Francisco fue audaz en su defensa de los inmigrantes y el medio ambiente pero conservador respecto al papel de la mujer en la Iglesia

Francisco, el 266º Papa de la Iglesia católica y el primero procedente de América, fallecido ayer, ha dejado en estos 12 años de pontificado una huella clara. Su papado se enfocó de forma constante hacia la obligación de la Iglesia para con los pobres, los marginados y, utilizando una expresión suya, “los que se encuentran en las periferias de la sociedad”. La materialización del sentido primitivo del cristianismo. Desde que cambió Buenos Aires por Roma, Jorge Mario Bergoglio se distanció de la pompa del Vaticano. Eligió vivir en la residencia destinada a las visitas (la Casa Santa Marta) en lugar de hacerlo en el tradicional Palacio Apostólico y puso a prueba el protocolo con su inveterada tendencia a improvisar gestos y declaraciones. Sin duda, ha sido el Papa que mejor ha entendido el papel que los medios de comunicación juegan en la sociedad actual. No en vano concedió numerosas entrevistas a cabeceras de todo el planeta —incluido este periódico en 2017— independientemente de su línea editorial. Habló claro y para todos, abriendo la Iglesia al diálogo con otras religiones. Su apuesta por la periferia tuvo también una traducción interna y el colegio cardenalicio que elegirá a su sucesor tiene representantes de todo el mundo en detrimento del enorme peso histórico de Europa. Fue un Papa que trató de estar a la altura de los tiempos.
En una época marcada por el auge del populismo, que han hecho de la xenofobia su bandera, Francisco apeló sin descanso a la solidaridad con los inmigrantes. Uno de sus primeros viajes tuvo como destino la isla de Lampedusa —punto de llegada de decenas de miles de inmigrantes africanos— y en 2016 visitó la isla griega de Lesbos para subrayar la situación crítica de los refugiados sirios. Fueron constantes sus llamamientos a los líderes mundiales para que adoptaran políticas de inmigración humanas, así como su crítica a la criminalización de los solicitantes de asilo. El domingo, horas antes de morir, volvió a hacerlo tras recibir al vicepresidente estadounidense, J. D. Vance.
También resultó innovadora su defensa del medio ambiente, que llevó incluso al plano doctrinal en 2015 a través de la encíclica Laudato Si. En ella enmarcó la lucha contra el cambio climático como una cuestión moral. Su énfasis en la “ecología integral” —la idea de que el cuidado de la naturaleza es inseparable del cuidado de los pobres— recibió una acogida favorable fuera de la Iglesia, pero se encontró con la resistencia interna de los más conservadores, que preferían un papado menos comprometido con esas ideas.
Mención especial merece su condena de la pederastia perpetrada por sacerdotes y religiosos y la exigencia a las conferencias episcopales nacionales de que la combatan de forma efectiva. En este contexto hay que resaltar la orden directa de Francisco a los obispos españoles para que tomaran cartas en el asunto después de que EL PAÍS le entregara la investigación de este periódico sobre cientos de casos acaecidos en España. Pese a ello, no consiguió que la jerarquía española siguiera plenamente sus instrucciones y, finalmente, fue el Parlamento quien encargó al Defensor del Pueblo la primera indagación oficial sobre estos delitos.
También intentó cambiar la aproximación de la Iglesia al colectivo LGTBI al tiempo que mantenía las enseñanzas tradicionales. Su famoso comentario “¿Quién soy yo para juzgar?” —en respuesta a una pregunta sobre la homosexualidad— apuntó a un enfoque más pastoral y menos dogmático, aunque en la práctica nada ha cambiado respecto a sus predecesores salvo por un confuso permiso para impartir “bendiciones” a las parejas homosexuales. Del mismo modo, el papel de la mujer en la Iglesia ha sido objeto de pocos cambios más allá de algunos, escasos, nombramientos de mujeres en puestos de cierta relevancia.
Francisco ha sido un Papa respetado y querido fuera y dentro de la Iglesia y, sin embargo, el que ha recibido críticas más virulentas por parte de sectores integristas. Todas las novedades que introdujo y las que dejó a medias son —junto al modo mismo de gobernar la institución, objeto del último sínodo— la herencia de su sucesor. Y las que permitirán comprobar si la Iglesia sigue la senda reformista iniciada por Francisco o si su pontificado queda como un paréntesis en la historia reciente del catolicismo.
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