Eszter Kováts
Algunos sectores progresistas contemporáneos han tendido a fijar las identidades en relación con la opresión y a cuestionar, sobre la base de esa identificación, si corresponde siquiera escuchar a alguien en lugar de ocuparse de lo que ha dicho o escrito. Estas posiciones entrañan un peligro: se ocupan más de los sujetos que enuncian ideas que de las ideas enunciadas. Quizás sea momento de volver a debatir si una idea es emancipatoria, en lugar de la posicionalidad de su autor o su autora.
Uno de los rasgos probablemente más alienantes de la izquierda posmoderna, para quienes no pertenecen a ella, es la fijación en las identidades en relación con la opresión, y el cuestionamiento, basado en esa identificación, de si corresponde siquiera escuchar a alguien en lugar de ocuparse de lo que ha dicho o escrito. Mucho más allá de las subculturas activistas, esta actitud permea los partidos políticos progresistas, el mundo académico, los medios de comunicación y el campo cultural de Occidente.
No solo resulta poco atractivo para quienes no están familiarizados con la jerga y las expectativas asociadas a ella encontrarse andando con pies de plomo para evitar ser denostado por rasgos adscriptivos o supuestos pasos en falso, sino que además, al menos en su forma más exagerada y tóxica, esto se basa en un análisis falso de las relaciones sociales y la opresión, y tiene, por ende, poco que ofrecer para una izquierda emancipatoria.
La expansión de derechos a miembros de una cantidad de grupos cada vez mayor en las sociedades occidentales en las últimas décadas elevó la sensibilidad respecto de la discriminación –como debe ser–, y diferentes contextos, desde el teatro hasta la política, se han vuelto más diversos. La representación de grupos hasta ahora marginados puede expandir la agenda de las instituciones públicas, lo que, en el largo plazo, puede dar origen al cambio de las estructuras sociales.
Sin embargo, la representación se volvió un fin en sí mismo. El aumento de la representación de los marginados fue igualado a haber alcanzado la justicia social; la representación descriptiva del grupo oprimido, homogeneizado como resultado, se ha amalgamado con la representación sustantiva de los intereses de sus miembros.
Apropiada por los poderosos
Olúfẹ́mi Táíwò, un filósofo estadounidense de origen nigeriano, advierte en un reciente libro sobre los límites de este tipo de política. Está a favor de la política de la identidad tal como se la concibió en la década de 1970, basada en experiencias compartidas en el interior de ciertos grupos –aunque no limitada a ellos– y recorrida por una fuerte postura anticapitalista. Pero el autor sostiene que esos grupos emancipatorios han sido apropiados por los poderosos. Critica, así, esas invitaciones respetuosas a «escuchar a los más afectados», «ceder el micrófono» y «dar un paso atrás» cuando solo se aplican a quienes han logrado abrirse paso hasta llegar a ámbitos de elite –un partido político, una institución académica o similar–, al tiempo que se pasan por alto los procesos sociales que dejaron a otros excluidos: «Situar en el centro a los más marginados, en mi experiencia, suele significar ceder autoridad conversacional y atención a quien sea que ya esté en el salón y parezca encajar en una categoría social asociada con alguna forma de opresión, sin importar lo que hayan o no hayan experimentado, o lo que sepan o no sepan del tema que se discute». Táíwò destaca lo que muchos investigadores de color y otros que describen la opresión señalan: el conocimiento respecto de las relaciones de poder no les sobreviene simplemente a los oprimidos. Los individuos desfavorecidos y marginados se encuentran sin dudas en una posición privilegiada para percibir las injusticias relacionadas con su situación, y los demás deben escuchar cuando las denuncian. Sin embargo, el dolor, apunta el autor, «es un mal maestro. El sufrimiento es parcial, corto de miras y centrado en sí mismo (…) La opresión no es una escuela secundaria».
Poseer una identidad adscriptiva no implica, pues, contar en forma automática con conocimientos o representatividad, y puede, de hecho, enmascarar relaciones de poder si el individuo representa solo a una elite dentro de un grupo.
En la raíz se encuentra la epistemología posmoderna y relativista de los «puntos de vista», en oposición a una epistemología basada en el reconocimiento de un mundo independiente y objetivo. La experiencia y la perspectiva influyen en el modo en que vemos ese mundo, pero no lo determinan. En este contexto, Nishin Nathwani señaló en detalle, una década atrás, los peligros de reemplazar la crítica ideológica con ataques ad hominem: «Si bien en un principio su intención fue interrogar el discurso de los grupos sociales dominantes con el fin de resaltar el modo en que el poder puede contaminar el contenido de argumentos en apariencia universalistas, el nuevo debate acerca del privilegio se ha convertido en un arma poderosa para silenciar ciertas voces por completo. Antes que funcionar como una crítica inmanente del contenido ideológico del discurso, la retórica del privilegio se ha vuelto un medio para apartar la atención de la sustancia de los argumentos y dirigirla a sus orígenes inmediatos. El peligro de este marco teórico aparentemente promisorio radica en el hecho de que es muy fácil recurrir a debates en torno de privilegios para desestimar argumentos de individuos sobre la base de rasgos de su persona, lo que en filosofía se denomina argumentos ad hominem». Y advirtió que «la tendencia a los argumentos ad hominem forma parte de todo pensamiento protototalitario».
Existe una conexión entre los argumentos y quienes los enuncian, pero no es directa ni se encuentra predestinada. Puede constituir información relevante, otro estrato de análisis, pero no es el fin de la historia. Lo que sea que un «rico y poderoso» exprese puede tener puntos ciegos, al no haber enfrentado jamás el racismo ni la opresión patriarcal. Sin embargo, eso no significa que todo lo que diga –incluso acerca del patriarcado y el racismo– pueda desestimarse aduciendo una supuesta intención de preservar sus privilegios.
El propio término «privilegio» se ha sobreutilizado y criticado tanto que es portador de una connotación de sospecha. Pero en muchas situaciones, no es más que un derecho del que otros deberían igualmente gozar, no algo de lo que quienes así lo hacen deban avergonzarse o a lo que deban renunciar. En nuestras sociedades occidentales (todavía) patriarcales, por ejemplo, los hombres en general gozan del privilegio –con el que las mujeres no cuentan–de salir a correr de noche sin temor a ser víctimas de ataques sexuales. No obstante, las mujeres no ganarían nada si los hombres experimentaran el mismo temor y planificaran su actividad física en función de eso. Lo que los hombres pueden hacer, sin embargo, es percibir el problema y abogar por parques seguros e iluminados, así como tomar partido en contra de la violencia patriarcal.
Discurso inclusivo
El sociólogo de la cultura alemán Bernd Stegemann destaca en su nuevo libro sobre política de la identidad que juzgar los argumentos solo sobre la base de quien los enuncia implica un reclamo de poder. Sostiene que los proponentes de esta izquierda posmoderna cuestionan la capacidad de los individuos de empatizar con experiencias que no han vivido, y esperan que sigan ciegamente la autoridad de quienes se ven a sí mismos como víctimas: «La capacidad de empatizar con otros es rechazada y, en su lugar, aparece la exigencia de que todos se sometan a la experiencia de la víctima».
Tal actitud desempodera y lleva a que los individuos solo escuchen en silencio. Si bien es importante tomar en serio la experiencia, incluida la de la opresión, mal se aviene a un proyecto emancipatorio negarles a otros la oportunidad de participar en el debate acerca de la realidad compartida y la política a seguir. Stegemann argumenta que este metadebate constante en el que el derecho de los otros (con las identidades «equivocadas») a hablar se cuestiona en forma rutinaria constituye un signo de lo lejos que ha llegado la erosión de la igualdad en este ámbito.
El cientista social Aliaksei Kazharski escribió un artículo notable en julio de 2022 acerca del discurso en torno de la guerra de Rusia contra Ucrania y la difundida noción del westplaining, término que hace eco de mansplaining, la experiencia que con tanta frecuencia experimentan las mujeres al verse sometidas a la «excesiva confianza y falta total de noción» masculinas en «situaciones en las que un hombre trata, desde un lugar de autoridad, de explicarle a una mujer algo que ella conoce mejor que él en cualquier caso». De manera similar, los estudiosos de Occidente tienden a dar cátedra a los europeos del Este sobre la historia o la política de la región, a menudo sin conocimiento alguno.
Kazharski critica la relativización posmoderna de la epistemología y, de ese modo, no niega a los estudiosos occidentales el derecho a participar en el debate experto sobre la base de sus antecedentes personales. De hecho, hay numerosos investigadores y académicos occidentales conocedores de la región. «La cuestión no reside en el lugar de origen alguien. Más bien, se trata de si posee los conocimientos necesarios y si, antes de decidirse a comentar, dedicó el tiempo suficiente a observar la región, aprender los idiomas y obtener una comprensión íntima de los países en cuestión».
Esa podría ser una salida posible sin tirar al bebé con el agua del baño. Podemos reflexionar acerca de nuestras posicionalidades, como autoevaluación, en lugar de aceptar una orden autoritaria de autocrítica pública y sumisión voluntaria en correspondencia con un supuesto privilegio. Podemos escuchar a quienes más saben sobre un tema en particular y tomar con seriedad las experiencias de los individuos oprimidos sin absorberlos en grupos homogéneos ni reducirlos a su opresión, y sin pensar que esa experiencia en sí misma conduce necesariamente a una teoría social no pasible de crítica.
Algunos «ricos y poderosos» han producido contribuciones notables a la historia intelectual y la política, y siguen haciéndolo. Tienen puntos ciegos, como todos los tenemos, pero eso no los descalifica de la política para la emancipación. Así que volvamos a debatir si una idea es emancipatoria, en lugar de centrarnos en la posicionalidad de su autor o autora.
Nota: La versión original de este artículo en inglés se publicó en IPS Journal el 7/11/2023 y está disponible aquí. Traducción: Elena Odriozola.
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