Un Día de la Victoria al servicio de Putin

mayo 2025

El presidente ruso, Vladímir Putin, ha utilizado el 80 aniversario de la derrota del nazismo no solo para reivindicar el papel decisivo de la Unión Soviética en esa gesta, sino para tratar de legitimar la invasión de Ucrania, presentada por el Kremlin como una amenaza «nazi».

Martín Baña

<p>Un Día de la Victoria al servicio de Putin</p>

Marcha del Regimiento Inmortal en la avenida Nevsky, San Petersburgo, 9/5/2025.

Este 9 de mayo de 2025 se cumplieron 80 años del Día de la Victoria. La efeméride conmemora la rendición del régimen nazi frente al Ejército Rojo en 1945, lo que dio fin en Europa a la Segunda Guerra Mundial, o Gran Guerra Patria, como se la conoce en Rusia. Los aniversarios redondos suelen ser un momento ideal para potenciar las conmemoraciones y esta ocasión no es la excepción. Vladímir Putin la consideró, en efecto, como una excusa perfecta para llevar a cabo una fastuosa celebración que incluye prolongados desfiles militares, invitaciones a diferentes líderes mundiales y el despliegue de una escenografía propagandística alusiva –como la cinta de San Jorge– que decora las principales ciudades del país. El presidente ruso considera que se trata de una inmejorable oportunidad para, por un lado, cohesionar a la población bajo la infalible guía del Estado y, por el otro, mostrar al mundo –en medio de la guerra con Ucrania y con Occidente– el potencial de sus Fuerzas Armadas.

El esfuerzo soviético

Hace ya algunos años, el Instituto Francés de Opinión Pública (IFOP) publicó el resultado de un estudio longitudinal respecto de cómo fue cambiando la percepción sobre cuál había sido la nación que más había contribuido a la derrota del nazismo durante la Segunda Guerra Mundial. En mayo de 1945, con la contienda recién finalizada, los resultados mostraban que para 57% de los encuestados había sido la Unión Soviética, mientras que solo 21% mencionaba a Estados Unidos. Para junio de 2004 los resultados se habían revertido: 58% consideraba que el país norteamericano había desempeñado el rol fundamental y solo 20% atribuía la victoria a los soviéticos. Es decir, se terminó imponiendo la imagen de una Europa liberada del nazismo por las tropas estadounidenses. 

Durante décadas, los esfuerzos de Hollywood y otros engranajes de la industria cultural occidental –aunque también producciones provenientes de la academia y el periodismo– se dirigieron a diseminar el mensaje de que la participación de Estados Unidos había resultado decisiva para poner fin a la Segunda Guerra Mundial. Basta recordar un éxito de taquilla como el filme Rescatando al soldado Ryan (1998) para observar cómo el accionar estadounidense fue deliberadamente exagerado y el aporte de otros países minimizado o directamente silenciado. Hace pocos días, el presidente estadounidense Donald Trump se hizo eco de esa visión y declaró que «nadie hizo más por ganar esa guerra que Estados Unidos». Esta declaración está lejos de ser azarosa y está en sintonía con la visión dominante que últimamente se impuso sobre el desenlace de la guerra que, entre otras cosas, apunta a minimizar y ocultar el vital aporte de la Unión Soviética en la derrota del nazismo.

Hoy ya nadie debería poner en duda que el aporte soviético fue el mayor en términos tanto de esfuerzo como de impacto. A fuerza de recuperar la productividad de su industria militar –que logró cuadriplicar la fabricación de armamentos en un lapso de tres años–, de sacrificar una enorme cantidad de vidas humanas –las estimaciones hablan de cerca de veinticinco millones de muertos entre civiles y militares–, de revivir el nacionalismo –que reemplazó en gran parte la movilización en nombre del comunismo por la de la Gran Madre Patria– y de no escatimar medidas drásticas –como la orden 227 que impedía las retiradas–, el desempeño soviético resultó decisivo para la derrota definitiva del nazismo. 

Efectivamente, fue el Ejército Rojo el que hizo que las fuerzas alemanas retrocedieran desde la línea que une el mar Báltico con el mar Negro hasta Berlín. Mientras los Aliados retrasaban la apertura de un frente occidental –el desembarco en Normandía ocurriría recién en junio de 1944–, los soldados soviéticos se desangraban en batallas claves como las de Stalingrado (1942-1943) y Kursk (1943). Fueron estos dos combates los que marcaron el quiebre y empezaron a definir el destino de la guerra. La ayuda en armas y alimentos brindada por los países occidentales apuntó a ese mismo objetivo: no se trató de un gesto altruista, sino de la necesidad de que la Unión Soviética rompiera la espina dorsal de las Fuerzas Armadas alemanas. Así, la dependencia que Europa tuvo de la Unión Soviética para vencer al nazismo fue vital y, de hecho, los soviéticos concentraron todos sus esfuerzos en pos de ese objetivo: Stalin incluso llegó a disolver la Tercera Internacional Comunista (Comintern) como señal de que las energías debían unificarse en la lucha contra Hitler. 

Los usos bélicos de una efeméride política

En la Unión Soviética y en Rusia, el recuerdo de ese acontecimiento fue dispar y estuvo sujeto a los cambios en las coyunturas políticas. Como explica la investigadora Nina Tumarkin, el Día de la Victoria fue pensado originalmente como una fecha que celebraba el heroísmo del pueblo soviético, lo que implicaba que compartiera su condición de vencedor junto con Stalin en grandes escenificaciones públicas. Así, más allá del desfile militar organizado en la Plaza Roja en junio de 1945 –que incluyó al mariscal Gueorgui Zhúkov montando a caballo y a Stalin parado en la tribuna construida sobre el mausoleo de Lenin–, en 1946 se decidió que el 9 de mayo fuera un día más en el calendario. Su reconocimiento fue relativamente tardío ya que, incluso luego de la muerte de Stalin, el recuerdo de la guerra todavía remitía al dictador y  potenciaba el poder de los líderes militares en un contexto de sucesión política aún inestable. 

Recién en 1965, con el ascenso de una nueva generación que no había vivido la guerra y la necesidad del Partido Comunista de restaurar su mando y legitimar el cada vez más oneroso gasto en armamento para sostener la competencia de la Guerra Fría, la fecha se convertiría en feriado y se retomaría la tradición de los desfiles militares. Ya disuelta la Unión Soviética, en la década de 1990, las celebraciones fueron más bien austeras y tendieron a bajar los decibeles del discurso que ponía el acento en el enfrentamiento con Occidente, propio de la Guerra Fría, a tono con la nueva coyuntura. 

Fue Putin quien reforzó la parafernalia militarista y antioccidentalista, sobre todo a partir de su tercer mandato presidencial iniciado en 2012. Si la celebración había apuntado históricamente a reconocer el esfuerzo desplegado por millones de soviéticos durante la contienda, para el presidente ruso resultaba más importante resucitarla para apuntalar el rol del Estado en el plano interno y reforzar la idea de que Rusia merecería un lugar de preeminencia  en el escenario global. 

Precisamente, una de las estrategias que desarrolló en esa línea fue la de rescatar elementos del pasado soviético y manipularlos para combatir las «falsificaciones históricas». En ese sentido, los insumos provistos por el Día de la Victoria le permiten tanto robustecer su idea de grandeza del Estado ruso –como «salvador de Europa»– como legitimar las acciones concretas del presente, léase la invasión a Ucrania –en la que Rusia «nuevamente combate al nazismo»–. De hecho, hace pocos días Putin firmó un decreto para que el aeropuerto de Volgogrado cambiara su nombre al de Stalingrado –como se llamó la ciudad entre 1925 y 1961–, haciéndose eco del reclamo de veteranos de la guerra con Ucrania que querían un nombre «más orgulloso, masculino y heroico». Sin bien remite a la famosa batalla ganada por los soviéticos, el nombre también apunta a reforzar un tendencia que en los últimos años viene suavizando las críticas al dictador georgiano en pos de rescatar su rol como estadista que fortaleció el Estado ruso. 

Los esfuerzos de Putin no se limitan a desplegar dispositivos memoriales en el plano interno sino que también se proyectan hacia el exterior haciendo uso de lo que la investigadora Jade McGlynn denominó «diplomacia de la memoria». Esto supone el intento conseguir aliados a través de la exportación de prácticas conmemorativas y narrativas históricas que generen identificación y adhesiones por fuera de Rusia. Veamos un ejemplo. En 2012, un grupo de amigos organizó en la ciudad de Tomsk lo que sería la primera marcha del Regimiento Inmortal, una procesión donde los participantes llevan fotografías en blanco y negro de sus familiares que murieron o fueron heridos en la Segunda Guerra Mundial para recordar y rendir homenaje a aquellos que lucharon contra el fascismo. La idea, sin embargo, no tardó en propagarse y en ser instrumentalizada por el Kremlin con un sesgo más nacionalista, para luego ser exportada al resto del planeta. Hoy, la marcha del Regimiento Inmortal forma parte de las celebraciones oficiales –el propio Putin ha sabido desfilar con el retrato de su padre– y se realiza en varias ciudades del mundo, como sucedió en Argentina el pasado 3 de mayo, cuando una nutrida delegación de simpatizantes –en su mayoría descendientes de ciudadanos soviéticos– desfiló con sus respectivas fotografías en la Plaza San Martín de Buenos Aires. 

En la actualidad, la efeméride del Día de la Victoria quedó atrapada en una estrategia oficial que resalta las razones militares y estatales que están detrás de la invasión rusa de Ucrania iniciada en 2022, como se puso de manifiesto en los actos escolares alusivos donde niños pequeños participan vestidos de soldados o manejando tanques de cartón. Algunos intentaron hacer frente a esa maniobra, aunque con muchísimas dificultades. Ya en 2015, el artista Oleg Basov montó la muestra Vencimos, en la que intentó disputar el monopolio de la militarización de las celebraciones y bajar la histeria provocada por los desfiles y las fanfarrias. Su iniciativa terminó con la policía irrumpiendo en la galería y golpeando al artista. 

En 2022, el movimiento juvenil liberal Vesná [Primavera] invitó a marchar en las convocatorias del Regimiento Inmortal portando carteles con las imágenes de los combatientes de la Gran Guerra Patria pero intervenidas con la siguiente leyenda: «Estamos avergonzados [de ustedes], nietos. Nosotros peleamos por la paz, ustedes eligieron la guerra». Fueron reprimidos. El 6 de mayo de este año, en vísperas del desfile oficial, el activista Grigory Saksonov saltó de un puente sobre el río Moscova con un cartel que comparaba a Putin con Hitler. Fue inmediatamente detenido por las fuerzas  policiales, lo que dejó en claro lo difícil que resulta en la Rusia actual manifestarse críticamente y escapar de la visión oficial de las celebraciones. 

El futuro en el pasado

Para Putin, el futuro de Rusia está en el pasado, lo que demuestra el lugar que la dimensión afectiva de la nostalgia puede tener para el diseño de las políticas del presente. Si en ese tiempo pretérito el papel del Estado soviético había resultado clave para la derrota de un enemigo como el nazismo, en la actualidad el presidente ruso rescata ese razonamiento para ponerlo al servicio de la legitimación de la incursión en el territorio ucraniano. «Podemos hacerlo de nuevo» fue una de las frases que más circuló en la propaganda oficial luego de iniciada la invasión, haciendo referencia al «carácter nazi» del enemigo ucraniano y al rol que le cabría al Estado ruso para la defensa de los rusos étnicos que viven en territorio ucraniano. Más aún, esa advertencia incluye a un mundo que, afectado por un Occidente moralmente degenerado y en decadencia, necesita ser salvado por Rusia, tal como habría ocurrido, precisamente, durante la Segunda Guerra Mundial. Paradójicamente, la conmemoración rusa de los 80 años de la victoria sobre el nazismo que puso fin a la guerra en Europa coincide con la invasión militar decidida por el Kremlin.  

El impacto de este núcleo de sentido, sin embargo, no queda limitado a los habitantes de Rusia y ha acaparado importantes apoyos en las fuerzas de izquierda del resto del mundo -sobre todo en el Sur global-, que muchas veces, basándose en un anacrónico esquema conceptual heredado de la Guerra Fría y en el impacto emotivo que siempre genera el recuerdo de la experiencia soviética, acuerdan en respaldar –explícita o implícitamente– el accionar de presidente ruso. 

No deberían caber dudas de que el esfuerzo y el sacrificio de millones de ciudadanos soviéticos que dieron su vida para enfrentar y vencer al fascismo necesita ser valorado y recordado. Sin embargo, resulta difícil desligar hoy esa conmemoración del objetivo de legitimar políticas presentes que se asemejan en parte a las acciones que se pretendía combatir en el pasado.


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