El cierre de la cafetería de la Librería Cuesta no es solo el fin de un espacio; es la interrupción de un poema que se escribía cada día en el murmullo de las tazas y las páginas abiertas. Es una grieta en el tejido de la ciudad, una herida que sangra silenciosa donde antes bullían las palabras. En este rincón del mundo, donde el tiempo se desgasta como un libro leído demasiadas veces, la cafetería era un refugio, un paréntesis que nos salvaba de la prisa y el olvido. Era el cruce de caminos entre lo fugaz y lo eterno: el instante del café y el eco duradero de una idea.
Al pensar en su cierre, uno no puede evitar sentir que algo más profundo se ha perdido. No era solo una cafetería; era un espacio de los amigos. Allí, el tiempo tenía textura, y la palabra encontraba su forma. Las conversaciones flotaban en el aire, como hojas desprendidas en un otoño perpetuo, y las pausas hablaban tanto como los murmullos. La ciudad, a menudo dura y esquiva, se hacía menos hostil entre sus muros. Y ahora, ¿qué queda? Un vacío que amenaza con devorar no solo un lugar, sino también una manera de estar juntos.
En su ausencia resuena el eco de otros cierres, como el de la librería Thesaurus. Primero cayó su cafetería, luego la librería misma. Esa herida nunca terminó de cerrarse, y ahora amenaza con replicarse en Cuesta. Es difícil no preguntarse si este es el destino inevitable de los espacios donde la cultura respira: ser arrasados por el tiempo, devorados por una lógica que no comprende la poesía del encuentro. La figura de Don José Cuesta se alza en nuestra memoria como una luz en medio de la penumbra, un recordatorio de que los espacios no se sostienen solo con ladrillos, sino con sueños. Y soñar, lo sabemos, es siempre un acto de resistencia. Pero, como todo en la vida, los hijos siempre tienen una visión diferente en los negocios a sus padres, aunque muchas veces los heredan sin saber cómo se fue construyendo paso a paso.
El café, en este lugar, no era solo un hábito; era un rito. Era el pretexto para una comunión silenciosa, para el intercambio de ideas que flotaban como partículas de luz en el aire quieto. En esas mesas se buscaban respuestas, se escribían versos, se tejían amistades. El cierre amenaza con convertir ese espacio fértil en un desierto, donde el diálogo se seca y la nostalgia se convierte en piedra. Sin café, sin palabras, la ciudad corre el riesgo de quedarse muda, atrapada en el ruido estéril de lo inmediato.
Vivimos en un mundo que mide el valor en monedas y olvida que el espíritu también necesita alimento. La rentabilidad del alma, ¿acaso no cuenta? La cultura, ese hilo que nos une y nos da sentido, no se puede calcular en cifras, pero es incalculable en su importancia. Perder este espacio no es perder un negocio; es perder un refugio, un faro, un fragmento de lo que somos. Porque un libro no se recorre de la misma manera cuando el espíritu del libro está ausente, cuando la experiencia de leer se reduce a una transacción.
Octavio Paz escribió que “la palabra nos reúne”. En la cafetería Cuesta, la palabra encontraba su hogar. Era un espacio donde la nostalgia y el presente se abrazaban, donde el ser hallaba un respiro en medio de un mundo que corre hacia el olvido. Cerrar este lugar es cerrar una ventana al ser, a la posibilidad de encontrarnos con el otro y con nosotros mismos. Es ceder ante la amnesia, aceptar que lo simbólico puede ser reemplazado por lo utilitario.
En esta despedida no solo se apagan las luces de una cafetería; se apaga una chispa de humanidad. Cada taza servida, cada conversación al calor de un libro, era un acto de resistencia contra la desolación del mundo moderno. Si dejamos que este espacio muera, dejamos que algo esencial en nosotros mismos se apague. Una ciudad sin sus espacios de cultura es una ciudad que ha olvidado cómo soñar.
Recordemos que en estos rincones de café y letras germinan ideas que pueden transformar el mundo. La historia nos enseña que la cultura florece en el intercambio, en la creación compartida, y que cada cierre es un golpe a nuestra capacidad de imaginar un futuro distinto. No podemos resignarnos al vacío, al silencio, a la inercia.
Este no debe ser el final. Las decisiones que se tomen deben comprender que lo que está en juego no es solo un negocio, sino un baluarte. Un espacio donde lo humano palpita, donde las palabras tienen peso y el pensamiento encuentra un lugar para arraigar. No dejemos que el ruido del mundo aplaste el murmullo de las páginas, que el aroma del café se disipe sin que alcemos la voz.
El cierre de esta cafetería, si es verdad que es cierto que será definitivo, nos lanza una pregunta urgente: ¿qué elegimos ser? En cada cierre, en cada pérdida, se juega nuestra identidad. Que el eco de este duelo llegue a los oídos de los hijos de Don José Cuesta y que se transforme en un momento de reflexión de parte de ellos, para que las puertas se puedan abrir de nuevo. Que su historia no termine aquí y que la palabra y el café sigan encontrándose su lugar en nuestras vidas. Porque mientras queden quienes resistan, quienes insistan en la importancia de estos espacios, la cafetería Cuesta será más que un recuerdo: será un símbolo de un sueño de hombre como Don José que aún está entre nosotros.
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