octubre 2025
En Nueva York, tres jóvenes hijos de familias exiliadas del socialismo soviético militan hoy por Zohran Mamdani, un candidato a alcalde que se define como socialista. Sus historias familiares revelan cómo la idea de socialismo se resignifica entre generaciones y adquiere nuevos sentidos en el escenario político estadounidense.
Mariia Fedorova

Un sábado por la tarde, en el parque McGolrick de Greenpoint, voluntarias y voluntarios de la campaña de Zohran Mamdani, con sus camisetas coloridas, se mimetizaban con el entorno. Eran parte de un contingente de más de 50.000 militantes desplegados por toda la ciudad.
Entre ellos, tres jóvenes se destacan por sus historias familiares: en sus propios entornos y comunidades de origen, son excepciones. Sus parientes huyeron del socialismo soviético –o combatieron contra él– antes de emigrar a Estados Unidos. Ahora, ya como jóvenes adultos nacidos y criados en el país, trabajan con entusiasmo para elegir a un candidato que se identifica como socialista.
Los tíos y tías de Magdalena Morańda participaron en el movimiento polaco Solidaridad contra el Partido Comunista en Breslavia (Wrocław). Sus padres se marcharon de Polonia en busca de una vida distinta. Su hija, que creció en Ridgewood, hoy recorre casa por casa haciendo campaña por Mamdani y es militante activa de Socialistas Democráticos de Estados Unidos (DSA, por sus siglas en inglés).
Esa parte de su historia, sin embargo, la mantiene en secreto. «Mis padres no saben que formo parte de DSA. No creo que aprobaran que forme parte de una organización socialista», dice. Cuando su madre la llama mientras está con otros activistas, simplemente responde: «Son mis amigos de la campaña de Zohran».
El socialismo democrático de Mamdani es muy distinto de la economía planificada de la era soviética, marcada por periodos de férreas restricciones totalitarias. Pero para las familias que provienen de aquel «antiguo socialismo», los recuerdos no se borran fácilmente.
La historia familiar de Umit Muradi está anclada en ese pasado. Sus parientes afgano-turcomanos sobrevivieron a la invasión soviética de Afganistán en 1979, mientras que sus abuelos padecieron la colectivización en el Turkmenistán soviético en la década de 1940, en un contexto de hambrunas, represión cultural y restricciones religiosas.
Incluso hoy, a veces lo sorprende su propio apoyo a Mamdani. «Es una locura, no voy a mentir». En el departamento familiar en Queens, la política era un tema tabú, incluso peligroso. ¿Y el socialismo? «Una fantasía que no va a funcionar. Puede ser manipulado y dirigido por un pequeño grupo en la cúpula».
Luego está Alex Rudnicki, criado en Nueva Jersey en una familia polaca con raíces ucranianas. Él absorbió la misma lección: «Al crecer en Nueva Jersey, lo que se suele escuchar es que muchos políticos son muy corruptos, que no piensan en el bienestar de la gente». Como Morańda y Muradi, él también sale a la calle a apoyar a Mamdani y su mensaje socialista democrático. En su tiempo libre, tocan puertas, hablan con desconocidos –a veces los invitan a pasar, a veces los reciben con burlas–, promoviendo la idea de un Estado más activo.
La visión de Mamdani
Al día siguiente, en la plaza Athens de Astoria –el barrio donde Mamdani vive y ejerce como legislador estatal–, Morańda se para frente a un grupo de militantes, muchos de los cuales tienen su primera experiencia política. «Sé que muchas y muchos están nerviosos», les dice. «Piensan: ‘No soy especialista en políticas públicas. No tengo todas las respuestas’. Pero quiero que sepan algo: saben más de lo que creen».
Morańda va mostrándoles los ejes de campaña de Mamdani, repitiéndolos casi como un mantra: congelamiento de los precios del alquiler (es decir, impedir que suban durante un periodo determinado), autobuses gratuitos y con servicio expreso (sin costo para los usuarios y con mayor frecuencia) y guarderías universales. Todo, por supuesto, financiado con impuestos más altos para los ricos. «Ustedes ya son expertos», dice con seguridad.
Para el politólogo Rafael Khachaturian, esta combinación de idealismo y pragmatismo es clave: una mezcla de ideas de izquierda con organización práctica. «Control democrático por parte de la clase trabajadora, un sector público fortalecido, derechos laborales, protección de minorías, participación de base», enumera. Señala que este tipo de política se viene gestando desde las protestas contra la Guerra de Vietnam y que más recientemente encontró su hogar en los Socialistas Democráticos de de Estados Unidos.
DSA empezó como una pequeña organización en la década de 1980, pero tras la campaña presidencial de Bernie Sanders en 2016 se transformó en un movimiento nacional. Hoy cuenta con más de 80.000 miembros –la mayoría incorporados después de 2016– y sedes locales activas en todo el país. Su plataforma de 2024, «Los trabajadores merecen más», combina demandas de corto plazo –como la semana laboral de 32 horas, Medicare para todos, universidad y vivienda gratuitas– con objetivos de largo aliento: limitar el poder de la Corte Suprema, romper el bipartidismo y oponerse a las intervenciones militares estadounidenses.
Mamdani se define como socialista democrático, pero aclara que su plataforma no es idéntica a la de DSA. No hace campaña por la propiedad pública ni por la semana laboral de 32 horas. Sus propuestas impositivas son más acotadas, enfocadas en los neoyorquinos de mayores ingresos. Aunque ha sido crítico de Israel y prometió arrestar a Benjamin Netanyahu si visita la ciudad, su campaña se concentró principalmente en temas locales.
En 2020, definía el socialismo simplemente como «un compromiso con la dignidad» y este mismo año citó a Martin Luther King Jr. en la CNN. Allí lo definió como «una mejor distribución de la riqueza para todos los hijos de Dios en este país». Aunque es miembro activo de DSA, su mensaje es matizado.
Para Morańda, también militante de DSA, esa estrategia es correcta. «Soy una persona práctica», dice. «Sé en qué cree y por qué políticas lucha». Si necesita ajustar posiciones sobre seguridad o negocios para ganar, «está bien para mí».
Para Khachaturian, la mezcla de Mamdani –un mensaje centrado en la asequibilidad de la vida urbana, transmitido a través de un prisma multicultural neoyorquino– es lo que lo vuelve eficaz. «El trabajo está vinculado a las experiencias de vida de la gente», explica. Para los tres militantes, ese mensaje es más que una estrategia: es una apuesta personal.

Despertares políticos
A los 23 años, Morańda vive en el este de Astoria y trabaja en la recaudación de fondos para una organización dedicada a causas de justicia social: un empleo de oficina con un costado militante. El aumento de los alquileres la obligó a dejar Ridgewood. «Aunque no tengo un alquiler regulado, el congelamiento y las políticas de Zohran contra los malos propietarios me hacen sentir que podré seguir viviendo en Queens», cuenta.
Su tía no tuvo la misma suerte y se mudó a Maspeth, a media hora del metro o a merced del autobús Q39. Morańda toma ese mismo bus para visitarla. «Los autobuses rápidos y gratuitos me permitirían verla más seguido y facilitarían su vida. Eso me entusiasma mucho».
Su padre, carpintero, fabrica muebles a medida para clientes ricos de Westchester y Manhattan. «Me llamó desde Tribeca esta semana y me dijo: ‘Estoy en un edificio de lujo’». En casa, el contraste es evidente: viven endeudados y llegan con dificultad a fin de mes. «La familia estadounidense promedio», resume.
Para Muradi, de 27 años, la política también empezó como una contradicción. «En Nueva York hay mucho descontento», dice. Costos en aumento, guarderías inaccesibles… «Y luego, durante el gobierno de Biden, se repetía que la economía iba genial. Tal vez para el 1%, pero al resto nos estaban aplastando».
Muradi creció en South Ozone Park, pasando los fines de semana en el enclave afgano de Flushing –apodado Qalacha, «fortaleza»–. Su padre es chofer de Uber; su madre, enfermera con turnos dobles. «El bienestar material es lo primero», dice. Su meta es simple: jubilar a sus padres. Tras trabajar en finanzas, volvió a Queens y empezó a militar por Mamdani. «La gente que vive de los programas de asistencia social… ese es mi mundo».
Rudnicki, ya treintañero, se desilusionó durante los años de Barack Obama, cuando los cambios que esperaba no llegaron. «Pasaron cosas buenas, claro, pero sobre todo en el plano internacional. La violencia ejercida en nombre del capitalismo, los programas militares… eso me desanimó», recuerda.
Lo que lo hizo volver a interesarse en la política fue escuchar propuestas concretas –como mejorar el transporte público o ampliar el acceso a guarderías infantiles– que, a diferencia de lo que había aprendido de niño, ponían en el centro las necesidades de la gente común. «Ahí fue cuando hice clic: estas son las personas que intentan ayudar a quienes más lo necesitan, a quienes no tienen tiempo para perseguir el llamado sueño americano –o neoyorquino–. Ahí me atrapó».
Conversaciones con mamá y papá
En la plaza Athens, los voluntarios de Mamdani se mueven en parejas. Cada militante lleva un guion, un listado de calles asignadas y una app que registra cada puerta golpeada, cada conversación. Esta práctica de campaña puerta a puerta es habitual en la política estadounidense: no solo permite persuadir a votantes indecisos, sino también fortalecer la moral de los propios militantes.
La aplicación no solo almacena direcciones: traza «universos» de votantes cuidadosamente diseñados, con las listas que la campaña priorizó para visitas y llamados. Se tocan tanto las «puertas difíciles» –donde hay hostilidad o indecisión– como aquellas ya favorables a Mamdani, para consolidar apoyos.
«Puedes tocar una puerta que ya está marcada para Zohran y tener una linda charla», dice Morańda, señalando un cartel de campaña en una ventana cercana.
Ella sabe leer el barrio y adaptar el mensaje. «Sé identificar un edificio con alquiler regulado por el Estado», explica. «Ahí empiezo hablando de la propuesta de congelar los precios del alquiler». Si ve un cochecito en la vereda, habla de guarderías universales. Un edificio alejado del metro: primero promete autobuses gratuitos. Su experiencia en campañas de vivienda y su trabajo con la legisladora estatal Sarahana Shrestha –cuya victoria fue clave para aprobar la Ley de Energías Renovables Públicas– moldean su enfoque. «Ahí vi cómo las elecciones pueden generar cambios reales para la clase trabajadora», dice. La clave no eran las etiquetas. «Cuando hice campaña por Sarahana en el condado rural de Ulster, nunca mencioné que era socialista. A la gente le importan los temas. Si la etiqueta los asusta, quiero que la voten porque les importa».
Morańda considera que Bernie Sanders contribuyó a que el término «socialismo» dejara de sonar amenazante, lo que facilitó que muchos militantes pudieran explicarlo mejor a padres y madres que habían emigrado desde Europa huyendo de regímenes socialistas. Rudnicki, en cambio, se refiere a sus parientes que aún viven en Europa: cuando vienen de visita, inevitablemente comparan los sistemas de protección social que tienen allá con las desigualdades que observan en Estados Unidos.
En la familia de Morańda, la distinción sigue siendo fuente de tensión. Su padre llama al sistema de salud universal «socialismo»; su madre, «derechos humanos básicos». «A mi mamá le encantaba Bernie», dice Morańda. «Para ella, lo que es estándar en Europa no es socialismo».
Khachaturian aclara la diferencia: en Europa, los sistemas de protección social conviven con el capitalismo y amortiguan sus efectos más duros, mientras que el socialismo democrático estadounidense, como el que apoyan los militantes de Mamdani, busca impulsar cambios estructurales adaptados a necesidades inmediatas. Muradi comparte esta mirada práctica: «Veo muchas cosas en el socialismo real que no funcionaron». Pero aclara: «Socialismo no significa un régimen autoritario».
Para Khachaturian, esta distinción es central. Creció en el sur de Brooklyn, hijo de padres rusos de Georgia, y observa la brecha entre las generaciones que vivieron el socialismo real –con alfabetización universal y estabilidad económica, pero represión política– y el socialismo aspiracional de la juventud actual. «No había muchas oportunidades de hablar seriamente de esos temas», recuerda. «Salvo que estuvieras buscando a alguien que te explicara por qué estaban equivocados».
En algunas familias, sin embargo, la conversación empieza a cambiar. La madre de Morańda todavía detesta la palabra «socialismo», pero –señala su hija– «le gustan todas esas ideas socialistas».
Muradi adopta la misma estrategia: apelar a beneficios concretos. Su padre era escéptico al principio. «Decía en farsi: ‘Este tipo quiere autobuses gratis. Es una locura’». Pero con el tiempo, algo empezó a cambiar. Como chofer de Uber, se cruzaba cada día con comunidades diversas de Nueva York y empezó a escuchar más sobre Mamdani. Antes de las primarias demócratas, lo llamó por teléfono: «Necesito que vayas a votar por Zohran Mamdani».
Para Morańda, las tensiones siguen apareciendo en llamadas telefónicas o cuando sus padres visitan su departamento en Astoria. «Como mi mamá no sabe que estoy en DSA ni en todo esto, no entiende lo ocupada que estoy», dice. «No entiende por qué mi cuarto está desordenado o por qué tengo menos tiempo para lavar la ropa». De vez en cuando, su madre le hace bromas: «¿Todavía estás ahí afuera tratando de cambiar el mundo? », le dice. Y Morańda responde: «Sí».
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