El odio tumbado

No pocos han caído rendidos ante una simplificación tan atractiva como estéril: confundir el crimen con la obra y a quienes matan con quienes lo cuentan

La banda de narcocorridos, Los Razos, durante una presentación en Los Ángeles, California.
La banda de narcocorridos, Los Razos, durante una presentación en Los Ángeles, California.Gilles Mingasson (Getty Images)
Vanessa Romero Rocha

Vanessa Romero Rocha

Apenas ayer supimos que la editorial Anagrama renunció a su derecho a publicar El odio, el nuevo libro de Luisgé Martín. Al menos bajo ese sello, nuestros ojos no leerán el esperado ensayo sobre la maldad humana. Uno que retrata al odio como la más potente fuerza creadora.

El crimen que dio origen al libro ocurrió hace catorce años en Córdoba, España. José Bretón mató a sus hijos —dos y seis años— con somníferos y luego los incineró. ¿El motivo? Hacer daño a su madre. Ella amenazaba con dejarlo.

—Disolví las pastillas machacadas en agua con azúcar y se las di para que bebieran. Antes de poner los cuerpos en el fuego, comprobé que no respiraban, estaban ya muertos. No se enteraron de lo que iba a pasar. Confiaron en mí —confesó Bretón a Luisgé Martín en la cárcel de Herrera de la Mancha, después de decenas de cartas y llamadas.

¿El crimen? Filicidio: homicidio agravado por parentesco, premeditación y crueldad. Por eso, José Bretón pasará cuarenta años en prisión. Veinte por cada hijo.

¿La obra? Literatura. Un retrato del crimen y de su monstruoso autor. Una crónica que se inscribe en el linaje del true crime literarioUn primo hermano de El adversario de Carrère, A sangre fría de Capote o La ciudad de los vivos de Lagioia.

Ha sido Ruth Ortiz —la madre de los niños— quien ha intentado frenar la publicación del libro. ¿Su argumento? Una mezcla novedosa de dolor y derecho: la obra sería una herramienta de Bretón para seguir dañándola, una forma de revictimización, un atentado contra la memoria y la imagen de sus hijos. ¿Y Luisgé Martín? ¿Cómo se atrevió a narrar sin pedirle audiencia a la víctima?

En España, la libertad de expresión y sus límites están en el banquillo.

Hasta ahora —salvo por la renuncia voluntaria de Anagrama a los derechos sobre la obra— expresarse libremente lleva la delantera. Ningún tribunal ha prohibido su publicación.

Todo en orden: no se ha confundido —todavía— el crimen con la obra.

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Algo similar ocurre en nuestro país, donde se debate si debemos prohibir los narcocorridos.

En México, como en España, la libertad de expresión y sus límites también están a juicio.

¿El crimen? Narcotráfico y todo lo que consigo arrastra: homicidios, robos, extorsiones, desapariciones.

¿La obra? Música. Octosílabos que informan quienes manda en cada plaza, las rutas que controlan, su más reciente batalla, su poderío y cuánto cuesta su codiciado reloj. Un primo hermano del reguetón explícito.

Un objeto de comunicación que, aunque los códigos penales están listos para sancionar —apología del delito y exaltación de los vicios—, habíamos preferido dejar de lado.

Fueron Los Alegres del Barranco quienes reanimaron el debate. Bastó para ello una imagen del Mencho proyectada a manera de homenaje durante un concierto en Jalisco. ¿El argumento? Que no podemos permitir la apología del delito. Que está prohibido enaltecer ese estilo de vida. Que el corrido no vaya a ser un imán. Nada de tusi rosada ni coca lavada.

No pocos han caído rendidos ante una simplificación tan atractiva como estéril: confundir el crimen con la obra. Confundir a quienes matan con quienes cuentan. Confundir la obligación de enfrentar a los generadores de violencia con el impulso de silenciar a quienes la retratan. Al menos siete estados de la República ya los han censurado.

Pero más tardamos en prohibir que en volver el bumerán. El primero ya dio la vuelta: inundó nuestras pantallas con lo ocurrido en el concierto de Luis R. Conriquez en la Feria de Texcoco. La censura fue más ruidosa que la canción.

Y eso fue solo el inicio.

Pasará lo mismo que con El odio de Luisgé: cuanto más se vilipendie la obra, más crecerá la demanda y curiosidad.

Así como Anagrama recordó —a propósito del libro de Martín— que, en una sociedad democrática, debe existir un equilibrio entre la libertad creativa como derecho fundamental y otros principios morales, en México, quienes se oponen a prohibir los narcocorridos son más sensatos. Ni se rendirán ante su violencia ni alzarán la mano ordenando su prohibición.

Los moderados en torno a la censura —incluyendo a Claudia Sheinbaum— saben que el combate es real, pero también dialéctico. Reconocen que prohibir no reducirá la violencia ni el consumo al tiempo en que apuestan por otra vía: atención a las causas, deporte y corridos alternativos libres de violencia.

Sin prohibir, comprenden algo más profundo: que el odio no es la única fuerza creadora.


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