Muere Mario Vargas Llosa, gigante de las letras universales

El escritor hispano peruano, premio Nobel de Literatura en 2010, fue autor de obras maestras como ‘Conversación en la catedral’

Mario Vargas Llosa, en Madrid en la presentación de su libro ‘La civilización del espectáculo’ en 2012.
Mario Vargas Llosa, en Madrid en la presentación de su libro ‘La civilización del espectáculo’ en 2012.Bernardo Pérez
Javier Rodríguez Marcos

Javier Rodríguez Marcos

Madrid – 13 ABR 2025

El novelista peruano Mario Vargas Llosa ha fallecido este domingo en Lima, según han informado sus hijos Álvaro, Gonzalo y Morgana en un comunicado. Nacido en Arequipa el 28 de marzo de 1936, el premio Nobel de literatura de 2010 acababa de cumplir los 89 años. Autor de obras fundamentales como Conversación en La Catedral, La ciudad y los perros o La fiesta del Chivo, fue uno de los escritores más importantes de la literatura contemporánea en cualquier lengua. Novelista, ensayista, polemista, articulista y académico, Vargas Llosa pasará a la historia como un extraordinario narrador y un influyente intelectual a la antigua usanza, es decir, anterior a las redes sociales.

“Su partida entristecerá a sus parientes, a sus amigos y a sus lectores, pero esperamos que encuentren consuelo, como nosotros, en el hecho de que gozó de una vida larga, múltiple y fructífera, y deja detrás suyo una obra que lo sobrevivirá. Procederemos en las próximas horas y días de acuerdo con sus instrucciones”, señala el comunicado de sus hijos. “No tendrá lugar ninguna ceremonia pública. Nuestra madre, nuestros hijos y nosotros mismos confiamos en tener el espacio y la privacidad para despedirlo en familia y en compañía de amigos cercanos. Sus restos, como era su voluntad, serán incinerados”, añaden.

En octubre de 2023 publicó su última novela, Le dedico mi silencio, que se cerraba con un escueto colofón en el que anunciaba su adiós a la ficción. Dos meses más tarde se despedía también del columnismo periodístico, es decir, de su Piedra de toque, la tribuna que desde 1990 publicaba quincenalmente en EL PAÍS. Esos artículos eran la demostración de su inagotable curiosidad intelectual y de su afán por intervenir en todos los debates sociales y políticos de la actualidad. En ellos, como en algunos de sus ensayos, aparecía ese Vargas Llosa progresista en lo moral, pero neoliberal en lo económico que desconcertaba (y hasta irritaba) a los miles de admiradores de sus novelas.

Fue su compromiso político conservador el invocado durante años para explicar la tardanza en recibir un galardón para el que parecía predestinado: el Premio Nobel de Literatura. En 2010, justo cuando había desaparecido de las apuestas, la Academia Sueca lo despertó de madrugada en Nueva York —era profesor invitado en Princeton— para anunciarle que por fin se le había concedido la medalla más codiciada de las letras universales. ¿La razón? “Por su cartografía de las estructuras del poder y sus afiladas imágenes de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo”. Tenía 74 años y acababa de mandar a la imprenta una novela sobre el colonialismo salvaje asociado a la explotación del caucho: El sueño del celta.

Desde que debutó con 23 años con un volumen de cuentos —Los jefes (1959)—, no había dejado de escribir y publicar. Sin embargo, para encontrar una de sus grandes obras de ficción en el momento del Nobel había que remontarse una década atrás, hasta La fiesta del Chivo (2000). En cierto modo, aquella novela basada en hechos reales sobre la tiranía del dominicano Rafael Leónidas Trujillo era su tardía contribución a la oficiosa conjura de los autores latinoamericanos para retratar las dictaduras del subcontinente. Gabriel García Márquez (El otoño del patriarca), Miguel Ángel Asturias (El señor presidente) o Augusto Rosa Bastos (Yo, el Supremo) le precedieron en la tarea.

Vargas Llosa fue parte fundamental del estallido global —el famoso boom— de la literatura latinoamericana desde que en 1963, siento apenas un veinteañero, ganó con La ciudad y los perros otro premio, el Biblioteca Breve, convocado por la editorial barcelonesa Seix Barral. La inspiración le llegó desde su propio pasado: la adolescencia en el Colegio Militar Leoncio Prado de Lima, un sórdido lugar en el que lo internó su padre para sacarlo de la mansa órbita de la familia materna.

De hecho, la reaparición de su colérico progenitor, al que durante años creyó muerto, supuso el traumático fin de una plácida infancia transcurrida en Cochabamba (Bolivia) y en Piura, en el norte del Perú. No en vano, fue el momento de la resurrección paterna el elegido por el escritor para abrir sus memorias, El pez en el agua. Las publicó en 1993, tres años después de que Alberto Fujimori lo derrotase en las elecciones presidenciales. Aquella frustración política ocupa los capítulos pares de un largo relato que se completa en los impares con la educación literaria y sentimental del autor: desde que en 1957 viaja a París por primera vez gracias a un concurso de cuentos hasta el día en que acude a una perrera para rescatar al Batuque, un “chucho” que le habían regalado. Allí contempló una escena de brutalidad contra los animales de la que tuvo que recuperarse en el primer “cafetucho” que encontró: La Catedral. En 1969, ese episodio abriría Conversación en La Catedral, cuya primera frase entró instantáneamente a formar parte de la historia de la literatura: “¿En qué momento se jodió el Perú?”.

Esa novela fue la primera que redactó como escritor profesional gracias a una figura decisiva en su carrera literaria: Carmen Balcells. Instalados en Londres desde 1966, el novelista y su familia vivían con lo justo gracias a las clases de literatura que él impartía en el Queen Mary College cuando la agente literaria le ofreció un sueldo a cuenta de los derechos de aquella obra maestra en marcha. Con una condición: que se instalase en Barcelona y se dedicara exclusivamente a escribir. Fue lo que hizo entre 1970 y 1974, periodo en el que coincidió en la capital catalana con otro futuro Nobel, García Márquez, sobre el que escribió un estudio de referencia —Historia de un deicidio— y al que le unió una estrecha amistad que acabó rota por un episodio sin aclarar que terminó con Vargas Llosa poniendo un ojo morado a su colega.

Lima, Madrid, París, Londres y Barcelona forman la cartografía vital de un hombre al que le iba como un guante la etiqueta de escritor universal. Bebió de todas las fuentes y participó en todos los debates. Si su maestro literario fue Flaubert -del que aprendió que adonde no llega el talento llega el esfuerzo-, su primer referente ideológico fue Jean-Paul Sartre. Con el tiempo bromearía con su apodo de juventud —el sartrecillo valiente—, pero durante años creyó ciegamente en el compromiso del escritor a la manera teorizada por el filósofo francés. La muerte ha truncado su último proyecto literario: un ensayo sobre su obra.

En 1971, a raíz del caso Padilla, rompió con la revolución cubana —otro de sus fervores— y con el comunismo. A partir de entonces sus influencias soplaron desde la orilla opuesta: un liberalismo político forjado por pensadores como Karl Popper, Isaiah Berlin o Raymond Aron que en lo económico se tradujo en el neoliberalismo de Margaret Thatcher, cabeza visible de la revolución conservadora que triunfó en los años ochenta del siglo XX y tuvo su momento icónico en la caída del Muro de Berlín.

Más de una vez recordó Vargas Llosa, con la ironía soterrada que le caracterizaba, que en la casa de su infancia la definición de liberal la dio su abuela Carmen: “Alguien que no va a misa y que se divorcia”. En una de sus últimas entrevistas de televisión, grabada para el programa de su amiga Mercedes Milá, el Nobel peruano explicó que la familia era para él símbolo del orden, y que lo suyo fue siempre “la aventura”. En efecto, su vida sentimental estuvo atravesada por grandes pasiones que se desarrollaron contra todas las convenciones burguesas: con su tía Julia, 10 años mayor que él; con su prima Patricia, madre de sus tres hijos (Álvaro, Gonzalo y Morgana); o con Isabel Preysler, a la que se unió en 2015, cuando contaba 79 años. Rompieron con cierto escándalo en diciembre de 2022.

En posesión de todos los galardones posibles (del Cervantes al Nobel pasando por el Princesa de Asturias, el Rómulo Gallegos y hasta el Planeta), Mario Vargas Llosa fue miembro de la Real Academia Española (sillón L), corporación en la que ingresó en 1996 con un discurso sobre Azorín al que respondió Camilo José Cela. En noviembre de 2021 se convirtió también en uno de los “inmortales” de la Académie Française pese a no haber escrito una sola línea en la lengua de Molière. “Yo aspiraba secretamente a ser un escritor francés”, dijo en febrero de 2023 al comienzo de su discurso de ingreso en una ceremonia a la que acudió el rey Juan Carlos.

Acostumbrado desde joven a acumular distinciones, siempre dijo que su gran objetivo era no convertirse en estatua. En 2019, cuando parecía que ya no escribiría nada a la altura de sus grandes novelas, publicó la soberbia Tiempos recios, basada en la intervención de la CIA para derrocar —en 1954 y con falsas acusaciones de comunismo radical— el Gobierno tibiamente socialdemócrata de Jacobo Árbenz en Guatemala. La obra se cierra con un párrafo en el que Vargas Llosa, anticastrista acérrimo, demostraba que antes que enemigo de Fidel Castro era amigo de la verdad. La lección guatemalteca, reconocía, llevó a la Cuba revolucionaria a aliarse con la Unión Soviética para “blindarse contra las presiones, boicots y posibles agresiones de los Estados Unidos”. En su opinión, “otra hubiera podido ser la historia de Cuba” si EE UU hubiera aceptado antes la “modernización y democratización” de la Guatemala ensayada por Árbenz. Ese reconocimiento fue una de las últimas lecciones intelectuales de un escritor indiscutible al que le encantaba discutir. Y que siempre afrontó el debate ideológico sin rastro de cinismo.

Para él, escritura y política siempre fueron dos caras de la misma moneda: la de la libertad individual. A costa incluso de la justicia social. Por eso remató su discurso del Nobel recordando que “las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad”. La lectura, añadió, inocula la rebeldía en el espíritu humano: “Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible”. Y en su caso, algo más: ser inmortal para sus lectores.


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