Nueva Sociedad 316 / Marzo – Abril 2025
Las manifestaciones actuales de antiintelectualismo en Estados Unidos se inscriben en una larga tradición, lo que no debe ocultar elcarácter singular de la situación presente, marcada por la transformación digital del espacio público y el surgimiento de autoridades culturales que compiten con la universidad.
Romain Huret

En su obra sobre los intelectuales en Estados Unidos, escrita en la década de 1960, el historiador Richard Hofstadter hacía un diagnóstico clínico sobre la hostilidad latente de la población hacia ellos. Tras el macartismo, calificado entonces como un «apocalipsis para los intelectuales», trataba de comprender sus orígenes1. Desde la creación de la República a fines del siglo xviii, y aun cuando el término «antiintelectual» se acuñó solo después de la Segunda Guerra Mundial, el país había mantenido siempre una fuerte hostilidad hacia las «lumbreras» (eggheads). Ese rechazo estaba arraigado en una cultura política, económica y religiosa que hacía del «intelectual» el peligroso opuesto del ingenio práctico, el patriotismo ferviente y el puritanismo moral. En ese brillante ensayo, Hofstadter analizaba por primera vez una larga tradición de la que hemos observado un fuerte resurgimiento en los últimos 30 años. Si bien, con optimismo, preveía su fin gracias al éxito de la educación superior, el antiintelectualismo está más vivo que nunca y goza en gran medida de una profunda transformación de las condiciones estructurales que consagraron en el siglo xx el poder de los intelectuales. En efecto, la continuidad no debe ocultar el carácter singular de los ataques actuales contra el trabajo intelectual de los académicos en eeuu. Este no solo ha sido fuertemente desacreditado, sino que, sobre todo, compite con nuevos espacios de producción de conocimiento con bases metodológicas diferentes. La fuerte autoridad científica, adquirida desde el nacimiento de las ciencias sociales, hoy se encuentra cuestionada, en especial en el espacio público, en beneficio de otros mediadores culturales. Si bien la ciencia en su conjunto se ve amenazada por la intensidad de la ola antiintelectual, las ciencias sociales están particularmente expuestas a este descrédito y estos nuevos competidores. La paradoja es notable: si bien las comunidades científicas nunca han sido tan importantes desde el punto de vista cuantitativo, en número de publicaciones y herramientas de edición (revistas, prensa, blogs), nunca estuvieron tan debilitadas en el espacio público estadounidense.
La larga vida del antiintelectualismo
En la plataforma del candidato republicano Donald Trump en 2024, y en general en los discursos conservadores, tanto los académicos como los periodistas son blancos privilegiados. Sin matices, una de las medidas trumpistas menciona nada menos que el fin del adoctrinamiento «comunista» de los estudiantes en los campus universitarios; apunta en particular al «wokismo», convertido actualmente en un práctico cajón de sastre para denunciar la supuesta peligrosidad de ideas forjadas en eeuu2. Con su retórica populista, Trump recicla el argumento crítico del intelectual Irving Kristol sobre la «nueva clase» de trabajadores intelectuales en el corazón del poder3. Este gran referente del conservadurismo veía con preocupación, 50 años atrás, el surgimiento de un nuevo grupo de profesionales, dotados de un importante capital cultural y beneficiados por una posición privilegiada tras obtener su diploma universitario, debido a su capacidad para legitimar públicamente la importancia de sus análisis. Del calentamiento global a la pobreza o a las teorías críticas de la raza y el género, esta clase autoproclamada, agrega Trump, encuentra siempre el modo de inventar problemas públicos para mantener su dimensión hegemónica. De las universidades a la burocracia federal, su itinerario está completamente trazado, y nadie se atreve a cuestionar el fundamento de sus teorías sobre la sociedad, las relaciones sociales y las predicciones climáticas4.
Detrás de la violenta retórica contemporánea, se repite un antiguo conflicto de autoridad sobre la producción del conocimiento. Tal como lo demostró el historiador T.J. Jackson con precisión en su obra No Place of Grace [Sin lugar para la gracia], las nuevas elites intelectuales ya habían sido cuestionadas a fines del siglo xix por otras elites que veían con malos ojos el surgimiento de estos actores legitimados por las ciencias sociales, por entonces en pleno auge5. Se acusaba a los poseedores de este nuevo saber académico de trastocar los fundamentos morales y espirituales del país; se les reprochaba su fría racionalidad y su razonamiento estadístico; no se comprendía su interés en promover la ciencia en las esferas políticas y burocráticas. Las ciencias sociales irritaban particularmente debido a su voluntad de poner al servicio del poder sus investigaciones en el campo de la sociología, la psicología o la economía. Este rechazo a una secularización y una instrumentalización del pensamiento aún no ha desaparecido; incluso está en el origen de las batallas culturales contemporáneas que el historiador Andrew Hartman comparó acertadamente con el Kulturkampf alemán6.
Si bien este conflicto en torno de la hegemonía cultural no se limita solo a los campus universitarios, apunta en primer lugar al trabajo de los académicos con una triple acusación recurrente: adoctrinamiento, fabulación, falta de sentido común. Esta denuncia del poder ideológico de las universidades no es nueva, como tampoco lo es la crítica al adoctrinamiento de las mentes jóvenes. Lo que distingue a eeuu es un creciente alegato contra el carácter no estadounidense (un-American) del trabajo de los intelectuales. A fines del siglo xix, los economistas ya eran acusados de importar de Europa ideas extrañas sobre la fijación de impuestos a los ingresos de las empresas y los particulares. En enero de 2023, un político de Texas, Dan Patrick, prolongó esta tradición reprochando a los profesores de la universidad pública de su estado su actitud profundamente antiestadounidense, a pesar de que sus salarios son financiados por los contribuyentes. Al referirse a los trabajos de los historiadores, se pregunta por qué estos se empeñan en repetir sin cesar que «eeuu es maligno, que el capitalismo es malo y el socialismo es bueno para el país». El antiintelectualismo se basa más que nunca en la certeza de un excepcionalismo estadounidense y la denuncia de la autoridad autoproclamada de la clase académica7.
Esta crítica al trabajo intelectual resulta tan significativa que se ha convertido incluso en un género editorial en sí mismo, que se vende bastante bien y figura a menudo en la lista de los más vendidos de The New York Times. Desde la década de 1980, numerosas obras denuncian la presunta inepcia de los programas de educación superior que consagran una doxa multiculturalista y relegan al olvido la verdadera riqueza cultural estadounidense. Se fustiga a los «titulares de cátedra radicalizados» (tenured radicals), retomando la expresión de Roger Kimball, particularmente preocupado por el descrédito de los cánones del arte occidental en las clases de historia. Otros escritos se ensañan con el relativismo cultural en boga en los campus universitarios, siempre en detrimento de la tradición y la cohesión de la nación; en otros lugares, se advierte sobre los estragos de la French theory, temiendo que a fuerza de deconstruir todo, los estudiantes no aprendan finalmente gran cosa. Para sus detractores, el adoctrinamiento actual está más relacionado con la deconstrucción y la pérdida que con las virtudes acumulativas de los saberes tradicionales y nacionales8.
Además, las teorías contemporáneas sobre la sociedad resultan cada vez menos aceptables. Si en los años 70 Margaret Thatcher estimaba que «la sociedad» inventada por los académicos británicos no existía, los conservadores en eeuu detestan aún más la inventada por los defensores de las teorías críticas de la raza y el género. Según ellos, esta fabulación contribuye a una lectura fragmentada de las relaciones sociales y pone en peligro a la nación en su conjunto, llamando implícitamente a una guerra entre comunidades. En su libro Age of Fracture [La era de la fractura], el historiador de las ideas Daniel Rodgers recordaba precisamente la fragmentación de las ciencias sociales en numerosos studies particulares. A partir de la década de 1980, esta fragmentación ha caracterizado los debates intelectuales, que se articulan principalmente alrededor de cuestiones identitarias y una lectura gramsciana de las relaciones de dominación. Para los conservadores, este enfoque doblemente fragmentado constituye una mera invención de intelectuales en busca de problemas sociales para mantener su dominación social y profesional. Para muchos, el wokismo constituye el último estadio del trabajo perverso de imaginación de la nueva clase y su voluntad de mantener su hegemonía a cualquier precio9.
Estas fabulaciones son tanto más maléficas cuanto que han conducido a la adopción de prácticas específicas en los campus universitarios para proteger a las minorías. Desde hace una decena de años, los programas de inclusión agrupados bajo la sigla dei ‒diversity, equity, and inclusion (diversidad, equidad e inclusión)‒ son señalados como los principales vectores de adoctrinamiento y como el resultado cuestionable de las nuevas teorías críticas sobre la sociedad. Estos dei tienen como objetivo garantizar el multiculturalismo en el campus universitario e impedir toda forma de discriminación contra las personas que trabajan o estudian allí. Si bien, por un lado, se justifican por la democracia universitaria y los trabajos sobre las identidades y las discriminaciones, resultarían por el otro una herramienta de validación de un racismo inverso, ejercido contra las poblaciones blancas. Tan dispuestos a anteponer la libertad de expresión, los académicos, según los conservadores, rechazarían toda discusión sobre el tema. Después de lo «políticamente correcto» (politically correct) de las décadas de 1980 y 1990, se estaría viendo el triunfo de una nueva forma de censura, que impone la raza y el género como los únicos modelos intelectuales válidos10.
Estas condiciones prácticas de ejercicio del trabajo intelectual dan lugar a una última crítica: la falta de sentido común de los intelectuales, acusados de vivir en una burbuja social y cultural, totalmente alejada de la realidad de millones de compatriotas. Paradójicamente, su voluntad de racionalizarlo todo los aleja de lo real a través de diagramas, libros y estadísticas. A menudo Trump, como tantos otros detractores de la teoría del calentamiento global, se burla de ella mencionando la nieve en Navidad y el frío invernal. Mucho más que el racionalismo académico, el empirismo popular sigue siendo la mejor de las brújulas para comprender el mundo. En un importante libro, la historiadora de la Ilustración Sophia Rosenfeld recordó la apropiación conservadora de la noción revolucionaria de sentido común (common sense), forjada a fines del siglo xviii por Thomas Paine. Más que nunca, esta referencia histórica se utiliza actualmente con el fin de descalificar el trabajo de los intelectuales11.
Finalmente, las batallas culturales han dañado profundamente el estatus de los intelectuales. Fabuladores, desconectados, adoctrinadores, se los presenta como ciudadanos peligrosos que ponen en riesgo el orden y la paz social. Tal como sucedió durante el periodo macartista, comienzan a tomarse medidas para impedir que causen daño. En las escuelas públicas, se censuran actualmente libros que difunden las teorías críticas sobre la raza y el género. Según la asociación pen America, el número de prohibiciones superó en 2024 las 10.000 en todo el territorio, con dos estados particularmente activos en la materia: Iowa y Florida. En las universidades públicas, se busca también limitar la audiencia de esas teorías, aun cuando se haga todo para evitar los ataques a la libertad de expresión, susceptibles de generar la anulación por parte de los tribunales y la Corte Suprema. En Tennessee, se aprobó una ley con el fin de prohibir la enseñanza de conceptos que generen división en la sociedad (divisive concepts). Aunque la terminología sea deliberadamente difusa, no engaña a nadie.
Más aún, algunos académicos y personal administrativo también han sido vilipendiados, a menudo después de acalorados debates en las instancias académicas. En 2015, en el estado de Carolina del Norte, en el campus de la Universidad de Chapel Hill, el Centro para la Pobreza, el Trabajo y las Oportunidades fue cerrado debido a su supuesto activismo en temas de pobreza y discriminación en el mundo laboral. Ocho años más tarde, la presidenta de la Universidad a&m de Texas renunció debido a tensiones ligadas a la suspensión de los programas dei. Finalmente, en Florida, en una universidad de Sarasota, una bibliotecaria fue despedida por haber defendido la causa lgbti+ en el marco de su política de compra de libros.
En muchas universidades públicas, el trabajo intelectual se encuentra ahora bajo el creciente control de las autoridades políticas a través de intervenciones en los diferentes consejos académicos. Fue ese el sentido de la Ley Stop Woke, adoptada en Florida por el gobernador Ron DeSantis en 2022. Si bien el gobernador no logró mejorar el control de las decisiones sobre el nombramiento de los titulares de cátedra (tenure) ‒lo que habría puesto en peligro la libertad académica‒ ni limitar la implementación de las políticas inclusivas en los campus universitarios, consiguió un mayor control en las designaciones en los diferentes consejos académicos. En la primavera de 2024, tres presidentas de universidades (Claudine Gay de la Universidad de Harvard, Elizabeth Magill de la Universidad de Pensilvania y Sally Kornbluth del Instituto Tecnológico de Massachusetts) fueron convocadas al Congreso para dar explicaciones sobre las manifestaciones en favor de la causa palestina en sus instituciones. Dos de ellas terminarían renunciando debido a tensiones internas y a la violencia de los ataques sufridos durante las audiencias, en las que se llegó incluso a preguntarles sobre el uso del término «intifada» en los campus universitarios.
Fuertemente atacados y limitados en su libertad de pensamiento, los académicos gozan sin embargo de la protección constitucional de la libertad de expresión, del hecho de que gran parte del sistema universitario sea privado y de la solidez del tejido editorial. Siguen trabajando pues en condiciones extremadamente privilegiadas. Según el Centro Nacional de Estadísticas de Educación, eeuu contaba en 2020 con aproximadamente 824.000 académicos, de los cuales una minoría apoya al trumpismo o la revolución cultural conservadora. Si nos ubicamos en 2024, la producción en ciencias sociales nunca fue tan importante, tan erudita, tan ávida de elaborar teorías sobre las sociedades. Sin embargo, estos conocimientos se han vuelto cada vez más invisibles y desacreditados en el espacio público. Las batallas culturales son menos responsables de ello que la transformación del espacio público, la revolución digital y la creciente competencia de otros productores de conocimiento. En esto reside la gran novedad del antiintelectualismo que socava las propias condiciones de producción del trabajo intelectual.
Modernidad del antiintelectualismo
Para muchos, el Informe Brandeis, que lleva el nombre del prestigioso juez estadounidense de la Corte Suprema Louis D. Brandeis, sigue siendo un momento decisivo para las ciencias sociales y la autoridad de los académicos. Basando su defensa de la regulación del trabajo de las mujeres en estadísticas sociales en 1908, este brillante jurista estableció una alianza duradera entre las universidades, las ciencias sociales y las instituciones. El conocimiento sobre la sociedad y las investigaciones sociales no quedarían confinados a las torres de marfil de los campus universitarios, sino que alimentarían la toma de decisiones, los fallos de la Corte Suprema, el trabajo de las agencias federales que estaban creándose en Washington dc y todo el tejido económico para construir un mundo mejor. Creadas masivamente por los empresarios para reducir el pago de impuestos federales, las fundaciones filantrópicas se sumaron al movimiento financiando masivamente centros de investigación, en especial para grandes estudios sociales y la producción masiva de estadísticas. En la ciudad industrial de Pittsburgh, a comienzos del siglo xx, los investigadores estudiaron las condiciones laborales, lo que permitió la elaboración de datos favorables para una legislación social que protegiera a las mujeres y los niños12.
A lo largo del siglo xx, los académicos fueron ocupando progresivamente un lugar central. La democratización de los campus universitarios debía permitir el triunfo de los valores nacionales, pero también el desarrollo económico del país. En los años 60, el conocimiento académico se volvió hegemónico en el espacio público, y el éxito de las universidades estadounidenses en el mundo era motivo de orgullo para todo el país. A pesar de sus temores, el propio Hofstadter recordaba que la fiebre macartista se había disipado. Diez años más tarde, los presidentes John F. Kennedy (1961-1963) y Lyndon B. Johnson (1963-1969) se enorgullecían de tener a su lado a las mentes más brillantes del país para construir una Gran Sociedad más justa e igualitaria. Sus conocimientos generaron entonces una expertise en todos los ámbitos y ofrecieron a los académicos un poder político, cultural y científico sin precedentes. Actualmente, esta triple autoridad se ve sometida a una fuerte competencia, lo que dio lugar a una reacción científica en cadena que refuerza la retórica que desacredita tanto los métodos como los resultados científicos. El ciclo intelectual virtuoso tomó forma en un espacio público forjado a fines del siglo xviii. En eeuu, como en otros lugares, los académicos se han beneficiado de la democracia deliberativa y del espacio mediático para construir y legitimar su autoridad social. Desde comienzos del siglo xxi, estas condiciones estructurales han experimentado una profunda transformación. En un pequeño y estimulante ensayo, Jürgen Habermas analizó en detalle lo que sobriamente denomina el «giro» en curso en la concepción del espacio público, sobre el que tanto ha teorizado13. El filósofo lamenta que el tiempo dedicado a la discusión y la confrontación con opiniones divergentes haya quedado relegado a un segundo plano. La inmediatez de las opiniones personales gobierna actualmente nuestras democracias, lo que ha conducido a un importante cambio en las prácticas laborales de las profesiones intelectuales, entre ellas los periodistas y los académicos. El desarrollo de las herramientas informáticas, la llegada de internet y la importancia de las redes sociales son los principales responsables.
En los universos digitales, las personas poseen un estatus de autores y productores de conocimientos autónomos similar al de los académicos. Más allá de la fuerte mercantilización de sus opiniones, no existe un verdadero debate ni un proceso serio de deliberación. Los algoritmos favorecen el cierre de cualquier discusión colectiva y crean una burbuja informativa muy alejada del enfoque metodológico y racional de las ciencias sociales. Si bien se acusa a los intelectuales de vivir en una burbuja, esta parece mucho más permeable a las ideas externas que las de internet. El solipsismo caracteriza el espacio público actual. Semejante privatización desplaza a los poseedores de la autoridad científica hacia otras formas de autoridad cuya reputación se basa más en el número de seguidores, los clics y el poder de influencia sobre futuros consumidores que en la reputación académica, la calidad de los descubrimientos científicos e incluso el «factor de impacto». La jerarquía de los influencers científicos poco tiene que ver con la del universo académico y los procedimientos de validación del conocimiento. La preocupación por las noticias falsas (fake news) o por la ignorancia de los jóvenes de hoy hace perder de vista la cuestión central: el profundo desplazamiento de los espacios de producción y difusión del conocimiento en eeuu. El conocimiento erudito nunca ha sido tan importante en este país; sin embargo, una parte de la población se aleja cada vez más de él.
Este giro habermasiano se completa con el surgimiento de autoridades sociales más legítimas que las universidades para jerarquizar y legitimar el conocimiento. Desde fines de los años 60, las iglesias, tanto protestantes como católicas, tomaron distancia de la modernidad científica. Así, desde mediados del siglo xx, el pensamiento de Reinhold Niebuhr venía ejerciendo una gran influencia que contribuyó al surgimiento de un pensamiento reformista dentro de las esferas religiosas. Si bien esta corriente reformista no ha desaparecido ni del catolicismo ni del protestantismo, dio lugar a enfoques más fundamentalistas y hostiles hacia la ciencia moderna. El éxito del pensamiento creacionista demuestra el camino recorrido en la materia y el surgimiento de saberes diferentes de los enseñados en los campus universitarios del país14.
Además, los think tanks conservadores, financiados masivamente por empresarios, compiten hoy fuertemente con el conocimiento académico. Surgidas durante la Segunda Guerra Mundial, estas estructuras se diferencian de las fundaciones filantrópicas por una producción interna de conocimiento que apunta precisamente a cuestionar la autoridad de los académicos. Se diferencian además por una metodología menos anclada en el largo plazo y el trabajo de campo, tan apreciados por las ciencias sociales. En su seno, se privilegian en mayor medida las encuestas de opinión, los sondeos y los datos digitales, con un tiempo de investigación particularmente veloz y mejor adaptado a la reconfiguración del espacio público. Su expertise se ha vuelto en gran medida dominante en los medios de comunicación, ya que sus informes también han sido pensados y dirigidos al universo digital con breves y contundentes síntesis, lo que permite un desarrollo más eficaz para alcanzar la audiencia deseada.
Estos nuevos competidores también han desplazado el acceso al conocimiento y descalificado a los mediadores culturales tradicionales. Una parte creciente de la población se aleja del conocimiento clásico de los académicos, a menudo hiperespecializado, que requiere de un tiempo prolongado de lectura y comprensión poco adaptado a la revolución digital. La campaña presidencial de 2024 demostró perfectamente la profunda transformación en marcha. Los grandes diarios tradicionales y los canales históricos de televisión se muestran en gran medida relegados e incapaces de participar en la actual deliberación democrática. Como era de esperar, se evitaron los debates entre los dos candidatos y se privilegiaron intervenciones dentro de los círculos cerrados de las redes sociales. La democracia deliberativa parece haber sido definitivamente desplazada en beneficio de la democracia digital.
Ni los conservadores ni las batallas culturales son responsables de la descalificación actual del trabajo intelectual en eeuu. Desde luego, a comienzos del siglo xxi, el discurso antiintelectual sigue siendo dominante y arremete principalmente contra el poder de los académicos y su producción de teorías críticas sobre las sociedades pasadas y presentes. Sin embargo, la actual relegación se debe menos a los comentarios hostiles de Trump que a los nuevos mundos inventados por los empresarios de Silicon Valley. La profunda transformación del espacio público, la revolución digital y la existencia de otras autoridades culturales debilitan desde afuera el conocimiento producido en masa por los intelectuales estadounidenses.
Al igual que en otros lugares, su trabajo se ve descalificado, invisibilizado y finalmente poco adaptado a este «giro» esencial que tanto preocupa a Habermas. El intelectual está menos aislado en una torre de marfil de lo que acabó estándolo en un espacio público y mediático en proceso de recomposición y bien adaptado a sus normas y temporalidades profesionales. Esta relegación debe tomarse muy en serio, tanto para el futuro de las ciencias sociales como para el de la democracia. Si bien la reflexión colectiva futura no debe prescindir de las herramientas metodológicas de las ciencias sociales, puede en cambio reflexionar sobre las modalidades de producción, difusión y escritura del conocimiento. Este momento antiintelectual estadounidense particularmente intenso no se limita a este único espacio. En Francia, donde se escuchan cada vez más ataques similares y donde el espacio público sufre también de una transformación profunda, las mismas causas tendrán pronto las mismas consecuencias.
- 1.R. Hofstadter: Anti-Intellectualism in American Life, Alfred A. Knopf, Nueva York, 1963.
- 2.Proveniente del movimiento afroestadounidense, la frase «Stay woke» −que significaba permanecer consciente de las injusticias raciales y sociales− fue apropiada por la derecha para hacer referencia al progresismo como sinónimo de «dictadura de la corrección política», defensa sectaria de las minorías −raciales y sexuales− y antioccidentalismo. Hoy en día se confunde a menudo con el propio término «progresismo» [n. del e.].
- 3.I. Kristol: «Business and the ‘New Class’» [1975] en Two Cheers for Capitalism, Basic Books, Nueva York, 1978, y «The ‘New Class’ Revisited» en The Wall Street Journal, 31/5/1979.
- 4.R.D. Huret: La fin de la pauvreté? Les experts sociaux en guerre contre la pauvreté aux États-Unis (1945-1974), Éditions de l’ehess, París, 2008.
- 5.T.J. Jackson Lears: No Place of Grace: Antimodernism and the Transformation of American Culture, 1880-1920 [1981], The University of Chicago Press, Chicago, 2021.
- 6.Andrew Hartman: A War for the Soul of America: A History of the Culture Wars [2015], University of Chicago Press, Chicago, 2019. Kulturkampf [batalla cultural] refiere al conflicto religiosoy político que enfrentó al Estado bismarckiano con la Iglesia católica y el Partido del Centro tras la fundación del Imperio alemán (1871) [n. del e.].
- 7.R.D. Huret: American Tax Resisters, Harvard UP, Cambridge, 2014.
- 8.Éric Fassin: «La chaire et le canon. Les intellectuels, la politique et l’Université aux États-Unis» en Annales. Économie, Sociétés, Civilisations No 2, 2-4/1993; François Cusset: French Theory: Foucault, Derrida, Deleuze & Cie et les mutations de la vie intellectuelle aux États-Unis, La Découverte, París, 2003 [hay edición en español: French Theory: Foucault, Derrida, Deleuze & Cía. y las mutaciones de la vida intelectual en Estados Unidos, Melusina, Barcelona, 2006]; R. Kimball: Tenured Radicals: How Politics Has Corrupted Our Higher Education, Harper Collins, Nueva York, 1990.
- 9.D.T. Rodgers: Age of Fracture, The Belknap Press of Harvard UP, Cambridge, 2011.
- 10.Sobre el lugar que ocupan los programas dei en la educación superior, v. el número especial de Footnotes, la revista de la American Sociological Association, American Sociological Review vol. 50 No 2, primavera de 2022.
- 11.S. Rosenfeld: Common Sense: A Political History [2011], Harvard UP, Cambridge, 2014.
- 12.Dorothy Ross: The Origins of American Social Science, Cambridge UP, Nueva York, 1991.
- 13.J. Habermas: Espace public et démocratie délibérative: un tournant, Gallimard, París, 2023.
- 14.Ronald L. Numbers: The Creationists: From Scientific Creationism to Intelligent Design [1992], Harvard UP, Cambridge, 2006.
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