
Los tiranos sólo consideran ideología aquellas ideas con las que no están de acuerdo
Rosa Montero
12 ABR 2025 –
Confieso que casi me da un poco de pena volver a citar aquí a Mari Carmen Muñoz, esa concejala del PP de Linares que detuvo, escandalizada, la representación de la obra Lisístrata, de Aristófanes, a los pocos minutos del comienzo. Y es que los tiempos que corren son crueles para las meteduras de pata, sobre todo tan redondas y flipantes como esta. Y así, tras cometer en público la mentecatez quizá más grande de su vida, a la pobre concejala ya la han zurrado de lo lindo en redes y mentideros varios, y debía de estar aguantando la respiración y rogando a su virgencita preferida que pasara el tiempo y se olvidara todo. Y aquí llego yo semanas después y vuelvo a meter el dedo en la herida. En cierto modo la compadezco, porque criticar un desmán tan patoso y elemental es tan fácil como pegar a un niño. Ahora bien, como síntoma de la burricie y la intolerancia política, lo de Lisístrata no tiene la menor gracia y es preocupante. Además, hubo algo que dijo Mari Carmen Muñoz que me dejó pensando, y las penúltimas noticias llegadas desde Estados Unidos inciden en el mismo tema, a saber, la censura, la libertad de expresión y el pensamiento único.
La cosa es que la edil linarense negó haber cometido un acto de censura y, para defenderse, sostuvo que la Lisístrata en cuestión “era una versión sui generis cuyo contenido y lenguaje no eran los más adecuados al público de la sala, donde había personas mayores y niños”. Pero alma de cántaro, si eso que argumentas es exactamente la descripción de un acto de censura. El censor cree con toda rotundidad y naturalidad tener mayor conocimiento, juicio e inteligencia que los censurados (esos mayores, esos niños, esos padres de los niños que estaban en la sala), cree estar en posesión de la verdad, que es única y perfecta, es decir, bondadosa, la mejor verdad que imaginarse pueda, y además sabe que tiene el poder suficiente para impedir que los censurados se pierdan en razonamientos o comportamientos divergentes y dañinos. El censor, en fin, cree estar haciéndole un bien a la humanidad. Una humanidad a la que, por cierto, considera eternamente menor de edad y con insuficiente criterio para decidir por sí misma.
Uno de los signos que indican el grado de desarrollo de un sistema democrático es precisamente la convivencia de diversas perspectivas, la coexistencia de relatos distintos. Cuanto más autoritaria y tiránica sea una sociedad, más estrecha, artificial e intolerante será la verdad que sostiene, una verdad de bordes como cuchillas que cercenan cualquier versión diferente. Siempre he admirado la maravillosa Institución Smithsonian de Estados Unidos, que cuenta con 8 centros de investigación, 21 bibliotecas y 21 museos formidables. Fue creada en 1846 y es una joya de la cultura no sólo norteamericana, sino también mundial. Pues bien, ahora Trump se ha lanzado al asalto de este logro del conocimiento, producto de un esfuerzo centenario y colectivo, y, como nunca nadie osó antes hacer, está dispuesto a censurarlo y destrozarlo. Para ello ha firmado un decreto titulado Restaurando la verdad y la cordura en la historia de Estados Unidos. Ya sólo el nombre produce escalofríos. Quiere limpiar los museos de “ideología inapropiada, divisiva o antiamericana”, las típicas categorías altisonantes y confusas que cualquier censor puede aplicar sobre cualquier cosa. Pero lo más extraordinario es que hace todo esto para que las instituciones culturales dejen de ser “lugares de adoctrinamiento ideológico”. Y es que los tiranos sólo consideran ideología aquellas ideas con las que no están de acuerdo. Su propio pensamiento fosilizado y dogmático no lo ven como ideología, sino como lo neutro, lo normal, lo único posible, una realidad revelada y tallada en piedra como las tablas de Moisés.
Todos tenemos tendencia a creer que nuestra idea del mundo ES el mundo. La parte más mostrenca de nuestra mente nos hace caer en ese sesgo de reafirmación y, de hecho, cuando reclamamos tolerancia por lo general nos referimos a la de los demás con nuestras ideas, y no al contrario. El sistema democrático sirve, precisamente, para civilizar esa parte asilvestrada nuestra. Para hacernos mejores. Regresar al pensamiento único es deshacer mucho camino andado. Un trayecto que costó esfuerzo y sufrimiento. Cuánto dolor pasado estamos echando por la borda. Cuánto dolor futuro presiento. Acabaremos viendo quemas de libros en las plazas.
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