente. La pérdida de autoridad tuvo una dimensión moral, pero arraigó en las profundas transformaciones materiales que trajo la guerra, que se llevó al frente a muchos trabajadores sindicados y promovió la entrada en masa en las grandes industrias de una generación de trabajadores jóvenes (sobre todo trabajadoras) más enérgica y no sujeta a las viejas disciplinas sindicales.
Con esta nueva generación entroncó la izquierda minoritaria que se había opuesto a la guerra desde el principio, apelando a una tradición interrumpida. El movimiento obrero se había forjado en una larga experiencia antimilitarista, porque eran sobre todo obreros quienes ponía su cuerpo como carne de cañón en las guerras coloniales, quienes soportaban con su trabajo el costo de los ejércitos y quienes luego los sufrían cuando el gobierno los movilizaba como fuerzas de orden público contra las huelgas. El antimilitarismo se expresaba en la consigna «guerra a la guerra», una fórmula que apelaba en términos metafóricos a la desobediencia civil y a la resistencia activa frente a los llamamientos a filas. Aquella consigna fue rescatada entre otras muchas por Rosa Luxemburgo en 1914. Por eso fue encarcelada durante la guerra y luego brutalmente asesinada en la posguerra por los Freikorps, que no solo pretendían acabar con la revolución, sino restaurar su masculinidad herida simulando sobre la población civil de su retaguardia la victoria que no habían obtenido en el frente. Los había traído de las trincheras al corazón de Berlín Gustav Noske, un líder del SPD fascinado desde joven con las cuestiones militares.
En aquel tiempo extremo, la consigna «guerra a la guerra» pasó de su sentido metafórico a su sentido literal. La mutación la sistematizó Lenin en 1915 en su escrito el El socialismo y la guerra. Se trataba de explotar el malestar social para convertir esa guerra imperialista entre Estados en una guerra civil entre clases, en una revolución. La revolución sería la guerra que acabaría con las guerras para siempre. La perspectiva de la revolución se abrió entre el frío, el hambre y la indignación de Petrogrado, y entre los soldados rusos que vieron en ella una vía de supervivencia ante una muerte inminente, de ajusticiamiento de los responsables de la carnicería y una alternativa, en última instancia, a su repetición. La revolución se propagó en la desesperación de las trincheras, en el hermanamiento social de los cuarteles y en el desorden de la retirada. La revolución se alimentó de la guerra porque la guerra debilitó al poder y armó al pueblo. Y, sin perjuicio de su propia lógica y sus idearios de violencia, la revolución reprodujo también la brutalidad aprendida en los frentes.
¿Cómo vio esta nueva generación de revolucionarios a Jean Jaurès? La mejor respuesta a esta pregunta está en el panegírico que Trotsky le dedicó tres años después de su asesinato, un texto emocionado en el que marcaba distancias, si acaso no una ruptura, al menos temporal. Evocando las veces que coincidió con él, Trotsky lo describía como una persona «de complexión poderosa, espíritu enérgico, temperamento genial, trabajador infatigable, orador de maravilloso verbo». Consideraba a Jaurès el representante de lo mejor de una época, pero de una época extinta, un idealista capaz de grandes éxitos «si la idea se correspondía con el carácter de la época», pero «el primero en las catástrofes» en caso contrario. Por eso había muerto, por no entender que ya no era el tiempo del pacifismo, sino el de la revolución, el de la «guerra a la guerra» en su sentido literal. Una frase ambigua aparecía en el escrito: «Los grandes hombres saben desaparecer a tiempo». Iba seguida de otra aparentemente contradictoria que definía a Jaurès como «el prototipo del hombre superior que nacerá de los sufrimientos y las caídas, de las esperanzas y la lucha». Para Trotsky, Jaurès era la anticipación del hombre nuevo que surgiría tras la revolución, pero al mismo tiempo era un hombre del pasado que no servía para el presente de la revolución por encarnar los ideales del socialismo antes de tiempo. Las consecuencias que se coligen del razonamiento de Trotsky son tremendas, anticipan el belicismo del futuro jefe del Ejército Rojo y una concepción nueva del tiempo histórico. La revolución necesitaba ser, en cierto sentido, una negación de la sociedad socialista que se pretendía construir y del hombre socialista que debía habitarla. Era el momento de la negación de la negación, una de las leyes de la dialéctica revolucionaria. En la revolución no se podía obrar con los valores que debían regir en la sociedad socialista, sino por medio de una negación instrumental que permitiera afirmarlos en el futuro. Jaurès era anacrónico por pionero, obsoleto por prematuro. El homo revolucionario debía ser en cierto sentido una negación del homo socialista, del hombre nuevo del socialismo. En su escrito, Trotsky se despedía temporalmente de Jaurès, cifrando en ese tiempo futuro por construir el momento de reconciliación con ese pasado anticipador que ahora había que dejar atrás.
Pero ese futuro nunca llegó. El tiempo de enlace se prolongó sine die, la excepcionalidad autoritaria terminó cronificándose en el Estado soviético, la violencia pasajera se hizo hábito permanente en virtud de su propia intensidad en los años terribles de la guerra civil rusa, cuando las oleadas revolucionarias de los años 20, lejos de acudir en auxilio de los bolcheviques, fueron aplastadas en el resto de Europa. El malestar por la guerra creó condiciones de posibilidad para los levantamientos revolucionarios, pero también marcó sus límites. Buena parte de la clase obrera, agotada por la guerra, no quería adherirse a una revolución que entrañara la vuelta a las armas. Y la revolución, entendida como asalto armado al Estado, se reveló inútil allí donde, sacudidos sus cimientos por la guerra, el Estado no era un gigante con pies de barro, sino un leviatán asentado en una densa sociedad civil. A pensar esa nueva encrucijada dedicó sus años en las cárceles del fascismo Antonio Gramsci. A partir de entonces, la revolución habría que entenderla como un proceso complejo de construcción de hegemonía, que conjugara la lenta elaboración de consensos en la sociedad civil y las instituciones con momentos de oportunidad en los que imponer saltos mayores. A lo primero lo llamó «guerra de posiciones» y a lo segundo «guerra de movimientos», dos nociones recicladas del léxico de la Gran Guerra. El nuevo ideario comunista revalorizaba la democracia en su sentido profundo y devolvía las nociones bélicas al terreno de la metáfora.
Las consecuencias de la Gran Guerra fueron apocalípticas. Se estima que murieron alrededor de diez millones de soldados y otros tantos quedaron heridos en cuerpo y alma. Cicatrices y mutilaciones dejaron marcas visibles. La crueldad y destrucción de la guerra moderna desbordaron las categorías cognitivas y éticas de muchos combatientes, colapsando su capacidad de asimilación anímica. Sobre las sociedades agotadas de Europa se propagó una de las epidemias más mortales de la historia, la mal llamada gripe española, que la guerra centrifugó a su ocaso con el trasiego y la desmovilización de los ejércitos masa. La economía europea quedó estructuralmente tocada. Pese a algunos periodos de crecimiento, las crisis coyunturales enlazaron con la Gran Depresión de los años 30. Las secuelas directas de la guerra y los «tratados de paz» impuestos por la fuerza delinearon el mapa de una «Europa negra», inestablemente configurada, tensionada en torno a multitud de ejes fronterizos, nacionales, étnicos, culturales y políticos, que fueron fuente permanente de conflictos. Enlazaron, a su vez, con la nueva conflagración mundial en 1939, apoteosis de una «guerra civil europea» de 30 años.
El fascismo trazó el puente directo entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial. La guerra fue su matriz y su destino. El fascismo ofrecía una explicación tan falaz como paliativa a la derrota o «la victoria mutilada»: los mitos respectivos de «la puñalada por la espalda» y el desprecio internacional. El fascismo recreaba la guerra en la política, ofreciendo en sus desfiles y concentraciones paramilitares una experiencia simulada de rebeldía, comunidad e intensidad vital. Proponía la traslación de la lógica castrense a la gestión del Estado: la supuesta eficacia de la unidad de mando y la jerarquía frente al intelectualismo y la corrupción de los políticos. Cifró en una nueva guerra la oportunidad del desquite y la gloria, hasta la ruina total. El fascismo llegó al poder gracias, entre otras cosas, a la sintonía y a los pactos con las elites sociales y las derechas conservadoras, que lo infravaloraron y vieron en él una fuerza de choque contra el fantasma de la revolución y contra una realidad más tangible, las políticas democráticas con igualdad social. Para contener al fascismo una vez se desbocó, lo dejaron campar a sus anchas por Europa. Ambas cosas explican el infame error de cálculo que fue la política de no intervención en la Guerra Civil española.
La experiencia de la Guerra del 14 fue metabolizada de maneras muy distintas. La guerra empujó a algunos ex-combatientes y trabajadoras a la revolución, concebida como el procedimiento con el que poner fin a las lógicas de interés que la habían provocado. Otros la idealizaron y echaron de menos, tratando de recrearla en la acción política y llevando la política a las puertas de una nueva guerra. Pero otros muchos sintieron un deseo irrefrenable de vida, después de tantos años de penuria y de proximidad a la muerte. Se entregaron al deseo, transgrediendo en términos vitalistas las convenciones morales que la guerra y su necrofilia habían sacudido. Fueron los felices o locos años veinte, romantizados en las crónicas periodísticas y revisiones cinematográficas, porque el desfogue compensatorio malvivió con la escasez y el trauma, y la evasión placentera no siempre aplacó los pensamientos obsesivos y las pesadillas de los antiguos soldados. Muchos ni siquiera regresaron del todo a casa. Volvieron sus cuerpos espectrales, pero su personalidad y su mente quedaron atrapados en el horror de las trincheras. Pese a las heridas físicas y morales, la mayoría de ex-combatientes y de trabajadores y trabajadoras manifestaron una obstinada voluntad de normalidad. Querían dejar atrás esa terrible experiencia y que no volviera a repetirse. Deseaban retomar sus vidas, por pobres que fueran, o construir una nueva sin mayores pretensiones, vivir en paz. Las penurias, la desigualdad social, las tensiones y crisis de una postguerra irresuelta apenas ofrecieron oportunidades para ello.
Sorprendentemente Raoul Villain buscó estas dos últimas salidas a su tormentoso pasado. Cuando cambió para mal la percepción de la Gran Guerra y de sus responsables en Francia, Villain desapareció del mapa. Años después se le situó en la isla de Ibiza, destino entonces de bohemios, utopistas y gente deseosa de dejar atrás una vida convencional o estigmatizada. Tal vez allí coincidiera con Walter Benjamin, el genial filósofo que acudía a la isla a pasear por la naturaleza, experimentar con alguna droga y escribir en su cuaderno sobre estética y política revolucionaria, el mismo que en septiembre de 1940 llegó a Portbou huyendo del nazismo, donde se quitó la vida para no caer en manos de los nuevos entusiastas de la guerra. Parece que en Ibiza Villain buscó el placer o la normalidad que requieren del anonimato y la paz, pero los testimonios sugieren que vivió atormentado por el crimen o las consecuencias del crimen que cometió, o aterrorizado por la fuerza que cobraron los herederos políticos de Jaurès.
Ibiza. 14 de septiembre de 1936. España está en guerra. Un grupo de generales se ha sublevado contra el gobierno de la República, y el fracaso del golpe ha devenido en Guerra Civil. Cuentan con el respaldo de Hitler y Mussolini, y con la inhibición de las democracias europeas. Tras el intento fallido por recuperar para la República la isla de Mallorca, un grupo de milicianos arriba a la cala de Sant Vicent de Ibiza. Allí se encuentran una casa habitada por un hombre extranjero. Después de cruzar unas breves y acaloradas palabras disparan contra él y lo dejan muerto. Lo más probable es que no supieran quién era y pensaran que se trataba de un espía que trabajaba para los sublevados. Tal vez identificaran en su casa o en él mismo algún rasgo de afinidad con el enemigo, suficiente para asesinarlo en ese clima atroz. Hay quien plantea que quizá conocieran su identidad y obraran a conciencia. El hombre es Raoul Villain. Acaba de sucumbir a la cadena de acontecimientos catastróficos que contribuyó a activar 23 años atrás. Su cadáver permanece varios días abandonado, y su memoria apagada durante décadas.
Por el contrario, la figura de Jaurès se revalorizó a medida que la experiencia de la Gran Guerra fue reinterpretada en Francia como un cataclismo. La memoria de Jaurès se fue modificando en función de coyunturas, relaciones de fuerza o pugnas por su apropiación, pero diseñó en general una trayectoria ascendente. En 1924 trasladaron sus cenizas al Panteón de París, donde yacen las grandes figuras con las que el Estado ha querido identificar a la nación. Las imágenes de su entrada en el Panteón siguen cargadas de significados. Expresan una exhibición de fuerza obrera, la adhesión suscitada entre las clases populares, el intento de mitigar la culpa por el escarnio que sufrió en vida, la disputa entre socialistas y comunistas por su legado. Localidades gobernadas por las izquierdas pusieron el nombre de Jaurès a calles, plazas y estaciones de metro por toda Francia. A mediados de la década de 1950 se creó un museo en su ciudad natal, Castres. Luego Jaurès se convirtió en un icono para las generaciones militantes del 68, que buscaban una tercera vía entre la «acomodación socialdemócrata» y el «autoritarismo estalinista». Con esas melodías sesentayochistas, Jacques Brel compuso en 1977 la canción «Pourquoi ont-ils tué Jaurès?». François Mitterrand ensalzó su figura para sacudirse el estigma reformista que pesaba sobre el socialismo francés y cementar el pacto de gobierno con el Partido Comunista (PCF) en 1981. En 1992, en plena resaca de la Primera Guerra del Golfo, el Partido Socialista Francés puso el nombre de Jaurès a su centro de estudios. En 2014, en el centenario de su muerte, los políticos franceses, de la derecha a la izquierda, rindieron tributo a Jaurès, con el primer ministro Manuel Valls y el presidente François Hollande a la cabeza, quien realizó una ofrenda floral en el Café du Croissant. En todos los países europeos, también en España, se multiplicaron los artículos y elogios a su figura.
31 de julio de 2022. ¿cómo se mirará, si es que se mira, este año de guerra la figura de Jaurès en el aniversario de su asesinato?
Nota: La versión original de este artículo en castellano se publicó en CTXT el 31/7/2022 y está disponible aquí.
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