La excanciller cristianodemócrata prepara el lanzamiento de sus memorias mientras su propio partido reniega de ella y Alemania revisa su legado
Berlín – 03 NOV 2024
Fue una fiesta extraña, la que se celebró el pasado 25 de septiembre en la Academia de las Ciencias de Berlín y Brandeburgo. Angela Merkel, canciller de Alemania entre 2005 y 2021, había cumplido 70 años y su partido, la Unión Cristianodemócrata (CDU), quería rendirle un homenaje. Pero fue un homenaje particular. Perfil bajo. Palabras medidas. “Acercamiento de puntillas”, resumió el semanario Die Zeit. Porque Merkel y la CDU, que aspira a recuperar el poder después de cuatro años en la oposición, se observan con distancia. Su partido no reivindica a Merkel. Ni ningún otro.
Merkel fue la canciller que ganó cuatro elecciones seguidas. La que ocupó 16 años el poder. La que contribuyó a mantener Europa unida en años de turbulencias. También la de la dolorosa austeridad para los países del sur y la que gobernó en unos años de relativa prosperidad la primera economía del continente. La que capeó los vientos de la pandemia. La que abandonó la cancillería celebrada como una estadista, un modelo para muchos.
Pero hoy Merkel, la única mujer en el cargo y la primera procedente del este tras la reunificación, una figura histórica ya, está en el purgatorio. Su legado es objeto de revisión, como si, tras un primer borrador de la historia más bien positivo, el segundo adquiriese tonos menos amables. Gajes del oficio de todo exestadista, podría decirse, sometido al caprichoso vaivén del juicio de sus contemporáneos y de los historiadores. Y ahora, tras años manteniéndose elegantemente apartada del fragor político, se prepara para ofrecer su propio borrador, con el lanzamiento internacional, el 26 de noviembre, de Libertad, sus esperadas memorias (RBA, en castellano).
En Alemania, reniega de ella Friedrich Merz, actual líder de la CDU y candidato para suceder al canciller, Olaf Scholz. Merz es, desde hace más de 20 años, el enemigo íntimo de Merkel, el hombre de la próspera Alemania occidental que le disputaba el poder a la política de la antigua República Democrática Alemana, él más conservador y más liberal que ella.
Desde la política migratoria de Merkel, que en 2015 permitió que Alemania acogiera a un millón de extranjeros, hasta el abandono repentino de la energía nuclear tras el accidente de Fukushima en 2011, es difícil encontrar una política de la excanciller que los democristianos —sus democristianos— asuman como una bandera. Y no es solo su partido. También el Partido Socialdemócrata (SPD) de Scholz, que gobernó con ella durante buena parte de sus mandatos, marca las distancias.
La política socialdemócrata de controles en las fronteras y la promesa de “expulsiones a gran escala” también puede interpretarse como una desautorización de su legado. Aquellas políticas de acogida se releen bajo otro prisma. Ya no son (solo) una muestra de la Alemania humanista que había asumido y corregido plenamente sus crímenes y errores; también aparece como el combustible del ascenso de la extrema derecha, hasta entonces marginal en Alemania. Lo dicen antiguos ministros suyos, como Horst Seehofer, que fue titular de Interior y también presidente de Baviera: “La decisión de 2015 llevó a Alternativa por Alemania [el partido ultra AfD] a los parlamentos”.
Seehofer hizo estas declaraciones al periodista Ekhart Lohse, autor del recién publicado Die Täuschung (El engaño), un examen riguroso e implacable del legado merkeliano. Según Lohse, hay una fecha en la que cambia la percepción de Merkel y de su lugar en la historia, “el momento en el que incluso los simpatizantes de Merkel empiezan a preguntarse qué salió mal durante su mandato en la cancillería”.
La fecha es el 24 de febrero de 2022, unos meses después del cambio de Gobierno. Rusia invade Ucrania y las viejas certezas de Alemania —el gas barato ruso, la confianza en una paz eterna en el continente, la seguridad que garantizaba el paraguas estadounidenses— se tambalean, o directamente se derrumban.
Difícil despertar
“El balance, poco después del traspaso de poderes en Berlín, significa un difícil despertar”, escribe Lohse, periodista del Frankfurter Allgemeine Zeitung. “Alemania se ha acomodado a la energía barata de Rusia, a la tecnología barata de China y la presunción inquebrantable de que Estados Unidos se preocuparía además por la seguridad de la nación que más exporta y con una mayor economía en el corazón de Europa”.
Merkel, según esta lectura de su mandato, se había esforzado por “preservar” a Alemania y los alemanes de un mundo en turbulencias, pero había hecho poco por “transformarla”. “En aquel momento, todo nos parecía estable”, dice Lohse en conversación telefónica, y alude al título del libro, que describe un engaño que también es una ilusión, la de la seguridad y el bienestar. “Nos engañó, nos engañamos. Pero aquella estabilidad no era para la eternidad”.
Y hoy esta Alemania posmerkeliana —una Alemania económicamente estancada, con una coalición dividida y en el tiempo de descuento hasta las próximas elecciones, y una sucesión de noticias sobre trenes que llegan tarde o industrias en crisis— mira sin nostalgia a la etapa anterior. Los críticos achacan a Merkel que, con su talante pragmático, su reticencia a las visiones grandilocuentes y la tendencia a evitar decisiones rupturistas o a tomar riesgos innecesarios, anestesiase el país. Comenta en privado un político de centroderecha: “Los 2010 fueron años de crecimiento y estabilidad para Alemania, pero este tiempo se desaprovechó”.
Lohse, el autor de Die Täuschung, cree que hay algo más complejo en la relación de alemanes con Merkel y de Merkel con los alemanes. Primero: no fue solo Merkel la responsable del “engaño” o la “ilusión”. Todo el país participó de aquel teatro de ilusiones, como demuestra el amplio apoyo del que disfrutó. Y segundo: hasta los últimos días de sus 16 años en el poder, en un discurso en el que expuso con franqueza su sentimiento, como muchos alemanes del Este de ser ciudadanos de segunda clase, la canciller evitó poner en primer plano su origen en la RDA. Como si hubiera querido adaptarse a un sistema, y un partido, modelado por la Alemania occidental, sin molestar demasiado. Como si hubiera barrido bajo la alfombra las dificultades de reunificación de las dos Alemanias y sus ciudadanos tras la caída del Muro en 1989.
“Como ella quería demostrar a toda cosa que como alemana del este podía sobrevivir en este sistema, no corrió riesgos”, analiza Lohse. Existe, salvando las distancias, un paralelismo con Barack Obama, el primer negro en la Casa Blanca. Después de Obama, vino Donald Trump. Después de Merkel, que podría haber sido un símbolo de la unidad definitiva del este y el oeste, la extrema derecha se ha instalado, sobre todo en el este. Y vuelve con fuerza la sensación del muro mental entre el este y oeste. “Ahora”, dice el autor, “vemos que nunca habíamos estado tan alejados”.
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