Invasión a Ucrania: mitos persistentes

febrero 2025

La invasión rusa de Ucrania, iniciada hace tres años, incluye una retórica de legitimación que se emite desde el Kremlin. Estos discursos han sido poco cuestionados por las izquierdas del Sur global, que ven en Vladímir Putin un contrapeso al imperialismo estadounidense.

Martín Baña

<p>Invasión a Ucrania: mitos persistentes</p>

La invasión de Ucrania decidida por el Kremlin cumple ya tres años. Lo que en principio se perfilaba como una operación relámpago con un triunfo aplastante de Rusia terminó transformándose en un prolongado conflicto militar –el mayor en el territorio europeo luego de la Segunda Guerra Mundial– que no avizora un final en el corto plazo, a pesar de la promesa lanzada por el nuevo presidente de Estados Unidos Donald Trump de acabar con él «en 24 horas» una vez que asumiera el cargo. 

Más allá de las alternativas que se ofrezcan en el marco del nuevo escenario geopolítico global, el aniversario y la dilatada duración de la guerra nos permiten elaborar una revisión general sobre una serie de mitos construidos a lo largo de estos años, vinculados muchas veces a la propaganda oficial rusa, que se aún encuentran extendidos en un segmento importante de los medios de comunicación y de cierta militancia política vinculada a la izquierda; estos mitos esmerilan nuestra comprensión de la incursión rusa en el territorio ucraniano. 

La invasión de Ucrania como «operación militar especial»

Este es quizá el mito que con más fuerza Moscú ha intentado difundir por todo el mundo: la idea de que las acciones rusas no serían una invasión lisa y llana, sino que se trataría de una «operación militar especial» en la que el Ejército ruso desarrollaría una legítima acción puntual, con la misión de proteger a los compatriotas que viven en el este de Ucrania y que estarían siendo víctimas de los ataques del gobierno «neonazi» ucraniano; este último, además, sería un mero títere de los países occidentales. Esas fueron la denominación y la explicación ofrecidas por Vladímir Putin en un discurso televisado el 24 de febrero de 2022 –día en que la invasión comenzó– y que todavía siguen poblando los informes de la prensa rusa, pero también las de otros países para referirse al conflicto. Esa designación cobró tanta fuerza que ese mismo año el gobierno ruso aprobó un conjunto de leyes que aún hoy prohíben y penan con varios años de prisión el uso de cualquier otro concepto que hable de guerra, pero también la diseminación de cualquier información que «desacredite» o «falsee» tanto el desempeño del Ejército ruso como de sus autoridades. La elección de la fórmula «operación militar especial» no es inocente, ya que su utilización tiene un efecto tanto simbólico como práctico. Por un lado, sirve para suavizar el impacto emocional negativo que podría tener un vocablo como «guerra» en la mayoría de la población. Por otro lado, impide que en principio el Estado pueda tomar medidas más drásticas, como la imposición de la ley marcial o la movilización general de todos sus ciudadanos. 

Sin embargo, y a pesar de todos los recaudos tomados por el Kremlin, se trata de un eufemismo para designar una invasión militar que viola la soberanía y la autodeterminación de un territorio como el ucraniano. Como sostiene la periodista Ksenia Turkova, la elección de esa expresión es parte de una apuesta más amplia en la que «el lenguaje se ha convertido en uno de sus principales instrumentos. De hecho, estamos hablando de la creación de un lenguaje nuevo y artificial que ha formado una realidad invertida» en la que el presidente Putin puede hablar, sin ponerse colorado, de una «liberación» (de Ucrania) mientras lleva a cabo la ocupación de un espacio antes libre. El mito de la «operación militar especial» no busca más que ocultar una acción agresiva que el Estado ruso lleva adelante en contra de la población ucraniana. 

La invasión de Ucrania como «respuesta firme contra la amenaza de la OTAN»

Vinculado con el anterior, este mito sostiene que Rusia se vio en la necesidad de iniciar la invasión del territorio ucraniano como medida preventiva ante lo que era considerado como una inminente amenaza de expansión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) sobre el área rusa, corporizada en los intentos de Ucrania de convertirse en miembro tanto de la Unión Europea como de la alianza atlántica. Si bien es cierto que la OTAN nació como una organización defensiva en un contexto geopolítico que dejó de existir en 1989 –la Guerra Fría–, también es verdad que una vez que finalizó el conflicto que la vio surgir siguió ampliando su membresía e incluso incorporó a varios países que habían formado parte del Pacto de Varsovia, como Polonia y Hungría. Dentro de la lógica del Kremlin, la posibilidad de que la OTAN llegara con más fuerza a su frontera –si Ucrania se incorporaba– podía ser leída como el peligroso traspaso de una delicada línea roja, imposible de tolerar (ya están en la OTAN los bálticos Estonia, Letonia y Lituania).

Sin embargo, el mismo presidente Putin consideró en algún momento la posibilidad concreta de que la propia Rusia formara parte de la OTAN y así se lo hizo saber al presidente estadounidense Bill Clinton cuando este visitó el país en 2000. Por otra parte, y a pesar de las medidas tomadas por el gobierno ucraniano para facilitar su ingreso tanto a la Unión Europea como a la OTAN –como la reforma de la Constitución–, todavía en 2021 las autoridades de la alianza militar no barajaban la incorporación de Ucrania como una posibilidad concreta (el hecho de que, además, Ucrania mantuviera un conflicto militar con Rusia en el oeste del país hacía más difícil esa incorporación). 

A su vez, el apoyo popular a la entrada en la OTAN todavía era muy bajo en 2013, posición que cambió radicalmente a partir del inicio de las hostilidades por parte de Rusia en 2014 con la anexión de Crimea y en 2022 con la invasión a gran escala. Finalmente, la acción decidida por el Kremlin estimuló que países históricamente neutrales y cercanos territorialmente a Rusia como Finlandia y Suecia – los dos comparten frontera con el gigante euroasiático– pidieran su ingreso formal a la alianza y fueran aceptados de manera inmediata, el primero en 2023 y el segundo al año siguiente. Con esto, en definitiva Rusia amplió el número de países limítrofes que son parte de la OTAN. De esta manera, más allá de la discusión pertinente sobre la estrategia de la OTAN de ampliarse hacia el este, la invasión rusa de Ucrania terminó por generar el efecto contrario al supuestamente buscado. De haber sido ese el verdadero motivo, las acciones de Moscú deberían haber rumbeado por otros caminos. 

Putin como un «líder global antimperialista»

Otra de las ficciones que se reforzaron a partir de la invasión –también vinculada con el mito anterior– sostiene que a través de las acciones militares en contra de una Ucrania disfrazada de caballo de Troya de la OTAN, Putin reforzaba su carácter de líder global capaz de hacer frente al histórico imperialismo occidental. Así, se convertiría en un aliado de aquellos movimientos de izquierda mundiales –sobre todo aquellos vinculados al Sur global– marcados por una fuerte identidad antimperialista. Las constantes diatribas lanzadas por el presidente ruso en contra de Occidente en general y Estados Unidos en particular, sumadas a su firme determinación de romper con el «unipolarismo» generado por la disolución de la Unión Soviética en 1991 y de luchar por la constitución de un mundo «multipolar», lo habrían convertido así en una figura de referencia para aquellos líderes y militantes que posicionaban a Estados Unidos como su enemigo natural, una operación que se podría sintetizar en la simplona pero eficiente ecuación que sostiene que «el enemigo de mi enemigo es automáticamente mi amigo».

Sin embargo, el discurso «antioccidental» de Putin es selectivo y arbitrario –y a menudo simplemente reaccionario–. Su cuestionamiento hacia Estados Unidos no condena tanto su accionar imperialista como que ese país se arrogue la capacidad de vetar esas mismas acciones si las lleva a cabo el Kremlin. Para el presidente ruso, Moscú debería tener la misma prerrogativa que tiene Washington de poder intervenir libremente sobre que lo se considera «áreas de influencia», compartiendo un aspecto central de la política estadounidense y alejándose así de los principios antimperialistas que históricamente sostuvieron las izquierdas –una suerte de versión de la Doctrina Monroe para el espacio eurasiático alrededor de Rusia, incluida Ucrania, a la que Putin nunca le dio el estatus de verdadera nación y por cuya condición de nación separada de Rusia culpa a Lenin–. Por el contrario, la crítica putinista hacia Estados Unidos suele hacer más hincapié en lo que considera como la «decadencia» o incluso la «degeneración» de Occidente», expresada de acuerdo con su visión en la expansión de las políticas de género, las discusiones sobre el cambio climático y el multiculturalismo, entre otros componentes de la agenda woke, últimamente tan en boga como cuestionada por líderes afines, en ese sentido, a Putin, como el propio presidente de Estados Unidos. Si hay algo que Putin no encarna hoy es, precisamente, la figura de un líder antimperialista y de izquierda. 

Rusia como víctima de una «histórica rusofobia»

Luego de iniciado el conflicto, la maquinaria propagandística rusa salió a victimizarse y ayudó a sembrar un nuevo mito basado en la idea de que, gracias a la reactivación de una histórica rusofobia, «nadie nos quiere» y todo el mundo «odia a Rusia». El propio Putin llegó a plantear que lo que se esconde detrás de ese supuesto sentimiento antirruso es el deseo encubierto de poner en peligro la seguridad del país y el deseo de un enfrentamiento abierto por parte de Occidente. Las sanciones económicas y financieras adoptadas por Estados Unidos y la Unión Europea –como consecuente producto de esa rusofobia– así lo confirmarían. La vocera del Ministerio de Relaciones Internacionales, María Zajárova, se expresa continuamente al respecto, reconociendo acciones rusofóbicas en todo tiempo y en todo lugar. El propio canciller ruso, Serguéi Lavrov, acusó a diversos países de hacer de la rusofobia una política de Estado. Al mismo tiempo, en el plano interno, la apelación a ese discurso se ha convertido en una importante arma para controlar a voces opositoras y disidentes, ya que aquellos que cuestionan las medidas oficiales pueden ser acusados de ser «traidores que reniegan de su patria» y que «se encuentran alineados con países que odian a Rusia». 

Si bien es cierto que han existido históricamente miradas prejuiciosas y estereotipadas a la hora de describir Rusia –reforzadas en el siglo XX por el triunfo del comunismo en ese país– y que la invasión iniciada en 2022 estimuló medidas tan extremas como absurdas –como el intento de cancelar un curso sobre el escritor Fiódor Dostoievski en una universidad italiana–, en una evidente doble vara respecto de la reacción frente a las matanzas de Israel en Gaza, también es verdad que los aportes realizados por el país fueron, y siguen siendo, reconocidos a escala global, desde su posición líder dentro de la carrera espacial más atrás en el tiempo hasta el papel jugado en el desarrollo de una vacuna para combatir la epidemia de covid-19 en la actualidad, pasando por sus enormes desarrollos en el campo de la ciencia, la literatura y la música, por citar solo algunos campos. Más allá de la reacción de desconcierto inicial, producto más de una acción refleja y emotiva que de un análisis racional, gran parte de la opinión pública global ha sabido distinguir la diferencia que existe entre las decisiones de una dirigencia política y el desarrollo de una de las tradiciones culturales, científicas y artísticas más ricas de la historia. En todo caso, lo que se expresa en el plano internacional –pero también dentro de Rusia– no es una supuesta rusofobia, sino el rechazo de un sistema político que ha derivado en una dictadura abierta que recuerda los peores años de la Unión Soviética, y que cambió las promesas utópicas que contenía aquel sistema en sus inicios por una mirada reaccionaria que ha incluido denuncias contra el «Occidente satánico» por parte de figuras como el filósofo Aleksandr Duguin.

La incólume unión entre el líder y su pueblo

Finalmente, observamos un mito creado en este tiempo de guerra que sostiene que la mayoría de la población rusa apoya la decisión de invadir Ucrania y que se encontraría encolumnada detrás de un presidente firme y decidido. En ese sentido, habría una comunión entre el líder y un pueblo capaz incluso de realizar los sacrificios necesarios en pos de la grandeza del país –como habría ocurrido en tiempos pasados–. El porcentaje obtenido por Putin en la elección presidencial de 2024, alrededor de 88% de los votos, apoyaría esa visión que, de paso, dejaría pintados como «locos» y «traidores» a todos aquellos que se oponen a la lógica del presidente.

Si bien es cierto que la idea de Rusia como potencia imperial se encuentra muy extendida por el país y es compartida por amplias capas de la población –más allá de sus diferencias socioeconómicas e ideologías políticas–, de ello no se deriva necesariamente un apoyo incondicional y mayoritario a las acciones militares decididas por el presidente, tanto por sus efectos externos como domésticos. Muchos ciudadanos rusos aún tienen problemas para procesar la invasión de un territorio con el que mantienen lazos familiares y amistosos y, por otra parte, la inflación que genera el esfuerzo bélico –que alcanzó 10% anual en 2024– se hace sentir cada vez con más fuerza en la vida cotidiana. Por otra parte, es difícil confiar en los números expresados por las encuestas que miden el apoyo en un contexto de represión severa, o en los resultados de una elección rodeada de nutridas denuncias de fraude. Finalmente, desde hace tiempo han surgido diversos grupos –como Put Domoi [Vuelta a casa], conformado por las mujeres de los combatientes enviados al frente– que han comenzado a poner en duda la necesidad de las acciones militares y que denuncian los efectos físicos y psicológicos sobre los soldados rusos a través de canales de Telegram o incluso manifestaciones públicas, a pesar de las trabas y las amenazas ya mencionadas que se ciernen sobre aquellos que realicen este tipo de acciones. 

De esta manera, podemos encontrar los móviles y el impacto de la invasión rusa de Ucrania más en la decisión de una elite política y económica que intenta reactualizar el mandato imperial ruso en un contexto de crisis de la hegemonía global y de reacomodamiento de sus principales fuerzas que en el conjunto de mitos que acabamos de enumerar. El lugar en que cada cual se coloque para visualizar esta incursión militar es el que va a permitir que las acciones del Kremlin sigan ganando apoyos en el mundo o que sean repudiadas de manera incondicional. Luego de tres años de ataques, destrucción y muertes, la elección debería estar más que clara.


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