Las víctimas invisibles del Jet Set

Las víctimas invisibles del Jet Set

No todos los escombros se ven. En la tragedia del Jet Set también quedaron sepultadas mochilas, cuentos sin terminar, tareas escolares que ya no tendrán revisión. Doscientas treinta y un personas han muerto producto de aquella noche. Pero hay otras víctimas que no aparecen en los conteos: las niñas y niños que despertaron en orfandad, en medio de un silencio que nadie sabe cómo llenar.

No fue un accidente ni un castigo divino. Fue el colapso de una cadena humana de irresponsabilidades. El resultado de años de mirar hacia otro lado, de normalizar la impunidad como si fuera parte del paisaje. Y ahora, en este país que se desmorona por dentro, ¿qué hacemos con la infancia que queda sola?

No se trata solo de la ausencia de un padre o una madre. La orfandad es una fractura múltiple: afectiva, económica, emocional. Pierden estabilidad, cuidados, referentes. Y lo hacen de golpe, sin aviso, como quien es arrojado a la intemperie.

Lo más cruel es que el dolor no termina en la pérdida. Ese es solo el inicio, y se prolonga en la falta de atención psicológica, en la pobreza que amenaza, en el abandono escolar, en el riesgo de explotación. La orfandad abre una puerta al vacío. Y en un país sin redes de protección infantil, ese vacío se vuelve abismo.

Decimos que nos duele la tragedia, pero ¿quién acompaña a esa niñez después de los entierros? ¿Quién garantiza su futuro?

El Estado tiene una deuda con los niños y niñas. No basta con discursos ni minutos de silencio. Hace falta acción sostenida: apoyo económico, salud mental garantizada, acompañamiento educativo, seguimiento institucional. Hace falta dignidad. Porque lo que no se les puede devolver en abrazos, al menos debe compensarse con justicia.

Y también necesitamos memoria. Que no se diluya el dolor en la costumbre. Que estas infancias no se vuelvan una nota al pie. Deben estar en el centro del debate como el espejo más descarnado de lo que no funciona. Y porque nos recuerdan que no hay futuro posible si crecen aprendiendo que la vida vale poco y que nadie responde por el daño.

Por eso, más allá del luto, esta tragedia nos convoca a actuar. A diseñar mecanismos de prevención, a exigir auditorías serias, a fortalecer las instituciones que deben garantizar la seguridad ciudadana. Y sobre todo a proteger con urgencia a quienes han quedado sin resguardo.

A esas niñas y niños les debemos algo más que condolencias. Les debemos un país que no vuelva a fallar así. Les debemos memoria, acompañamiento, políticas públicas que no solo remedien, sino que eviten. Les debemos un nuevo pacto con la vida.

Porque un país que deja huérfana a su infancia es, en el fondo, un país huérfano de justicia.


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *