Tras las huellas del feminismo socialistaEntrevista a Sheila Rowbotham

abril 2025

La historiadora británica Sheila Rowbotham ha escrito algunas de las obras más destacadas sobre feminismo y socialismo, al tiempo que ha propiciado una historia social «desde abajo», destinada a recuperar legados radicales y a impulsar luchas en el presente. En esta entrevista, Rowbotham repasa los comienzos de su carrera, su activismo político en el feminismo y en la «nueva izquierda», y su relación con otros historiadores e historiadoras, como Edward y Dorothy Thompson.

Mariano Schuster

<p>Tras las huellas del feminismo socialista</p>  Entrevista a Sheila Rowbotham

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Historiadora prolífica e intelectual infatigable, Sheila Rowbotham ha dedicado su vida a pensar la interrelación de las luchas de género y las de clase. Perteneciente a una generación de historiadores marcados por la experiencia de la «nueva izquierda», la trayectoria de Rowbotham se ha distinguido por combinar una reflexión analítica rigurosa con una marcada vocación política. Desde fines de la década de 1960 y principios de la de 1970, la historiadora británica desafió las narrativas dominantes tanto en la política como en la propia disciplina histórica. Sus obras –vinculadas a las luchas por la emancipación de las mujeres, al feminismo y a la historia de una amplia gama de disidentes culturales y políticos que combinaron la fe en el socialismo y el anarquismo con el anhelo de una nueva vida social y sexual– se inscribieron en la «historia desde abajo», la corriente promovida, entre otros, por su amigo y maestro Edward Thompson. A través de libros como Mujeres, resistencia y revolución1 La mujer ignorada por la historia2, Rowbotham puso de relieve las luchas emancipatorias de las mujeres y las enmarcó en perspectivas histórico-sociales novedosas.

Nacida en Leeds en 1943, Sheila Rowbotham ha combinado la docencia y la investigación académica con un fuerte compromiso político-intelectual que se inició con su participación, durante la década de 1960, en la Campaña por el Desarme Nuclear, animada por el filósofo Bertrand Russell. Formó parte de los Jóvenes Socialistas, la organización juvenil del Partido Laborista británico y, durante un breve periodo, se integró en el Grupo Socialista Internacional (luego devenido Partido Socialista de los Trabajadores), de matriz trotskista. A finales de los años 1960, Rowbotham contribuyó a la fundación del Movimiento de Liberación de la Mujer y, durante la década de 1970, participó activamente en la campaña para sindicalizar a las limpiadoras nocturnas, en la Campaña Nacional por el Aborto y en la Campaña Nacional por el Cuidado Infantil. En el plano intelectual, formó parte del History Workshop, el taller de historia ideado por Raphael Samuel a fines de la década de 1960, que tenía la pretensión de construir una nueva «historia desde abajo» ligando a académicos con hombres y mujeres de la clase trabajadora.

Rowbotham se formó en el St Hilda’s College de la Universidad de Oxford y luego cursó estudios de posgrado en el Chelsea College y en la Universidad de Londres. Su tesis sobre el Movimiento de Extensión Universitaria contó con la supervisión de Eric Hobsbawm. Comenzó su carrera docente como profesora de Estudios Liberales en el Chelsea College of Advanced Technology y el Tower Hamlets College of Further Education. Además, impartió clases de historia para población trabajadora adulta en el marco de un programa de la Workers' Education Association. En 1981 fue nombrada profesora visitante de Estudios de la Mujer en la Universidad de Ámsterdam. Entre 1983 y 1986, trabajó como investigadora para el Departamento de Industria y Empleo del Consejo del Gran Londres. Entre 1987 y 1989 fue tutora del curso de maestría en Estudios de la Mujer en la Universidad de Kent y profesora visitante en la Universidad de París VIII. En 1995 comenzó su trabajo en la Universidad de Manchester, donde ejerció como docente de Historia de Género y Trabajo en el departamento de Sociología. Ahora es investigadora honoraria en la Escuela de Ciencias Sociales dentro de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Mánchester e investigadora visitante en la Escuela de Sociología, Política y Estudios Internacionales de la Universidad de Bristol. También es miembro de la Royal Society of Arts.

Es autora de diversos libros, traducidos a distintos idiomas. Entre ellos se destacan Women’s Liberation and the New Politics [La liberación de la mujer y la nueva política] (1969); Mujeres, resistencia y revolución (1972); Mundo de hombre, conciencia de mujer (1973); La mujer ignorada por la historia (1973); Socialism and the New Life: The Personal and Sexual Politics of Edward Carpenter and Havelock Ellis [Dos pioneros de la liberación sexual: Edward Carpenter y Havelock Ellis] (1977); A New World for Women: Stella Browne, Socialist Feminist [Un nuevo mundo para las mujeres: Stella Browne, feminista socialista] (1977); Beyond the Fragments: Feminism and the Making of Socialism [Más allá de los fragmentos: el feminismo y la construcción del socialismo] (1979); A Century of Women: The History of Women in Britain and the United States [Un siglo de mujeres: la historia de las mujeres en Gran Bretaña y Estados Unidos] (1997); Promise of a Dream: Remembering the Sixties [Promesa de un sueño: recordando los 60] (2000); Edward Carpenter: A Life of Liberty and Love [Edward Carpenter: una vida de libertad y amor] (2008); Dreamers of a New Day: Women Who Invented the Twentieth Century [Soñadoras del nuevo día: mujeres que inventaron el siglo XX] (2010); Rebel Crossings: New Women, Free Lovers, and Radicals in Britain and America [Cruces rebeldes: nuevas mujeres, amantes libres y radicales en Gran Bretaña y Estados Unidos] (2016); Daring to Hope: My Life in the 1970s [Atreverse a tener esperanza: mi vida en los 70] (2021) y Reasons to Rebel: My Memories of the 1980s [Razones para rebelarse: Mis recuerdos de los años 80] (2024).  

En esta entrevista, la historiadora británica dialoga con Nueva Sociedad sobre la historia de los movimientos feministas y su interrelación con las luchas socialistas y anarquistas, a la vez que repasa su propia trayectoria en el campo historiográfico y político.

Profesora Rowbotham, usted tiene una extensa trayectoria en el campo del análisis histórico. Ha escrito una gran cantidad de trabajos en los que analiza la historia de las mujeres y, además, ha estado vinculada directamente a los movimientos feministas nacidos a fines de la década de 1960 y principios de la de 1970. Me gustaría comenzar preguntándole si algunos de esos intereses estaban vinculados al ambiente de su infancia. En numerosas ocasiones, usted ha comentado que proviene de una familia políticamente conservadora, pero vinculada a la clase trabajadora y a la clase media de Leeds. ¿Cómo fue aquella infancia? ¿En qué medida se sentía interesada por las opiniones políticas que pudieran tener sus padres? ¿Cómo era su relación con la lectura?

Lo primero que debo decirle es que mi infancia transcurrió en distintos sitios. Nací en 1943 en Harehills, una zona fronteriza y de clase obrera de Leeds en la que viví hasta los siete años, y en la que mis padres se habían establecido no bien comenzaba la década. Mi padre, que provenía de una familia de granjeros del sur de Yorkshire, era el séptimo de 14 hermanos, y gracias a los estudios de Ingeniería que realizaba por la noche, consiguió salir de la granja para trabajar como ingeniero en minas de carbón. Conoció a mi madre, Jean, que era de Sheffield, y en los años 20 se escaparon juntos a la India, donde mi padre trabajó como ingeniero. Cuando regresaron a Gran Bretaña, una década más tarde, la depresión económica los llevó a atravesar una época difícil. A mi padre le costó encontrar trabajo, pero las cosas mejoraron cuando nos mudamos de Harehills a Roundhay, un barrio de clase media baja, donde adquirimos cierta prosperidad económica. En términos políticos, ambos eran conservadores, aunque los tonos del conservadurismo de mi padre y de mi madre eran bastante distintos entre sí. Mi padre tenía una posición más bien imperialista. Si bien no había formado parte de las clases altas durante su estancia en la India, había desarrollado cierto orgullo por el Imperio Británico y consideraba que los indios no apreciaban sus virtudes. En esa posición se traslucía un fondo racista, pero que contrastaba con el de mucha gente para la que el problema siempre eran los judíos. Tanto mi padre como mi madre se oponían al antisemitismo, que entonces estaba muy extendido en Leeds, donde había una fuerte presencia judía. Mi padre estaba influido por un buen amigo suyo, el señor Kessler, propietario judío de una tienda de electricidad, que lo había ayudado mucho cuando sufrió un derrame cerebral.

Ciertamente, mi padre no tenía ideas progresistas, pero algunos años después de su muerte descubrí que en su juventud había leído el periódico Clarion, de tendencia socialista, y que incluso había votado a un político socialista local. Era una persona extraña. Por un lado, sostenía posiciones conservadoras y a veces racistas, defendía el Imperio y el dominio del Raj británico en la India, pero también había votado por el Partido Laborista en las primeras elecciones luego del fin de la Segunda Guerra Mundial, porque creía que un gobierno laborista sería mejor para los que no tenían trabajo. Al mismo tiempo, era un hombre paternalista que creía tener toda la autoridad en el hogar. Sin embargo, no la tenía en absoluto. Mi madre, que era algo así como una conservadora moderada, aceptaba muchas de las ideas de mi padre, pero era, en realidad, una especie de anarquista en las relaciones personales y una rebelde contra su control. Era una mujer fuerte, de gran espíritu, que se había criado en Sheffield, donde su padre era dueño de una pequeña fábrica de armas para deportistas de clase alta. Mi madre no tenía interés ni en la política ni en la religión. Le gustaban, en cambio, las novelas románticas y, sobre todo, la moda y las compras. Admiraba a Marilyn Monroe, disfrutaba de los bailes de salón y siempre estaba atenta a las cosas nuevas. Y aunque siempre había votado por los conservadores, mantenía una suerte de rebeldía instintiva contra el poder y la autoridad.

En cuanto a la lectura, me atrajo desde la infancia. Solía pedirle libros históricos y románticos a mi madre. Cuando tenía diez años me enviaron a Hunmanby Hall, un internado metodista, y mientras estuve allí descubrí las palabras. Me abrí camino en la biblioteca. Leí a Jane Austen, a las hermanas Brontë, a Keats y a Rousseau. Los libros me parecían fascinantes. 

Acaba de mencionar su educación en un colegio ligado al metodismo y no puedo sino pensar en los diversos historiadores marxistas británicos que estuvieron ligados, de distintas maneras, a esa denominación religiosa. Pienso, por supuesto, en Edward Thompson, pero también en Christopher Hill, quien le dedicó su famoso libro sobre los orígenes intelectuales de la revolución inglesa a T.S. Gregory, el pastor de su adolescencia. ¿Había alguna actitud religiosa en su familia que contribuyese a que la enviaran a una escuela asociada al cristianismo no conformista? ¿Qué supuso para usted ir a la escuela metodista? 

En realidad, ni mi padre ni mi madre eran metodistas. De hecho, no tenían ninguna filiación religiosa. Nunca iban a la iglesia y tampoco leían o citaban la Biblia, a tal punto que creo que no había ninguna en nuestra casa. A mi padre le gustaba definirse como un hombre tolerante, pero siempre aclaraba que no le gustaban ni los metodistas ni los galeses [risas]. Y aun así, fue él quien decidió enviarme a la escuela metodista. La razón por la que lo hizo no era religiosa. Como vivíamos en Leeds, una típica ciudad industrial del siglo XIX con mucha contaminación ambiental, yo siempre estaba tosiendo y ahogándome. Fue entonces cuando un conocido le dijo a mi padre que me vendría bien estar cerca del mar, pues el aire salino beneficiaría mis bronquios. Fue así como un día, cuando tenía diez años, me subí al coche con mi madre y con mi padre y viajamos hasta Hunmanby, en East Yorkshire. Allí, en esa ciudad costera a la que siempre llegaban los vientos fríos del Mar del Norte –lo que al final hizo que no dejara de toser-, estaba mi nueva escuela: el internado metodista para niñas Hunmanby Hall.

En Hunmanby Hall no solo me vi obligada a desafiar el frío, sino también a adaptarme a horarios y normas muy rígidas. La escuela, sin embargo, era muy tolerante, incluso en términos religiosos. Los docentes eran comprensivos y respetuosos, y nadie intentaba imponernos ningún tipo de fundamentalismo cristiano. Por supuesto, teníamos clases sobre cristianismo y aprendíamos la historia del movimiento metodista, lo que implicaba, entre otras cosas, conocer la vida de [John] Wesley y las rupturas con el «metodismo primitivo». Estos cismas fueron duraderos. En la escuela, había una profesora de historia a la que yo apreciaba mucho y que fue un pilar en mi formación. Se llamaba Olga Wilkinson y provenía de una familia de granjeros de East Yorkshire. Metodista y votante liberal, nos animaba a preguntarnos por el origen de las cosas y, con el impulso que le daba su pasión por la arquitectura, nos llevaba a antiguos jardines e iglesias medievales para mostrarnos las huellas de un pasado que todavía nos rodeaba.

El metodismo tuvo aspectos muy interesantes y vitales para mí porque proponía una perspectiva que trascendía la búsqueda del consumo, tan arraigada en la sociedad de la época y, debo decir, en mi propia familia. Me permitió imaginar propósitos trascendentes para la vida, propósitos que fueran más allá de las aspiraciones materialistas. Desafortunadamente, cuando en mi adolescencia temprana le dije a mi padre que quería ser recibida como metodista, surgió un conflicto. Aunque me había enviado a una escuela metodista, no le interesaron mis argumentos teológicos. En su pueblo natal, los anglicanos eran socialmente superiores, así que, de convertirme en algo, debía ser en eso. Simplemente no me escuchó.

En Promise of a Dream [Promesa de un sueño], usted cuenta que, antes de ingresar en la universidad y de abocarse a la historia, pero también a la militancia feminista y socialista, tuvo un período beatnik en París, que se produjo justo en el momento en que el conflicto entre Francia y Argelia se había recrudecido. ¿Cómo vivió aquel tiempo en París? ¿En qué medida se interesó por el proceso de descolonización de Argelia y por la forma en que ese proceso era vivido en Francia?

La verdad es que aunque había viajado a París con el objetivo de mejorar mi francés, terminé pasando mis días rondando por un café llamado Mónaco, en el que se reunían tantos estadounidenses que mi francés nunca mejoraba demasiado. El bar era frecuentado por una clientela muy diversa, entre la que se encontraban exiliados de la Guerra Civil Española e incluso un ex-miembro de la guerrilla anticolonial keniana de los Mau Mau, además de artistas y escritores, que congeniaban muy bien con los vagabundos, los alcohólicos y los delincuentes de poca monta que también se sentían atraídos por aquel café. Muchos de esos artistas estaban imbuidos en la estética beatnik de jeans y chaquetas negras que a mi padre le desagradaba profundamente.

En París no solo conecté con la estética y la cultura beatnik, sino que me impactó todo aquello que estaba sucediendo alrededor de la cuestión argelina. La situación era turbulenta: llegué a ver a gendarmes franceses apuntando a jóvenes argelinos con ametralladoras. Esas situaciones, que eran permanentes y sucedían en todas partes, me provocaban una instintiva empatía con los argelinos, que estaban siendo víctimas de una clara y notoria discriminación. Piense que, cuando yo llegué a París, acababa de votarse el referéndum en el que la mayoría de los franceses se habían posicionado a favor de la autodeterminación de los argelinos. Eran los tiempos en que los colonos franceses en Argelia estaban formando la banda paramilitar Organización del Ejército Secreto [OAS, por sus siglas en francés] para oponerse a la independencia y al gobierno de [Charles] de Gaulle. Recuerdo muy bien mi estupor al ver que Albert Camus y Jean-Paul Sartre, a quienes había leído y a quienes consideraba parte de mis ídolos, estaban enfrentados, entre otras cuestiones, por las posiciones de la izquierda sobre la independencia argelina. En aquel momento, yo no comprendía completamente la tensión entre ambos.

En 1961 usted ingresó en el St Hilda’s College de la Universidad de Oxford para estudiar Historia. ¿Qué implicó para usted cursar sus estudios en una institución que, incluso hasta 2008, solo admitía mujeres? ¿Cómo era el entorno político y cultural de St Hilda’s y cómo encajó usted, que llegaba con su estilo beatnik y sus incipientes ideas de izquierda?

En aquel entonces, las estudiantes eran una minoría en Oxford. La mayoría de las universidades eran solo para varones. Y mi estilo beatnik no encajaba del todo bien. Una de las profesoras me reprendió por tener un aspecto «notoriamente desaliñado». Aunque más tarde supe que siempre había habido una minoría de chicas rebeldes en St Hilda’s, mis primeros encuentros fueron desagradables. En lugar de encontrarme con intelectuales iconoclastas, me topé con una estudiante que me preguntó por qué leía poesía (creo que sostenía un libro de Rimbaud) si había ido allí para estudiar historia. ¡Estas actitudes eran mucho más estrechas que las que había visto en mi escuela secundaria!

A diferencia de lo que había imaginado, St Hilda’s tenía normas muy rígidas y anticuadas que todas las muchachas debíamos obedecer. Había que registrarse para salir y estaba terminantemente prohibido volver después de la medianoche. Me quedó muy claro que mis fantasías sobre la universidad como un espacio lleno de jóvenes buscando entender el mundo y conversando libremente no eran más que una ilusión. Sin embargo, rápidamente forjé buenas amistades, algunas de las cuales perduraron a lo largo de mi vida, como la de Hermione Harris, que provenía de una familia cuáquera y estudió Antropología, investigando casos de posesión espiritual en una iglesia africana en Hackney. También trabé amistad con Judith Okely, que en 1961 organizó una exitosa campaña para conseguir que las mujeres pudieran ser miembros plenas de la Oxford Union, la sociedad de debate asociada a la Universidad de Oxford. Muchos años después, Judith escribiría una biografía de Simone de Beauvoir.

Usted ha comentado en diversas ocasiones que en St Hilda’s tuvo profesores de corte muy conservador, como el historiador Charles Stuart. Sin embargo, salió de allí como una historiadora asociada a posiciones de izquierda. ¿Quiénes la influyeron en la universidad?

Charles Stuart, mi tutor de historia europea, era particularmente conservador, tanto por sus posiciones políticas como por su forma de ver la historia. De hecho, solo aceptaba el uso de fuentes del universo diplomático. Stuart tenía, además, un problema para pronunciar la «r», por lo que siempre estaba haciéndome preguntas bajo el nombre de «señorita Lowbottham». Por suerte, además de Stuart y de otros conservadores, también estaba Bridget Hill, la tesorera de St Hilda’s, una historiadora de enorme entusiasmo que se hacía tiempo para conocer a cada una de las estudiantes. Bridget estaba casada con el historiador Christopher Hill y, al igual que él, había formado parte del Partido Comunista. Tuve suerte con la gente que conocí en mi juventud. Cuando en 1970 celebramos en Oxford la primera Conferencia Nacional de Liberación de la Mujer, Bridget y Christopher estaban allí como parte del público. Más tarde, Bridget escribiría sobre las mujeres del siglo XVIII y reflexionaría sobre cuestiones históricas asociadas con el género.

Además de Bridget, me alentó una de mis profesoras en Oxford que, como ella, era socialista. Se trataba de Beryl Smalley, una marxista católica conocida por sus estudios sobre el humanismo durante la Edad Media. Fue ella quien, un día, me hizo una de las mejores recomendaciones que se le podían hacer a una joven que empezaba a interesarse en el socialismo: «No leas a la gente que escribe sobre Marx, lee a Marx». Y seguí su consejo. También me animó Trevor Aston, un historiador de izquierda que, en aquel entonces, era el editor de la revista de historia social Past and Present. Tomé cuatro clases particulares con él sobre historia medieval. Recuerdo que un día le pedí su opinión sobre el libro En pos del milenio de Norman Cohn y me respondió recomendándome Rebeldes primitivos de Eric Hobsbawm, un libro pionero de la historia social dedicado al milenarismo. Me dijo que Hobsbawm era su amigo y también crítico de jazz para The New Statesman. Eso me pareció particularmente interesante.

¿Y qué hay de Richard Cobb, el historiador marxista destacado por sus estudios sobre la Revolución Francesa? ¿En qué medida influyó en usted en términos teóricos? ¿Cómo fue su relación con él?

Oh, tener a Richard Cobb como tutor y docente fue realmente importante para mí. Tengo que agradecerle a Beryl Smalley por eso, dado que fue ella quien me impulsó a tomar clases con él. En aquel momento, Richard estaba embarcado en sus estudios sobre la Revolución Francesa y me mostró que la historia podía enseñarse no solo centrándose en las personas con poder y en las instituciones que controlaban, sino también a través de las experiencias de los pobres. Él estaba, sin dudas, influenciado por el grupo de historiadores de izquierda que abordaban la «historia desde abajo». La pasión con que veía la historia se transmitía en sus clases y tutorías, que nunca eran aburridas o solemnes. Sin embargo, era un hombre muy erudito. A veces le preguntaba si había leído algún artículo en particular y la respuesta siempre era «sí». ¡Y realmente parecía que lo había hecho! Nunca supe si estaba diciendo la verdad o tomándome el pelo, pero era muy divertido desafiarlo.

En su libro Promise of a Dream, en el que relata su vida durante la década de 1960, cuenta que conoció a Edward y Dorothy Thompson a través del propio Cobb. ¿Qué supuso ese primer encuentro con la pareja de historiadores marxistas que, por entonces, ya estaban configurando lo que luego se conocería como «historia desde abajo»?

Richard Cobb tenía vínculos con varios historiadores marxistas, particularmente en Francia. Además, había enseñado en la Universidad de Leeds en el mismo momento en que Edward Thompson daba clases para estudiantes adultos en el denominado Departamento Extramuros de esa casa de estudios. Y fue así como ambos se conocieron. Christopher Hill, que al igual que Edward había sido miembro del Partido Comunista hasta 1956, también tenía relación con Richard. De hecho, Richard había sido designado en el puesto de Hill en el Balliol College cuando este se convirtió en director de la universidad. Más tarde me enteré del ostracismo y el aislamiento que los historiadores de izquierda habían experimentado durante la Guerra Fría. Claramente, eso fortaleció su compromiso mutuo.

Lo cierto es que un día, mientras le pedía recomendaciones de lecturas para las vacaciones, Richard me comentó que probablemente me gustaría conocer a unos amigos suyos llamados Edward y Dorothy. «Siempre están escribiendo sobre los cartistas», me dijo. Luego, me indicó que vivían en Halifax. Como yo me aburría bastante en mi casa en Leeds y ellos vivían bastante cerca, decidí ir a visitarlos. Los llamé por teléfono y les comenté que era alumna de Richard Cobb y me respondieron que me recibirían encantados. En ese momento yo no tenía ninguna idea de que ellos eran historiadores importantes, que habían sido parte de los que habían dejado el Partido Comunista tras la invasión de la Unión Soviética a Hungría, y mucho menos que se convertirían en personas centrales durante toda mi vida.

Cuando llegué, Dorothy me recibió muy amablemente y pasamos un largo rato charlando. Pero Edward nunca aparecía. En un momento dado, Dorothy se escabulló y luego Edward salió rápidamente de su estudio y se unió a la conversación. Después, me revelaron que Edward se había estado escondiendo porque ambos pensaban que yo había quedado embarazada de Richard y que había ido a su casa a contarles mis desgracias. Al verme perfectamente animada y feliz, Dorothy se dio cuenta rápidamente de que todas sus suposiciones sobre un posible embarazo eran incorrectas. Me enteré de que ella le había susurrado a Edward: «todo está bien». Y así fue como pude charlar con ambos. Me reí cuando finalmente me lo dijeron. La idea de quedar embarazada de Richard era absolutamente absurda para mí. ¡Cuando yo era estudiante, la gente como Richard, que tenía unos cuarenta años, me parecía absolutamente anciana!

A partir de ese día, los adopté como parte de mi propia familia y ellos se encariñaron conmigo. Dorothy me dijo más tarde que habían empezado a sentirse desconectados de la gente de mi generación porque sus estudiantes de clase trabajadora y extraescolares eran mucho mayores. Iba a verlos frecuentemente y pasaba mucho tiempo en su casa, escuchando, charlando, observando y leyendo libros de su maravillosa biblioteca. El encuentro con Edward y Dorothy fue sin dudas uno de los más importantes que tuve en mi vida.

¿Aquellos primeros encuentros con los Thompson estaban atravesados por charlas políticas? ¿Conversaban, por ejemplo, sobre la izquierda y la crisis que ambos habían vivido por su salida del Partido Comunista Británico?

¡Claro! Hablábamos mucho de política y no siempre estábamos de acuerdo. En los 60 yo había comenzado a acercarme cada vez más a la izquierda, participando, sobre todo, en la Campaña por el Desarme Nuclear, que tenía un apoyo inequívoco de Edward y Dorothy. Sin embargo, más tarde, cuando se produjo el surgimiento del movimiento estudiantil radical y los manifestantes contra la guerra de Vietnam se enfrentaron con la policía, Edward temió que estos procesos provocaran una reacción violenta de la derecha que acabara produciendo un aislamiento de la izquierda.

Después de abandonar el Partido Comunista y criticar la invasión soviética de Hungría en 1956, tanto Edward como Dorothy se volvieron activos en la primera ola de la «nueva izquierda», a punto talque crearon una interesante revista llamada The New Reasoner. Pero yo llegué a ver que, tanto en el plano personal como en términos políticos, la ruptura con el comunismo les había resultado muy dolorosa. Ellos mismos me contaron que la salida del Partido Comunista los había distanciado de muchos amigos. En definitiva, separó a muchas personas que habían trabajado muy estrechamente. Sospecho que fue difícil para quienes sufrieron el ostracismo durante la Guerra Fría explicar sus sentimientos a jóvenes como yo, que no habíamos vivido esa época. Al observar todo esto desde fuera, me quedé con la sensación de que no podría unirme al Partido Comunista, aunque no sentía hostilidad hacia quienes sí lo hacían. De hecho, los comunistas solían ser más tolerantes que los trotskistas con los izquierdistas que no compartían su misma visión.

Ha mencionado su compromiso con la Campaña por el Desarme Nuclear, que fue ideada por Bertrand Russell a fines de la década de 1950 y se volvió muy potente en los primeros 60. Pero ¿cómo comenzó su compromiso político con la izquierda? ¿Cómo fueron sus primeras participaciones en el universo de las organizaciones socialistas? ¿Cómo entró en contacto con el entorno de la New Left Review?

Poco después de comenzar mis estudios en St Hilda’s, me vi atraída hacia un entorno de izquierda a través de la Campaña por el Desarme Nuclear [CND, por sus siglas en inglés] y de mi relación con Bob Rowthorn, un talentoso matemático que en aquel entonces era mi pareja. Bob, que tenía 23 años, era un miembro activo de la CND. Se había radicalizado durante sus estudios de posgrado en Berkeley y mantenía amistad con algunos integrantes de la New Left Review, como Gareth Stedman Jones y Robin Blackburn.

Gracias a Bob, me sumergí en un ambiente de debate y discusión, y me entusiasmé con la lectura de Marx. También descubrí a la anarcocomunista Emma Goldman a través de una biografía de Richard Drinnon titulada Rebel in Paradise [Rebelde en el paraíso]. Aunque más tarde adopté posturas socialistas y marxistas más definidas, en aquel momento me sentía cercana al anarquismo. Me apasionaba, además, la historia de las mujeres rebeldes, entre las que estaban Flora Tristán, Mary Wollstonecraft y Olive Schreiner, así como la de militantes socialistas, anarquistas y radicales del pasado.

Gracias a Edward y Dorothy Thompson, y a los libros que había en su casa, pude conocer a innumerables hombres y mujeres que habían desarrollado ideas socialistas y de izquierda durante la época victoriana. Muchos de los libros que Edward había utilizado como fuentes para escribir su obra William Morris: de romántico a revolucionario me permitieron adentrarme en el mundo de los socialistas de antaño.

Recién comentaba sobre su relación con miembros de la New Left Review por un lado, y con Edward y Dorothy Thompson por el otro. ¿Cómo veía en aquel contexto las divisiones que se estaban produciendo en la llamada «nueva izquierda»?

Cuando empecé a adentrarme en el socialismo a principios de los años 60, la primera «nueva izquierda» -un movimiento amplio surgido tras la dolorosa ruptura con el Partido Comunista en 1956- ya había sido desplazada por una generación más joven de izquierdistas agrupados en torno de la New Left Review. Muchos de quienes, como los Thompson, se habían opuesto al apoyo del PC a la invasión soviética de Hungría, buscaban construir un socialismo distinto, que rompiera con el estalinismo y recuperara una perspectiva humanista y marxista.

Antes de la aparición de la New Left Review, E.P. Thompson y John Saville habían creado su propia publicación, The New Reasoner. En 1959, apenas dos años después de su fundación, esta revista se fusionó con la que estaban desarrollando Stuart Hall y Raphael Samuel, llamada Universities and Left Review. Así, en 1960, nació la New Left Review. De este modo, existían dos «nuevas izquierdas»: una representada por la generación de E.P. Thompson y otra liderada por figuras algo más jóvenes, como Raphael Samuel -que también había roto con el Partido Comunista- y Robin Blackburn.

Según recuerdo, cuando conocí la New Left Review, ya había tensión entre ambos grupos. El objetivo de Thompson había sido construir una «nueva izquierda» que superara, como él mismo escribió, las divisiones internas y el faccionalismo. Pero al final, las cosas no salieron como él esperaba.

Luego de terminar sus estudios en St Hilda’s, usted tuvo también la posibilidad de vincularse a otro historiador marxista de relevancia. Me refiero a Eric Hobsbawm, quien fue el tutor de su tesis de doctorado. ¿En qué medida influyó en usted? ¿Cómo fue su relación con él?

Cuando terminé mis estudios en St Hilda’s en 1964, me mudé con Bob a Hackney, en el noreste de Londres, y comencé un doctorado en el Chelsea College con la intención de escribir una tesis sobre el Movimiento de Extensión Universitaria, un colectivo que, a finales del siglo XIX y principios del XX, había buscado llevar la educación superior a la clase trabajadora. Mi supervisor de tesis fue Eric Hobsbawm. Fue un excelente tutor. Pero aunque admiraba sus libros, no me influyó en términos políticos.

Por supuesto, valoraba tenerlo como supervisor, ya que algunas de sus obras me habían fascinado, en particular Rebeldes primitivos. Tenía un carácter más bien brusco y abrupto, quizás debido a esos matices austriacos en su inglés, producto de su infancia en Viena. A veces, cuando hacía un comentario poco intelectual, me miraba con extrañeza y decía: «¿Qué has dicho?». Yo venía de un entorno familiar de pequeños comerciantes en Yorkshire, donde el debate de ideas era más bien escaso.

A mediados de la década de 1960 usted se unió a los Jóvenes Socialistas, la rama juvenil del Partido Laborista. Para cualquiera que esté familiarizado con su trabajo y sus ideas, esto puede parecer un hecho extraño. De hecho, antes de leer sus libros Promise of a Dream y Daring to Hope [Atreverse a tener esperanza], ubicaba su filiación política inicial más cerca de grupos trotskistas o socialistas libertarios. ¿Por qué decidió unirse a la rama juvenil del Partido Laborista y cómo la llevó ese primer acercamiento a vincularse con otros grupos más radicales?

Mi relación con los Jóvenes Socialistas comenzó cuando me establecí en Hackney, justo cuando comenzaba mi trabajo de investigación sobre el Movimiento de Extensión Universitaria. Aunque tenía posiciones ubicadas a la izquierda del Partido Laborista, consideraba que ese era el partido que contaba con el apoyo de la clase trabajadora. Pero cuando ingresé, los Jóvenes Socialistas del Partido Laborista estaban en crisis. Varios grupos trotskistas se habían unido como miembros, adoptando una práctica conocida como «entrismo». Dentro de los Jóvenes Socialistas de Hackney se destacaban dos grupos trotskistas: la Militant Tendency (Tendencia Militante) y los International Socialists (Socialistas Internacionales). Estos debatían constantemente si la Unión Soviética era un Estado obrero degenerado que podía retomar su rumbo socialista mediante reformas o si, en realidad, era una forma de capitalismo de Estado. Esas cuestiones, claro, quedaron sin resolverse. Cuando el Partido Laborista ganó las elecciones en 1966, todos celebramos el fin de muchos años de gobiernos conservadores y llegamos a imaginar que quizá podríamos presionar a Harold Wilson, el nuevo primer ministro, para que adoptara posturas más socialistas. Pero esas esperanzas resultaron ser cada vez menos viables.

En ese contexto, usted se acercó y adhirió a uno de los grupos que operaban en el interior del Partido Laborista y que estaba claramente asociado al trotskismo. Me refiero a los Socialistas Internacionales, la organización fundada por Tony Cliff. ¿Qué la motivó en aquel tiempo a sumarse a aquel grupo? ¿Cómo fue su experiencia en esa organización?

Me uní a los Socialistas Internacionales en 1968, después de que el político ultraconservador Enoch Powell pronunciara su famoso discurso de los «ríos de sangre»3. Yo ya conocía a algunos de sus miembros por su participación en los Jóvenes Socialistas de Hackney y valoraba positivamente tanto su apertura teórica como sus prácticas focalizadas en distintos temas. Me gustaba que se involucraran en cuestiones que afectaban realmente a la población trabajadora, y que se insertaran en las luchas contra el racismo y en el combate contra los alquileres abusivos en distintas partes de Londres. También compartía su énfasis en la necesidad de que los estudiantes se vincularan con la clase obrera. Sin embargo, en el momento en que ingresé, los Socialistas Internacionales se estaban convirtiendo en el Partido Socialista de los Trabajadores [SWP, por sus siglas en inglés], y se produjeron importantes cambios organizativos. El dramático y escalofriante discurso de Powell sobre los «ríos de sangre» llevó a la dirección del SWP a argumentar que el avance de los fascistas era inminente, por lo que defendieron la necesidad de una organización centralizada y leninista. Eso implicaba quitar poder a las secciones locales y dárselo a la dirección del partido. Así que, con mis críticas a ese modelo, no duré mucho tiempo allí.

Profesora Rowbotham, me gustaría preguntarle por un aspecto de su vida y de su obra que le ha dado un enorme reconocimiento: el de su trabajo dentro del movimiento feminista. ¿Cuáles fueron las razones que la impulsaron a interesarse particularmente en la cuestión de género? ¿En qué medida ese interés fue atravesado por las ideas de la «nueva izquierda» y cómo se conectó esa militancia inicial con sus perspectivas historiográficas?

Mi involucramiento en el Movimiento de Liberación de la Mujer en Gran Bretaña en 1969 estuvo influido por las lecturas de Emma Goldman, Simone de Beauvoir y Aleksandra Kolontái. Por otra parte, aunque yo me había criado en un hogar conservador, mi madre siempre había hablado de la importancia de que las mujeres se liberaran del control de los varones y, de algún modo, construyeran una vida independiente.

Inicialmente, cuando era estudiante universitaria, solía enmarcar mis ideas bajo el concepto de «emancipación» más que bajo el de «feminismo». Sin embargo, me rebelaba contra la desigualdad y me indignaba la forma en que las mujeres eran etiquetadas y tratadas en la sociedad capitalista. Y cuando me convertí en socialista, también vi cómo algunos hombres de izquierda nos menospreciaban.

Empecé a leer sobre la historia de las mujeres trabajadoras de los siglos XIX y principios del XX, que se habían organizado en movimientos cooperativos y socialistas con el objetivo no solo de erradicar el capitalismo, sino también de transformar la vida cotidiana. Los debates sobre anticoncepción y aborto, sobre cómo dar a luz, el cuidado de los niños y las relaciones sexuales personales estaban resurgiendo y me vi empujada hacia esa escena.

En 1969 me uní a un grupo que estaba desarrollando una nueva revista de izquierda llamada Black Dwarf [Enano negro] y escribí un artículo sobre las mujeres en un número del que fui editora adjunta. Fue mi primer texto sobre la liberación de la mujer.

Entiendo que cuando se refiere a Black Dwarf habla de la revista fundada por el historiador y periodista Tariq Ali, que entonces era miembro del International Marxist Group. ¿Cómo comenzó a participar de la revista y qué implicó para usted ser la coeditora de un número sobre la liberación de las mujeres?

Black Dwarf había sido ideada en el momento de efervescencia de los movimientos de 1968 y, tal como usted dice, Tariq Ali había sido uno de sus impulsores. Conocía a Tariq de la universidad y él me animó a participar. Clive Goodwin, un agente literario a quien conocí a través de Tariq, también fue clave en la formación de la revista. El hecho de que el grupo detrás de la publicación estuviera formado por escritores y diseñadores de izquierda era algo que me atraía especialmente.

Un tiempo después de mi ingreso a la revista, algunos varones propusieron publicar fotos de mujeres sexys de estilo pin-up para atraer más público. Esto, lógicamente, me indignó. En cualquier caso, se decidió que Black Dwarf haría un número dedicado específicamente a la liberación de la mujer. En Gran Bretaña estaban comenzando a formarse pequeños grupos de mujeres, y ya había surgido un movimiento en Estados Unidos. La edición de ese número quedó a cargo de Fred Halliday que, como había leído a Wilhelm Reich -célebre por sus contribuciones a la sexología- era considerado algo así como un experto en el tema. Pero yo comencé a exponer mis ideas con bastante vehemencia y se decidió que sería la asistente principal del número de Black Dwarf sobre las mujeres. Así que lo que finalmente sucedió fue que Fred escribió un editorial sobre la familia, mientras que yo me ocupé de conseguir el resto de los artículos. Contacté a varias mujeres que escribieron sobre la experiencia de la maternidad, la anticoncepción y la planificación familiar.

Cuando escribí mi propio artículo, intenté articular mis experiencias personales y extraer de ellas implicaciones políticas. Fue entonces cuando empecé a pensar en mí misma como una «mujer». Claro que era una mujer, pero no me concebía en esos términos de una forma política. Eso cambió al trabajar en Black Dwarf.

En 1969 usted publicó La liberación de la mujer y la nueva política, un ensayo en el que planteaba una perspectiva sociológica e histórica sobre el feminismo que, aunque bebía claramente del marxismo, afirmaba, entre otras muchas cosas, que la subordinación de las mujeres no podía reducirse simplemente a la explotación en términos de clase. ¿Qué fue lo que la motivó a escribir ese primer ensayo? ¿Cuáles fueron los marcos reflexivos que la impulsaron a trabajar desde esa perspectiva?

La liberación de la mujer y la nueva política fue publicado por MayDay Manifesto, el grupo que había nacido en 1968 y en el que participaban Edward y Dorothy Thompson, Raymond Williams y Stuart Hall. En el folleto intenté situar lo que llamaba la «cuestión de la mujer» en un marco más general, es decir, en la «cuestión del pueblo», y busqué mostrar que la liberación de las mujeres estaba unida a la de todos aquellos que estaban siendo oprimidos. El texto reflejaba algunas de las lecturas que estaba haciendo en ese momento, entre las que se incluían las de León Trotsky y Frantz Fanon, Simone de Beauvoir, Antonio Gramsci y Aleksandra Kolontái. De hecho, el texto concluía con una cita de Trotsky contra el egoísmo masculino en la vida cotidiana. Tuvo muy buena circulación y luego fue reeditado por Spokesman Books.

Arielle Aberson, una estudiante suiza del Ruskin College, fue de vital importancia en ese momento. Fue ella quien me impulsó a escribir el panfleto. Arielle, que trabajaba en una tesis sobre el movimiento estudiantil francés previo a la Comuna de París, me habló del libro de Édith Thomas The Women Incendiaries [Las mujeres incendiarias] sobre las petroleuses, las obreras que habían sido activas en la Comuna de París, y sobre Histoire et sociologie du travail feminin [Historia y sociología del trabajo femenino], de la socióloga histórica Évelyne Sullerot. Arielle también me animó a escribir el libro para Penguin que se convertiría en Mujeres, resistencia y revolución. Este trascendió el ámbito británico y fue traducido a muchos idiomas. Les debo mucho tanto a Arielle como a Neil Middleton, quien luego sería mi editor en Penguin. No tenía en absoluto confianza en mi capacidad para escribir.

En el periodo en que usted comenzó a escribir sobre la liberación de las mujeres, se estaban desarrollando, además, numerosas iniciativas y proyectos renovadores en el campo de la historia. Uno de ellos fue el History Workshop, el taller de historia del Ruskin College con el que Raphael Samuel pretendía desplegar una «historia desde abajo» construida colectivamente junto a hombres y mujeres de la propia clase trabajadora. Usted fue una de las personas que participó de los debates y encuentros que sostenía ese grupo. ¿Qué importancia tuvo el History Workshop en el desarrollo de la Conferencia Nacional de Liberación de las Mujeres, que usted lanzó en 1970, junto a otras historiadoras como Sally Alexander? Y ¿qué implicó para usted la relación intelectual y política con un historiador como Raphael Samuel?

Raphael era una persona muy vivaz y activa, que estaba siempre buscando encarar nuevos proyectos. Lo conocí a principios de la década de 1960, creo que en la Stubbs Society, donde daba una conferencia sobre la hambruna irlandesa de la papa de la década de 1840. Lo recuerdo gesticulando y hurgando en una gran cantidad de papeles, a los que volvía una y otra vez sin parar. Al igual que otros historiadores, Raphael Samuel había militado en el Partido Comunista y también había roto en 1956, tras la invasión soviética de Hungría. Era un historiador formidable y una persona de una enorme generosidad. ¡Solo por la amistad que nos unía, leyó y comentó mi tesis sobre el Movimiento de Extensión Universitaria, que estaba escrita a mano y tenía una extensión mucho mayor de la que debía tener! Cuando a mediados de los 60, Raphael ideó lo que se conocería como History Workshop [Taller de Historia] en el Ruskin College, se produjo un fuerte despliegue de la «historia desde abajo». Los talleres reunían a historiadores radicales con trabajadores y sindicalistas, y se desarrollaban bajo una lógica cooperativa y una dinámica democrática en la que lo que importaba era la circulación de las ideas. Cuando se realizó el Primer Taller de Historia en Ruskin en 1967, Raphael me invitó a hablar sobre los trabajadores autodidactas sobre los que escribía para mi tesis.

El espíritu igualitario de libertad intelectual promovido por el History Workshop llevó a que varias historiadoras y militantes de los grupos de liberación de la mujer nos propusiéramos incorporar las cuestiones de género en los talleres. En noviembre de 1969, durante uno de los workshops, Sally Alexander, Anna Davin, Arielle Aberson, Roberta Hunter Henderson y yo, conversamos sobre esa posibilidad. Pero una historiadora estadounidense, llamada Barbara Winslow, hizo otra propuesta: organizar una Conferencia Nacional sobre la Liberación de las Mujeres. Y eso fue lo que hicimos. La primera conferencia, al igual que el History Workshop, tuvo lugar en Ruskin College del 27 de febrero al 1 de marzo de 1970.

Usted ha comentado muchas veces que el desarrollo de los talleres de liberación de la mujer y de las propias conferencias, que se extendieron hasta 1978, se vieron influenciadas por las ideas y los modos de activismo de la «nueva izquierda» estadounidense. ¿Cuáles fueron los modos en los que impactaron esas perspectivas?

El impacto de la «nueva izquierda» de Estados Unidos se vinculó, sobre todo, a la presencia de algunas jóvenes compañeras estadounidenses que estaban viviendo en Gran Bretaña. Un ejemplo claro fueron Sheli Wortis y Sue O’Sullivan que, a fines de la década de 1960, habían organizado los primeros grupos de liberación de la mujer en Londres. Su enfoque -claramente influenciado por el movimiento estadounidense- se caracterizaba por ser pragmático y orientado a la acción inmediata: no esperaban a que llegara «la revolución» para transformar las relaciones cotidianas entre hombres y mujeres, sino que creían firmemente en cambiar el presente para construir el futuro deseado. Sheli, psicóloga de formación, cuestionaba abiertamente los roles tradicionales: no solo impulsaba a los padres a asumir tareas domésticas y de crianza, sino que además defendía su participación activa en guarderías, desafiando la idea de que solo las madres podían cuidar a los niños. Estas propuestas, que eran radicales para la época en tanto chocaban frontalmente con el pensamiento político convencional, calaron hondo en nuestros círculos activistas.

Una muestra concreta de esta filosofía fue la guardería gestionada por hombres durante la primera Conferencia de Liberación de la Mujer. Se conserva una fotografía emblemática: el teórico cultural Stuart Hall y Henry Wortis (marido de Sheli y, como ella, activista contra la Guerra de Vietnam) aparecen rodeados de niños en la guardería que funcionó en paralelo al evento. Esta imagen simboliza perfectamente la puesta en práctica de sus ideas revolucionarias sobre la crianza compartida.

En sus distintos trabajos históricos, como La mujer ignorada por la historia y A Century of Women [Un siglo de mujeres], usted indagó en las vidas y las luchas de numerosas mujeres de clase trabajadora. Cuando se desarrollaron los grupos de liberación de la mujer durante las décadas de 1960 y 1970, usted hizo énfasis en la necesidad de que estos grupos trabajaran y se conectaran con las mujeres trabajadoras, aunando así las luchas de género con las de clase. Me gustaría preguntarle qué debates se produjeron alrededor de esta cuestión y cómo, por ejemplo, fue trabajar por la sindicalización de las trabajadoras de limpieza nocturna en el marco de los movimientos feministas de la época.

Mantener una relación directa con la clase trabajadora siempre fue fundamental para las feministas socialistas. No queríamos que a nuestros grupos solo acudieran mujeres universitarias, dedicadas al debate intelectual, con tiempo y espacio para cuestionar la desigualdad de género e imaginar alternativas. Éramos conscientes de que vivíamos una realidad muy distinta de la de aquellas mujeres que se veían obligadas a abandonar la escuela tempranamente y que se eran empujadas a una serie de trabajos rutinarios. Queríamos que más de ellas se unieran a nosotras. Como feministas socialistas, buscábamos conectar nuestras ideas y experiencias con las de las mujeres trabajadoras. La campaña para sindicalizar a las trabajadoras de limpieza nocturna surgió de este compromiso.

En 1970, una de estas trabajadoras llamada May Hobbs se acercó a los grupos de liberación de la mujer para solicitar ayuda en el que entonces era su gran desafío: sindicalizar a sus compañeras de trabajo. La tarea era difícil porque estas mujeres trabajaban en distintos edificios dispersos por la ciudad, con jornadas interminables, salarios miserables y, además, dormían pocas horas al día porque también cuidaban de sus hijos. Muchas llegaban al agotamiento físico.

Salíamos a repartir panfletos por el distrito financiero de Londres, intentando que se afiliaran al Sindicato de Transportes y Trabajadores Generales [T&G, por sus siglas en inglés], entonces liderado por un veterano de la Guerra Civil Española. Las apoyamos en su sindicalización y durante las huelgas. Cada martes por la noche, Liz Waugh (de mi grupo feminista) y yo recorríamos la ciudad buscando entre las fachadas de cristal a mujeres exhaustas saliendo de los rascacielos. «¿Eres trabajadora de limpieza nocturna?», preguntábamos. Cuando encontrábamos a alguna, la poníamos en contacto con otras trabajadoras.

Un grupo de cine de izquierda, el Berwick Street Film Collective liderado por Mark Carlin, documentó esta alianza inédita en la película Nightcleaners. Allí aparece Jean Mormont -contactada por Sally Alexander-, una trabajadora del edificio Shell y madre de varios hijos. Su rostro exhausto, pero con una determinación inquebrantable para denunciar las condiciones laborales abusivas, se convirtió en símbolo de esa lucha.

Profesora Rowbotham, me gustaría preguntarle por su libro Mujeres, resistencia y revolución, de 1972, en el que, utilizando una perspectiva histórica, indagó en el papel de las mujeres durante la Revolución Rusa, a la vez que analizó la forma en que se incorporaron las cuestiones de género en los procesos de descolonización de Asia y África, así como en diversas revoluciones del Tercer Mundo, como la cubana o la china. ¿Cuáles fueron las razones que la impulsaron a escribir ese libro y en qué medida detectó cruces entre clase y género?

Mujeres, resistencia y revolución nació de una mirada hacia el pasado que había profundizado al escribir el folleto La liberación de la mujer y la nueva política y mi serie de artículos en Black Dwarf. Mi objetivo era mostrar el modo en que distintas mujeres se habían comprometido con procesos revolucionarios, describiendo, al mismo tiempo, las distintas formas en que habían imaginado transformaciones en la vida cotidiana y en las relaciones de género, raza y clase. Esto era difícil, porque yo ya había percibido que en mi propia educación no había tenido una perspectiva que hiciera eje en el papel histórico de las mujeres.

Mis diálogos con Arielle Aberson me llevaron a leer a la ya mencionada socialista rusa Aleksandra Kolontái, a Wilhelm Reich, que había escrito La revolución sexual, y a Alice Clark, autora de un trabajo pionero titulado The Working Life of Women in the Seventeenth Century [La vida laboral de las mujeres en el siglo XVII]Todas esas lecturas fueron importantes en el desarrollo de Mujeres, resistencia y revolución, que escribí mientras trabajaba como recepcionista en un consultorio médico en Bethnal Green.

Aunque los movimientos revolucionarios que estudiaba habían surgido en épocas de escasez y de una opresión brutal, descubrí que, incluso en esos contextos, muchas mujeres habían luchado por el cambio. Kolontái era un ejemplo notable. Pero no se trataba solo de ella. Durante la Revolución Rusa, muchas mujeres se habían manifestado a favor de que el socialismo promoviese también la liberación sexual y la emancipación femenina. Al mismo tiempo, la obra de Édith Thomas sobre las mujeres de la Comuna de París y las militantes de las revoluciones de 1848 fue reveladora, en tanto mostraba que algunas mujeres habían dejado testimonios que exponían, desde su experiencia, cómo los revolucionarios varones las menospreciaban y las desacreditaban.

Además, en Mujeres, resistencia y revolución analicé la forma en que las luchas de las mujeres se habían entrelazado con los procesos de liberación que se desarrollaban en países como Argelia o Cuba. Como contaba con pocas fuentes primarias, utilicé un número de la revista Shrew en el que se habían publicado distintos textos sobre esa cuestión. Y recurrí a autores como Frantz Fanon y CLR James para construir el marco teórico.

Poco tiempo después de publicar Mujeres, resistencia y revolución usted escribió otros dos libros. Me refiero a Mundo de hombre, conciencia de mujer y a La mujer ignorada por la historia. Este último trabajo, que fue muy elogiado por Edward y Dorothy Thompson, tenía la particularidad de estructurarse en capítulos breves y didácticos, y de ofrecer una perspectiva amplia y panorámica de las luchas feministas en Reino Unido. ¿En qué contexto nació ese libro que comenzaba con el papel de las mujeres en la Revolución Puritana y acababa con los movimientos feministas de la década de 1930? ¿En qué medida le permitió desarrollar una perspectiva «desde abajo» sobre la historia de las mujeres?

Edward y Dorothy Thompson consideraban que La mujer ignorada por la historia era un libro más sobrio que Mujeres, resistencia y revolución. Esto quizás se debía a que el libro, publicado en 1973, había nacido de una necesidad muy práctica. En aquel momento yo daba clases para mujeres trabajadoras y de clase media baja en un programa de la Workers' Education Association. Mis alumnas vivían en los suburbios, cuidaban de sus hijos y tenían trabajos extenuantes, así que cuando leímos Mujeres, resistencia y revolución me dijeron que los capítulos les resultaban demasiado largos y difíciles. Esto me impulsó a escribir La mujer ignorada por la historia en capítulos breves y sencillos para que aquellas mujeres pudieran leerlo en los intervalos de las tareas domésticas. La mujer ignorada por la historia abarcaba desde mujeres radicales del siglo XVIII, como Mary Collier, hasta las reformadoras sexuales comunistas, anarquistas y socialistas de principios del siglo XX. En los distintos capítulos intenté revelar tanto la vida personal como política de las mujeres y registrar una historia que englobara las diferentes formas en que las mujeres habían encarado procesos de liberación.

Esto me llevó a pensar no solo en el movimiento sufragista, sino también en aquellas mujeres que habían luchado por el control de la natalidad. Intenté construir una historia amplia que incluyera personajes como Stella Browne -una feminista socialista que, en las primeras décadas del siglo XX, había defendido el aborto y proclamado que las mujeres debían poder expresar públicamente su deseo sexual-, Rose Witcop -una anarcocomunista que había defendido el control de la natalidad- y Dora Russell -una feminista que, en 1925, publicó un libro titulado Hypatia donde discutía, entre otras cosas, el placer sexual femenino-.

Dado que hablamos de indagaciones históricas y sobre algunos personajes olvidados, no puedo dejar de preguntarle por Socialism and the New Life, el libro que escribió junto a Jeffrey Weeks en 1977 y en el que recuperó las vidas de Edward Carpenter –sobre quien luego también escribió una biografía– y Havelock Ellis, dos socialistas de finales del siglo XIX que fueron pioneros en las luchas por la liberación homosexual. ¿Qué le reveló la vida de estos hombres que desafiaron los parámetros con que se percibían las orientaciones sexuales en la Inglaterra victoriana? Y ¿qué significó, para usted, trabajar con Jeffrey Weeks, un historiador radical profundamente comprometido con colectivos homosexuales asociados a la izquierda?

Mi interés por Havelock Ellis, el psicólogo sexual socialista que escribió sobre relaciones homosexuales rechazando los tabúes y concepciones médicas de la era victoriana, comenzó cuando era adolescente. A los 15 años leí una reseña de una biografía de Ellis, lo que me llevó a pedirle a mi madre que me la regalara en Navidad. Ella no sabía nada sobre los orígenes de la psicología sexual, así que le consultó a una amiga si conocía a Ellis. Esa amiga se escandalizó, porque en aquel tiempo La psicología sexual de Ellis estaba firmemente encasillado en la sección de «libros obscenos». De hecho, en el pueblo de Hunmanby, un librero local lo guardaba bajo el mostrador para que nadie lo viera. Aun así, mi madre me regaló la biografía.

En cuanto a Edward Carpenter, yo había leído sus artículos escritos en Sheffield mientras investigaba para mi tesis sobre el Movimiento de Extensión Universitaria. Carpenter, que era homosexual y compartía su vida con George Merrill, un hombre de clase trabajadora, defendió posturas muy progresistas sobre las relaciones homosexuales a finales del siglo XIX y principios del XX, combinándolas con sus ideas socialistas y anarquistas. Carpenter y Ellis formaban parte del mismo círculo de socialistas preocupados no solo por la transformación económica y social, sino también por impulsar cambios culturales y en la vida cotidiana. Conocer a Jeff Weeks profundizó mi interés en ellos.

Antes de publicar Socialism and the New Life, Jeff y yo mantuvimos largas conversaciones sobre cómo los socialistas habían abordado la homosexualidad. Jeff era miembro de la Gay Culture Society de la London School of Economics (LSE), y formaba parte de grupos como el Gay Liberation Front y Gay Left. Recuerdo que en 1973 me invitó a una conferencia en la LSE a raíz de la reciente publicación de un folleto sobre Edward Carpenter escrito por Graeme Woolaston y editado por la Gay Culture Society. El folleto destacaba el papel de Carpenter como pionero en la lucha por los derechos homosexuales. Decidimos hacer un libro juntos: Jeff escribió sobre Ellis, mientras que yo hice un ensayo sobre Carpenter, sobre quien luego escribí una extensa biografía. Me enorgullece decir que Edward Thompson valoró mucho este trabajo.

A finales de la década de 1970, usted escribió, junto con Lynne Segal y Hillary Wainwright, el libro Beyond the Fragments: Feminism and the Making of Socialism [Más allá de los fragmentos: el feminismo y la construcción del socialismo]. En su capítulo, usted fue muy crítica con las estrategias organizativas y las tácticas políticas de la izquierda marxista-leninista y de la izquierda socialdemócrata. Al mismo tiempo, hizo hincapié en la importancia de reflejar la interrelación entre las diferentes opresiones (de clase, género y raza) para construir una nueva perspectiva socialista. ¿Cuál fue la acogida de ese libro dentro de la izquierda y cómo desarrolló el proceso de trabajo junto a sus dos colegas? ¿Cómo afrontó el hecho de que la obra se publicara poco antes de la victoria de Margaret Thatcher, en un momento en el que claramente se estaba iniciando un retroceso de la izquierda radical?

El trabajo con Hilary y Lynne en Beyond the Fragments surgió de una conferencia que Lynne y yo habíamos impartido tiempo antes en el Islington Socialist Club, y de una charla que di en Newcastle, donde Hilary vivía en aquel momento. Aunque habíamos tenido experiencias políticas diferentes, las tres compartíamos una visión basada en la necesidad de que la izquierda desarrollara formas de organización más abiertas, plurales y cooperativas.

En 1979, cuando se publicó el libro, el Partido Laborista todavía estaba en el poder y aún no había perdido las elecciones contra Margaret Thatcher. Pero el clima de crítica a la izquierda ya era muy visible. Había una situación de repliegue y la derecha conservadora estaba creciendo. Al mismo tiempo, la izquierda radical estaba dividida y seguía sosteniendo los mismos dogmas y las mismas formas organizativas que nosotras cuestionábamos.

Como feminista socialista, yo había comenzado a desarrollar una serie de críticas al leninismo, en parte debido a la suposición de que la «vanguardia» era necesariamente masculina. En Beyond the Fragments, Lynne, Hilary y yo argumentamos que los nuevos movimientos sociales, así como los propios grupos de liberación de la mujer, tenían mucho que aportar en términos de organización e ideas políticas. Sostuvimos que las formas en que nos organizábamos y la manera en que hacíamos política debían ser capaces de prefigurar ciertos aspectos del futuro por el que luchábamos.

También buscamos demostrar que la izquierda podía pensar fuera de marcos rígidos e incorporar demandas diversas, haciendo más posible unir a los grupos heterogéneos que enfrentaban la opresión bajo el capitalismo. Así, intentamos reflexionar sobre cómo las luchas sociales de los trabajadores podían unirse con las luchas feministas y antirracistas.

Beyond the Fragments fue publicado por Islington Community Press y el Tyneside Socialist Centre. Después de que se agotaran estas ediciones iniciales, el editor de Merlin Press nos sugirió hacer una segunda edición, que salió un poco más tarde.

En A Century of Women [Un siglo de mujeres]Dreamers of a New Day: Women Who Invented the Twentieth Century [Soñadoras de un nuevo día. Mujeres que inventaron el siglo XX] y en su más reciente Rebel Crossings [Cruces rebeldes], usted indaga en las luchas de diversas mujeres que, como Stella Browne y Rose Witcop, integraron las luchas de género con las proclamas socialistas y anarquistas. ¿Qué ha supuesto, para usted, pensar en términos de una larga duración de la lucha de las mujeres? ¿En qué medida estos trabajos le permitieron combinar sus análisis históricos con sus preocupaciones políticas?

Debo confesarle que yo misma tuve que descubrir que teníamos ese legado. Por extraño que parezca, cuando comenzamos a desarrollar el movimiento de liberación de las mujeres, teníamos cierta arrogancia y creíamos que éramos las primeras en pensar ciertas cosas. Teníamos poca o ninguna noción de la historia que nos precedía. Esa fue una de las razones por las que, como historiadora, me sentí motivada a recuperar las experiencias y las ideas de las mujeres del pasado.

Dorothy Thompson bromeó una vez diciendo que mi libro A New World for Women: Stella Browne, Socialist Feminist [Un nuevo mundo para las mujeres. Stella Browne, feminista socialista] proporcionaba el eslabón perdido entre Edward Carpenter y Aleksandra Kolontái. Descubrí a Stella Browne mientras escribía La mujer ignorada por la historia y me conmovió saber que no solo había defendido la anticoncepción y el aborto, sino que también había afirmado que las mujeres debían poder expresar sus propios deseos sexuales sin enfrentar el desprecio y los prejuicios. Era una mujer moderna, vivaz y desafiante, al estilo rebelde de los años 20.

Stella Browne no era la única, también había otras mujeres como la socialista estadounidense Margaret Sanger, la sudafricana Olive Schreiner o la anarquista londinense Rose Witcop. Tuve la suerte de conocer a una de estas pioneras inconformistas, Dora Russell, en 1973. Dora, quien fuera la segunda esposa del filósofo Bertrand Russell, se había declarado «feminista socialista» en la década de 1920 y había formado parte del Workers' Birth Control Group. En su libro Hypatia (1925) había criticado duramente a las autoridades londinenses por rechazar la educación sexual en las escuelas.

Al conocerla personalmente, aprendí que muchas más mujeres habían vinculado feminismo y socialismo, abogando por la franqueza sobre los sentimientos y relaciones sexuales, además de luchar por el acceso pleno a los derechos políticos y sociales. Dora transmitió este conocimiento escribiendo sobre su propia historia y experiencia. Tampoco tenía problemas para decir en voz alta lo que pensaba, sin importarle la opinión de los demás. Recuerdo estar sentada con ella en un café cerca de la LSE, escuchándola decir con voz muy alta y su elegante acento inglés: «El problema de los hombres es que simplemente no entienden los orgasmos de las mujeres». A ella no le importaba lo más mínimo lo que los demás pudieran pensar.

En algunos ensayos usted ha planteado que el feminista nunca ha sido un movimiento homogéneo. De hecho, ha enfatizado la existencia, dentro de las propias Conferencias de Liberación de la Mujer, de una serie de debates entre feministas socialistas y feministas radicales. ¿Cuáles eran los elementos que diferenciaban a ambas tendencias?

Creo que quienes nos consideramos feministas socialistas siempre hemos tenido una tensión con aquellas feministas que han visto a «los varones» como el principal problema. Inicialmente, el feminismo radical –surgido en Estados Unidos– se oponía a un tipo de «feminismo liberal» que buscaba, casi exclusivamente, reclamar derechos para las mujeres dentro del sistema. En aquel momento, una de las diferencias entre feministas socialistas y radicales era que nosotras considerábamos que los problemas contemporáneos de las mujeres debían verse no solo como una cuestión de género, sino como un hecho social conectado con un capitalismo que también excluía y oprimía a los varones de clase trabajadora. Teníamos diferencias, sí, pero podíamos trabajar juntas a pesar de ellas. Muchas de nosotras éramos, de hecho, amigas.

Aunque las feministas socialistas creemos que existen formas de subordinación entre hombres y mujeres, las vemos como parte de las relaciones sociales, y no como algo necesariamente inmutable e inalterable, dado o determinado. Además, el feminismo socialista nunca se ha centrado exclusivamente en esta forma de subordinación, sino que ha considerado que las opresiones de raza y, por supuesto, de clase –fundamentales en el pensamiento socialista– están interrelacionadas. En resumen, las feministas socialistas hemos rechazado un esquema rígido según el cual el varón siempre es dominante y la mujer siempre oprimida, para mostrar las características multifacéticas de las relaciones. Las feministas socialistas, al igual que las feministas anarquistas, hemos buscado crear una sociedad que cuestione las relaciones jerárquicas fijas.

A mediados y finales de los 70, emergió otro discurso, esbozado por un grupo que se autodefinió como el de las «feministas revolucionarias». Estas feministas consideraban que la opresión de las mujeres era inherente a la relación varón-mujer. Las feministas socialistas, por el contrario, creíamos que etiquetar negativamente a «los varones» en su conjunto como «simplemente opresores» era políticamente improductivo y éticamente problemático. Pensábamos que centrarse únicamente en la relación de género era demasiado limitado: si el objetivo era cambiar la posición de las mujeres, había que abordar también otros aspectos dentro de la sociedad.

A medida que el absolutismo de las «revolucionarias» ganó terreno, la situación se volvió más difícil. A veces, en los debates, desestimaban con desprecio a las mujeres que se oponían a sus puntos de vista. Esto generó una amargura que penetró en los grupos de liberación de la mujer y, de hecho, la Conferencia Nacional para la Liberación de la Mujer no volvió a celebrarse después de 1978, cuando quedó claro que las posturas ya no podían armonizarse. Como feminista socialista, siempre me ha preocupado la forma en que los varones eran etiquetados, vistos como «enemigos» y considerados a menudo inherentemente violentos. Veía y veo en esto una especie de determinismo sexual que no permite pensar en un proyecto igualitario.

En ese mismo marco de afirmación de un feminismo socialista, pero también desde su rol como historiadora social, usted escribió en 1979 un artículo en la revista  The New Statesman, titulado «The Trouble with Patriarchy» en el que discutió la productividad de la noción de patriarcado en el trabajo historiográfico. El texto provocó respuestas de sus colegas y amigas Sally Alexander y Barbara Taylor, que fueron publicadas, junto a su propio artículo, en el libro Historia popular y teoría socialista compilado por Raphael Samuel4. ¿Cuáles eran los problemas que usted detectaba en ese término? ¿Qué es lo que, según su análisis, lo volvía un concepto confuso a la hora de hacer historia?

Si bien yo había utilizado el concepto de patriarcado en mis primeros trabajos, comencé a pensar que era problemático asumir simplemente una constancia en la forma en que el poder masculino se había manifestado en distintas épocas. Esta perspectiva oscurecía aspectos cruciales sobre las variaciones en las relaciones de género. Algunas feministas habían intentado resolver el problema hablando de «patriarcado capitalista», pero la respuesta me seguía pareciendo insatisfactoria. Para mí, el problema radicaba en la rigidez ahistórica del concepto de patriarcado. Llegué a la conclusión de que el término implica una relación fija e inmutable que menosprecia la resistencia y rebelión de las mujeres. Así, oculta aquellos cambios a lo largo del tiempo en las relaciones de género que, en gran medida, se han logrado gracias a la agencia de las propias mujeres –y que han contado, por cierto, con el apoyo de algunos varones–. La noción de patriarcado sugiere la existencia de una estructura inalterable que subyuga a las mujeres desde el principio de los tiempos.

Mientras las feministas socialistas buscábamos comprender y transformar las desigualdades sociales de género, el patriarcado nos devolvía a una estructura basada en una determinación sexual sin fin. Existen diferencias evidentes entre el concepto de patriarcado y las circunstancias del capitalismo. Los capitalistas poseen actualmente el capital, pero la producción y el intercambio podrían organizarse claramente de otra manera. Así, el capitalismo tiene un principio y puede tener un fin. Es una relación social e histórica situada en el tiempo. La dominación patriarcal, sin embargo, es algo bastante diferente. En última instancia, se define por la mera existencia del varón biológico. Necesitamos, en cambio, reconocer que el dominio masculino se ha manifestado de maneras diversas y que estas variaciones en grado son cruciales para definir el alcance social, económico y político de las vidas de las mujeres.

En definitiva, llegué a la conclusión de que un concepto que solo entiende las relaciones en términos de conflicto es muy similar al Leviatán de Hobbes. Apunta a una guerra permanente, a un conflicto incesante. Y, en ese sentido, es incapaz de explicar aspectos fundamentales de las propias relaciones de género. La noción de patriarcado no nos dice nada sobre las razones por las cuales mujeres y hombres pueden cooperar, asociarse y vincularse amorosamente, y por lo tanto no explica por qué y cómo lo hemos hecho a lo largo de la historia. Creo, como historiadora pero también como feminista socialista, que necesitamos un concepto que nos permita comprender las variaciones y cambios en la posición de las mujeres, más que uno que registre simplemente una condición invariable de hostilidad predeterminada y lucha permanente.

Veo el feminismo socialista como una búsqueda para transformar las desigualdades sociales de género que se han construido sobre una idea opresiva de diferencia sexual esencial. Si nos centramos en estas desigualdades, abrimos la puerta al cambio, algo que no ocurre si nos enfocamos en la diferencia sexual misma. Cuando hacemos esto último, solo podemos pensar en las mujeres como víctimas de una opresión permanente e incapaces de actuar desde su propia agencia. Creo que esta perspectiva subestima la capacidad e ingenio de las mujeres como grupo subordinado.

Comenzamos hablando sobre su formación y, sobre todo, sobre su relación de amistad con Edward y Dorothy Thompson, dos personas que influyeron claramente en su trayectoria historiográfica y política. Dado que estamos abordando las diferentes perspectivas del feminismo, me gustaría preguntarle por las críticas de algunas historiadoras e intelectuales a La formación de la clase obrera en Inglaterra, uno de los libros capitales de E.P. Thompson. Según esas críticas, Thompson no habría pensado la categoría de experiencia social y de clase teniendo en cuenta las desigualdades de género, al tiempo que no habría incorporado a las mujeres como sujetos de lucha en términos más amplios. Usted siempre ha afirmado que muchas de esas críticas no eran justas con la obra de Thompson. ¿Cuáles han sido, según su punto de vista, los problemas de esos juicios analíticos? Y, dado que conoció a los Thompson, me gustaría preguntarle cómo se vinculaban ellos con los movimientos políticos feministas de los que usted formaba parte, y cómo vivían, en su propia experiencia, las prédicas del feminismo.

Muchas de las críticas que se le plantean a Edward en torno de la cuestión de género me parecen problemáticas, especialmente porque no toman en consideración el contexto en que escribió su libro. Se trata de críticas retrospectivas, que lanzan criterios presentes para pensar un trabajo realizado mucho antes de que emergieran esos mismos criterios con que se lo juzga. Yo pude leer el manuscrito original de La formación de la clase obrera en Inglaterra y, de hecho, una de las primeras cosas que me impresionó fue la cantidad de mujeres radicales que aparecían, así como el modo en que eran retratadas. Había muchas más de las que solía encontrar en otros textos de esa época. A esto agregaría otra dimensión que considero muy importante. El libro de Edward nos permitió pensar la historia de las mujeres de una nueva manera. El enfoque con que abordó la clase desde la perspectiva de la experiencia social proporcionó una dinámica histórica que permitió reconsiderar el papel de las mujeres a través del prisma de la «historia desde abajo». Por otra parte, es importante tener en cuenta que, cuando Edward escribió su libro, Dorothy Thompson estaba trabajando sobre las mujeres –y también los hombres– que habían formado parte del movimiento cartista. Y Edward, que tenía un respeto absoluto por Dorothy como historiadora –a punto tal que, cuando ya era una celebridad, lo decía públicamente– no quería interferir en los temas sobre los que ella estaba trabajando.

En cuanto a los movimientos feministas, debo decirle que muchas veces Edward y Dorothy se mostraban preocupados porque estos tuvieran una perspectiva centrada casi exclusivamente en los problemas de las mujeres de clase media. Defendían la liberación y emancipación de las mujeres, pero consideraban que algunas de las iniciativas que desarrollamos en los años 60 y 70 no abordaban lo que ocurría entre las mujeres de clase trabajadora. Dorothy, con quien solía hablar regularmente, insistía mucho en la necesidad de conectar con la clase obrera y aprender de sus luchas y experiencias. Tenía una perspectiva crítica, por ejemplo, sobre Simone de Beauvoir, que vivía en hoteles y no tenía hijos. No es que creyera que esto fuera algo malo, sino que consideraba que tales elecciones no conectaban con las vidas de la mayoría de las mujeres, que se veían obligadas a combinar el trabajo doméstico con empleos mal pagos.

Por cierto, según los estándares que prevalecían cuando los conocí, Edward era un hombre comprometido en su hogar. Cuidaba de los niños y realizaba tareas domésticas como cocinar y lavar platos. Aun así, Dorothy era realmente quien llevaba las riendas de la casa. Era algo así como el «cerebro» de la familia. Pero no creo que hubiera querido que las cosas fueran de otra manera. Dorothy solía enorgullecerse bastante de las cosas que las mujeres habían hecho «tradicionalmente». Y eso no alteraba su postura a favor de la emancipación de género.

Como intelectual e historiadora, usted ha realizado un esfuerzo incansable por recuperar figuras olvidadas que, con sus sueños de liberación social, escribieron algunas de las páginas más hermosas de la historia. Hoy en día, parece prevalecer un sentimiento de derrota, no solo en términos políticos dentro de la izquierda, sino también en la posibilidad misma de pensar una historia que apele a reconstruir los horizontes emancipatorios. Afortunadamente, muchos jóvenes están empezando a adentrarse en este camino, buscando rastros de pasados olvidados que, como decía Edward Thompson, están lejos de estar muertos. ¿Qué les diría a los jóvenes historiadores -e historiadoras- que hoy intentan recuperar esos legados?

Les diría que sigan adelante. Se necesitan cada vez más jóvenes que, a través de la historia pero también del activismo social y político, puedan recuperar estos rastros del pasado. Pero también les diría que hay muchas cosas que podemos hacer en el presente. Hace algunos años conocí a Ela Bhatt y a Renana Jhabvala, dos mujeres verdaderamente increíbles que han organizado campañas junto a mujeres de clase trabajadora en la India para lograr mejores condiciones económicas y más libertad. A pesar de las condiciones más difíciles, la organización en que han trabajado, la Asociación de Mujeres Autoempleadas [SEWA, por sus siglas en inglés], ha perseverado y animado a miles de trabajadoras mal remuneradas a persistir y alentar a las demás a hacer lo mismo. Su lema ha sido Keep on  keeping on [Sigan siguiendo adelante]. Una de las grandes lecciones de la historia de las luchas a las que tantas personas se han comprometido es precisamente esa: que es necesario seguir adelante. No es un cliché, sino una necesidad real.

Siempre he vivido en dos dimensiones: como historiadora y, al mismo tiempo, como activista política en el movimiento de liberación de las mujeres. Hay quienes creen que estas dimensiones no deberían converger, pero yo considero que, mientras no abandonemos el rigor, pueden vincularse perfectamente. De hecho, pueden aportar perspectivas cruciales. En mi caso, la convergencia llegó con el estudio de la propia historia de las mujeres, con la recuperación de un legado que nos ayudara a comprender mejor lo que estábamos haciendo y aquello por lo que luchábamos. Sin duda, creo que esa historia, derivada y concebida tanto de los rastros que han quedado como de la expresión explícita de las vidas y de las experiencias de la gente, siempre necesitará de nuevas voces y de las nuevas perspectivas que estas aporten.

  • 1.Mujeres, resistencia y revolución [1972]Txalaparta, Tafalla, 2020.
  • 2.La mujer ignorada por la historia [1973]Debate, Madrid, 1980.
  • 3.El discurso de los «ríos de sangre» fue pronunciado por el político conservador Enoch Powell el 20 de abril de 1968. En su alocución, Powell afirmó que en Inglaterra correrían «ríos de sangre» si el país seguía recibiendo migrantes de la Commonwealth y concediéndoles la nacionalidad británica a los hijos y los nietos de los nacidos en ese país [N. del E.].
  • 4.Historia popular y teoría socialista, Crítica / Grijalbo, Barcelona, 1984.

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