enero 2025
Nicolás Maduro ha iniciado su tercer mandato con un apoyo interno ostensiblemente minoritario. Aun así, las movilizaciones de la oposición, menos masivas que antaño, y la presión internacional no lograron el reconocimiento de su victoria en las urnas. Sin «chavismo espontáneo» ni legitimidad electoral, el mandatario venezolano consiguió continuar en el poder, sostenido en la llamada «unión cívico-militar-policial perfecta».
José Natanson
En una deslucida e hipervigilada ceremonia en la sede de la Asamblea Nacional en Caracas, Nicolás Maduró juró para un tercer mandato como presidente de Venezuela. Al hacerlo, cerró el capítulo iniciado con las elecciones del 28 de julio de 2024, cuando el chavismo anunció unos resultados que no pudo demostrar, frente a una oposición que, a pesar de haber ganado, no logró reunir los recursos movilizatorios ni diplomáticos suficientes para «cobrar» su victoria con la candidatura de Edmundo González Urrutia, hoy exiliado en España. Pero si con la jura del 10 de enero Maduro consiguió salirse con la suya, también inició una etapa nueva en la historia política de la Revolución bolivariana: la ceremonia, desprovista de movilizaciones de apoyo y casi sin presencia internacional, dejó en evidencia su debilidad respecto de su base popular y el carácter de autoritarismo abierto de su gobierno.
Régimen cívico-militar
¿Cómo hizo Maduro para lograr sus objetivos? ¿Cómo consiguió llegar al 10 de enero liderando el proceso político luego de haber cometido el que quizás fue el fraude más desprolijo de la historia latinoamericana? En primer lugar, mantuvo la unidad de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana. En los días previos a la jura, tanto la líes opositora María Corina Machado como Edmundo González repitieron los llamados a los militares a «respetar la Constitución» y «hacer cumplir la voluntad popular», con la expectativa de que los oficiales encargados del «Plan República» de organización y logística electoral, que habían visto con sus propios ojos la derrota del chavismo, se rebelaran contra las órdenes de sus superiores.
Sin embargo, los militares se mantuvieron leales. Desde su llegada al poder en 1999, y en particular desde el golpe de Estado de 2002, Chávez entendió que el apoyo de las fuerzas armadas era imprescindible para su continuidad y se dio a la tarea de repolitizar las instituciones castrenses devolviéndoles el derecho al voto, premiando a los leales con ascensos hasta generar un estructura absurdamente macrocefálica (Venezuela tiene más generales que los países de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) sumados) y obligándolos a adoptar una nueva fórmula de juramento, «Patria, socialismo o muerte», que cuatro años más tarde, ya enfermo y luego de su primera operación en Cuba, fue cambiada por Chávez por la menos funeraria «¡Patria socialista y victoria! ¡Viviremos y venceremos!».
Pero fue Maduro, un ex-dirigente sindical que carecía del influjo natural sobre la tropa del que siempre dispuso Chávez, quien terminó de construir el modelo actual, bajo el cual los militares no son un «aliado», un «socio» o un «apoyo» del gobierno, sino que están integrados a él: constituyen un mismo dispositivo político, como en Cuba, justamente un país que Maduro había estudiado y conocido de joven. Por eso, cuando Maduro habla de «unión cívico-militar-policial perfecta», no está expresando un deseo, sino algo que existe y que conoce bien, porque él mismo lo creó.
¿Cómo se construyó este sistema? Por arriba, generales y almirantes controlan buena parte de los resortes básicos del Estado: la provisión de alimentos, la energía, el Metro de Caracas, la minería (a través del holding de la Corporación Venezolana de Guayana), la producción de aluminio, acero y hierro, los puertos y las aduanas y el transporte de carga aéreo, y son dueños directos de un centenar de empresas bajo la órbita del Ministerio de Defensa. También, por supuesto, manejan la seguridad: tanto la policía como los servicios de inteligencia están comandados por militares.
Por abajo, la lealtad se asegura mediante mecanismos también muy concretos. Por decisión de Maduro, el transporte de gasolina y la venta minorista en las estaciones de servicio («bombonas») está a cargo de efectivos militares. En Venezuela, un tanque al precio subsidiado -habilitado a través del QR del Carnet de la Patria según el número de placa- ronda los cinco dólares, lo que crea filas eternas frente a los puntos de carga. Para evitar la fila, en la mayoría de las estaciones de servicio se crean colas paralelas, más rápidas, mediante el pago de un «peaje» (coima) al oficial a cargo, tenientes o capitanes que de este modo logra triplicar o cuadriplicar su salario. Por supuesto que ningún motivo de seguridad hace necesario que los militares se ocupen de esta cuestión, pero este tipo de microprebendas, presentes en muchos otros aspectos de la vida cotidiana de los venezolanos, tienen un objetivo muy claro: elevar el costo que supondría un cambio de régimen para los militares, sean éstos generales a cargo de ministerios o capitanes que reciben unos dólares en la aduana, cobran por protección en una mina de oro del Orinoco u organizan las filas para la carga de combustible.
Más orgánicamente, Maduro fortaleció los dos cuerpos que le responden directamente -la Guardia Nacional y la Guardia de Honor Presidencial- y designó en las posiciones estratégicas, aquellas de las que depende directamente la tropa y el armamento -los «fierros»- a efectivos de confianza. Paralelamente, fue desplegando un esfuerzo de vigilancia constante de los diferentes escalafones y un sostenido trabajo de inteligencia, que se ha ido perfeccionando mediante sucesivas purgas: de los 250 presos políticos que había antes del 28 de julio se calculaba quela mitad eran militares. La decisión de sostener en el cargo de Vladimir Padrino López, que lo acompaña como ministro de Defensa desde 2014 y es el comandante real de las fuerzas armadas, y de renovar las cúpulas en octubre pasado, buscaron reforzar este dispositivo.
La ola que no fue
La movilización popular postelectoral fue importante pero insuficiente. La hipótesis de una serie de marchas y protestas que, siguiendo el modelo las «revoluciones de colores» ocurridas en algunos países del ex-espacio soviético, alcancen una magnitud tal que fuerce a un sector de los militares a romper con el gobierno, no se verificó. No es la primera vez que esta idea fracasa. El frustrado plan «La Salida», liderado por Machado y Leopoldo López en 2014, después de la primera elección de Maduro, buscaba este mismo objetivo, con la diferencia de que en aquel momento el chavismo había ganado, aunque por poco, las elecciones presidenciales (el Consejo Nacional Electoral comunicó los resultados desglosados por centro y mesa de votación y el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) publicó en su web las famosas actas). El intento volvió a repetirse, en un contexto mucho más violento, en 2017, luego de que el gobierno desconociera en los hechos el resultado de las legislativas de 2015, que le dieron ma mayoría parlamentaria a la oposición, relegara al poder legislativo y bloqueara la convocatoria a un referéndum revocatorio. Si en aquellos dos ciclos pareció efectivamente que por momentos Maduro estaba perdiendo el control de la situación, esta vez las movilizaciones fueron menos masivas.
El aparato represivo bolivariano se desplegó preventivamente y con su habitual eficacia. Sucede que Venezuela no es, como se dice a veces, un «Estado fallido», como Haití o Siria; por supuesto que el Estado venezolano es incapaz de prestar servicios públicos de calidad y aún de ejercer funciones más básicas: por ejemplo, no puede garantizar la estabilidad de la moneda (por eso la dolarización sui géneris implementada por Maduro), ni asegurar el monopolio de la coerción en todo su territorio (por eso hay zonas enteras bajo dominio de algún tipo de organización criminal). Pero al mismo tiempo, y producto de su necesidad de supervivencia, es un Estado fuerte a la hora de desplegar mecanismos de vigilancia social, con servicios de inteligencia muy entrenados para detectar y neutralizar la disidencia.
En los días previos a la juramentación de Maduro, Diosdado Cabello, representante del ala dura, se hizo filmar disparando una escopeta en la inauguración de un complejo militar (bastante bien, según especialistas insospechados de chavismo) y patrullando las calles de Caracas, mientras que Alexander Granko Arteaga, el temible coronel a cargo de la Dirección General de Contrainteligencia Militar denunciado por torturas y violaciones a los derechos humanos, difundió imágenes en las que se lo veía rodeado de un escuadrón de robocops provistos de armas de última generación en la base aérea La Carlota. Para el 9 y el 10 de enero, el chavismo convocó a sus seguidores a concentrarse en los mismos puntos que la oposición, como forma de disuadir cualquier intento de movilización masiva.
Pero la debilidad de las marchas opositoras se explica por motivos que van más allá del mero amedrentamiento. Como señalamos, las protestas el 9 de enero, al igual que las realizadas en julio del año pasado, después de las elecciones, fueron menos importantes -y más pacíficas- que las de 2014 y 2017. El sueño de una rebelión popular incontenible, una ola imparable, se desvaneció. Y en este sentido resulta curioso que la explicación más básica se suela pasar por alto, pese a que las ciencias sociales la conceptualizaron hace más de medio siglo. Simplemente sucedió que, privados de voz, siete millones y medio de venezolanos eligieron lo que Hirschman denomina «salida», quitándole a la oposición parte de la masa crítica necesaria para saturar las calles.
Es un juego ambiguo el que juega el chavismo. En las semanas anteriores a la jura, el gobierno aceptó el regreso del equipo del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, que había sido expulsadoluego de las protestas de julio, y liberó a algunos de los detenidos políticos, incluyendo a casi todos los adolescentes (según estimaciones del Foro Penal, aún quedan unos 1.200 presos políticos). Pero en los días previos a la jura aumentó la presión represiva, deteniendo al yerno de González Urrutia en una escena espantosa (se lo llevaron cuando estaba acompañando a sus hijos a la escuela), al ex-candidato presidencial Enrique Márquez, un dirigente de perfil moderado con vínculos con el chavismo y apoyado en las últimas elecciones por el Partido Comunista, y al conocido activista Carlos Correa. La confusión y la ambigüedad es parte esencial del funcionamiento del «autoritarismo caótico» bolivariano. En los días previos a la jura, Cabello se negó a explicar si había una orden de captura vigente contra Machado, que el 9 de enero salió de la «clandestinidad» y apareció en una manifestación en Chacao, en el Este rico de Caracas, y protagonizó un episodio confuso: fue detenida mientras abandonaba el acto, retenida durante un rato y luego liberada, probablemente como consecuencia de disidencias al interior del chavismo.
Un último factor explica el fracaso de la movilización opositora: después de casi una década de crisis, hiperinflación y conflicto político, la sociedad venezolana claramente no quiere la continuidad del chavismo, pero tampoco parece tener muchas ganas de volver la época de cuasi-guerra civil del 2014-2020. La estabilidad lograda gracias a la cuasi dolarización y el crecimiento por rebote de los últimos tres años (12% en 2022, 5% en 2023 y 9% en 2024) son valorados, más allá de la posición crítica frente al gobierno. La «Peretroika tropical» concretada por Maduro en los últimos años, que incluyó un severo ajuste fiscal, la liberalización de muchas actividades e incluso la silenciosa reprivatización de algunas empresas, posibilitó una alianza, implícita pero real, con parte de las elites económicas. En paralelo, se va instalando resignadamente la idea de que el país ya no es -ni será de nuevo- el paraíso petrolero de vida fácil que muchos recuerdan. El reflejo de todo esto es la despolitización de amplios sectores sociales, el vuelco a los emprendimientos privados (hay un boom de emprendedorismo) y un auge del evangelismo y las religiones alternativas, todas formas de darle un sentido a la vida para quienes decidieron quedarse en Venezuela.
La quimera internacional
La última cuestión, a la que la oposición apostó con más entusiasmo, es el aislamiento internacional del régimen. En los días posteriores a los comicios de julio, mientras se hacía cada vez más evidente que el gobierno no tenía cómo respaldar con datos concretos los resultados que había difundido, los líderes de los dos principales países latinoamericanos gobernados por la izquierda -Luiz Inácio Lula da Silva y Gustavo Petro, con el apoyo inicial de Andrés Manuel López Obrador- extremaron esfuerzos por reencausar la crisis. Tenían motivos muy concretos: en el caso de Colombia, comparte 2.200 kilómetros de la que debe ser la frontera más caliente de América Latina, es el principal destino de la migración venezolana y además se encuentra en conversaciones de paz con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), para lo cual el apoyo de Maduro, en cuyo territorio opera la guerrilla, es imprescindible; en el caso de Brasil, la frontera es más corta pero no menos difícil, y hay 500.000 venezolanos viviendo allí.
Sin embargo, los intentos terminaron chocando contra una pared, por un hecho tan sencillo como inapelable: Maduro no estaba dispuesto a dejar el poder. Asumida entonces la derrota diplomática, ambos países -México ya actuaba por su cuenta- terminaron por aceptar la realidad y optaron por un perfil más discreto: es cierto que Lula bloqueó el ingreso de Venezuela a los BRICS, como represalia por el desaire diplomático y como señal de que desafiar a Brasil en su patio trasero no resulta gratis, pero, igual que Petro, envió un representante, aunque de bajo rango, a la jura de Maduro, y retomó la relación con la administración venezolana, movido por las mismas urgencias de gestión -fronteras, migración, seguridad- que lo habían llevado a tratar de encontrar una solución. Al mismo tiempo, el hecho de que el fraude no provocara una nueva estampida migratoria, como la que sí ocurrió en 2017, privó a la oposición venezolana de un argumento de presión frente a otros países.
El respaldo internacional de la oposición es amplio, pero no muy diferente al que tenía antes de las elecciones: los gobiernos liberal-conservadores de América Latina, Europa Occidental y Estados Unidos (Joseph Biden recibió a González Urrutia, pero Donald Trump no). En todo caso, una serie de alianzas que no alcanzaron para forzar un cambio político: si en su momento de mayor aislamiento internacional, con el Grupo de Lima presionando desde América Latina, Trump intensificando las sanciones y el gobierno británico incautando las reservas de oro, Maduro logró sostenerse en el poder, ¿por qué habría de caer ahora?
Ocurre que, así como no es verdad que el Estado venezolano sea un Estado fallido, tampoco es cierto que Maduro esté totalmente aislado. Cuenta con el apoyo de China, que aunque interrumpió el flujo de créditos mantiene la relación comercial, las inversiones directas en infraestructura y la asistencia política; de Rusia, que le provee armas, apoyo logístico para la industria hidrocarburífera y respaldo financiero; y de potencias intermedias como Irán, Turquía y la India (la vicepresidenta Delcy Rodríguez estuvo en Nueva Delhi un mes atrás). No se trata de relaciones de simple amistad, sino de vínculos que implican apoyo financiero, respaldo militar, mercados para la venta de minerales, proveedores de repuestos y piezas de recambio para la industria petrolera, provisión de alimentos y asistencia para burlar las sanciones económicas, por ejemplo triangulando petróleo en alta mar. Recordemos que unos años atrás, cuando el gobierno de Maduro atravesaba su momento más difícil, Irán fue clave para asegurar un mínimo de gasolina en Caracas y Turquía envió toneladas de alimentos (en 2020, las importaciones turcas llegaron a cubrir 70 % de los productos de los CLAP, las cajas de asistencia del Estado, que Venezuela pagaba con oro para procesar en la refinería turca de Corum).
La oposición venezolana confió demasiado en el poder de la comunidad internacional, una especie de «tercerización» de la solución que prometió mucho y terminó dando muy poco: el momento más delirante de esta apuesta fue la expectativa a un ataque de Estados Unidos, la imagen mágica de un comando de marines entrando a Miraflores y llevándose a Maduro, como si fuera tan fácil capturar a un presidente custodiado por el tercer ejército de la región y que se viene preparando desde hace años para una operación de este tipo -y como si Washington estuviera dispuesto a embarcarse en una aventura de semejante riesgo para «liberar» a un país que al final le importa poco-. Alentadas por la oposición en el exilio, que a menudo ha ido perdiendo la conexión con la realidad de su país, este tipo de hipótesis psicodélicas circularon en tiempos de Guaidó, que era «presidente» de las fronteras para afuera pero carecía de cualquier poder real en Venezuela, y volvieron en los días previos a la jura de Maduro: la imagen de González Urrutia saludando a una multitud desde el balcón presidencial causaba una gran emoción en cualquiera que no supiera que se trataba de la Casa de Gobierno… argentina.
El cierre del círculo
Desprestigiado internamente, con un apoyo social ostensiblemente minoritario y dependiente de sus vínculos con el Estado (el «chavismo espontáneo» prácticamente despareció), aislado del mundo democrático y entregado a los brazos de los militares, Maduro logró superar su derrota electoral y seguir en el poder. Con ello, cerró el círculo que él mismo había abierto en 2015, cuando anuló de facto el triunfo opositor en las elecciones legislativas: si en ese momento, como describo con detalle en mi libro, Venezuela dejó de ser una democracia, con la jura del 10 de enero dio un paso más.
La oposición, que durante buena parte de la etapa chavista vivió en un desvarío estratégico, oscilando entre momentos electorales y democráticos y apuestas a la vía insurreccional y la intervención extranjera, esta vez hizo todo lo que estuvo a su alcance: se presentó a las elecciones, se mantuvo en la ruta electoral a pesar de las trampas que le tendía el gobierno, ganó claramente los comicios y, con la estrategia de reunir y difundir las actas, puso a disposición del mundo la prueba incontrastable de su triunfo. No alcanzó, pero le quedan tres consuelos: superó la etapa de divisiones internas, se mantiene unificada detrás del liderazgo de María Corina Machado (un liderazgo con destellos mesiánicos a lo Chávez) y logró desnudar el carácter autoritario del régimen; un autoritarismo sin medias tintas ni atenuantes
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