La utopía leninista de El Estado y la revoluciónCuando la izquierda soñaba con el fin del Estado

Horacio Tarcus

A 100 años de la muerte de Vladímir Illich Uliánov, vale la pena volver sobre uno de sus libros de mayor difusión. Programa y promesa; doctrina de Estado y obra canónica del comunismo; antesala teórica del totalitarismo; cristalización de un dogma condenado de antemano al fracaso… la obra fue leída de manera diferente en cada contexto histórico, pero sigue siendo un texto abierto, con el cual podemos volver a dialogar provechosamente desde las ansiedades –y angustias– del presente.

<p>La utopía leninista de <em>El Estado y la revolución</em></p>  Cuando la izquierda soñaba con el fin del Estado

El fin del Estado que hoy proclaman ciertas vertientes de la derecha radical era hasta hace algunas décadas monopolio casi exclusivo del legado utópico de las izquierdas. Inspirándose por igual en las utopías sociales de la primera mitad del siglo xix, anarquistas y marxistas aspiraron a un orden social que no estuviera regido por el mercado ni oprimido por el Estado. Sus divergencias eran tácticas: los anarquistas postulaban que la insurrección social debía destruir el Estado de una vez y para siempre, mientras que los marxistas consideraban indispensable un periodo de transición en el que una dictadura del proletariado pudiera sofocar los inevitables intentos de restauración capitalista. Pero sus respectivas doctrinas mantenían un acuerdo estratégico: la realización del comunismo anárquico o del comunismo marxista implicaba una sociedad de productores libremente asociados, donde las funciones que en el capitalismo o en otros modos de producción se habían enajenado en un Estado exterior y opresor sobre la sociedad serían reabsorbidas y asumidas de modo colectivo por los productores-ciudadanos de la nueva sociedad sin clases.

Estas doctrinas aparecen hoy como ensoñaciones utópicas de un pasado remoto. Ante la embestida de los proyectos neoliberales contra el Estado benefactor, las derechas han recogido la bandera del Estado como una maquinaria burocrática y opresora, mientras las izquierdas devenían progresivamente «estatistas». Esta inversión de roles fue parte de una mutación mayor. Durante el siglo xix y comienzos del siglo xx, las izquierdas enarbolaron el internacionalismo proletario frente a burguesías atrincheradas en el Estado-nación. A comienzos del siglo xxi, buena parte de las nuevas derechas defiende con entusiasmo la expansión global del capital, mientras las izquierdas se han atrincherado en la defensa del soberanismo nacional. Sobrellevando sus crisis periódicas, el capitalismo sigue monopolizando el futuro, a veces con proyectos alocados como los de los magnates de Silicon Valley, mientras las izquierdas se repliegan a una escala local o incluso a la de las pequeñas comunidades1. Desde Saint-Simon hasta Lenin, las izquierdas clásicas creyeron que el progreso jugaba a su favor y que el desarrollo impetuoso de las nuevas tecnologías creaba las condiciones materiales y subjetivas para la emancipación humana. Hoy, frente a los programas defensivos, localistas e inmediatos de la izquierda folk2, son las derechas las que enarbolan el optimismo tecnológico.

Hace un siglo, en coordenadas históricas muy distintas de la nuestra, un libro de doctrina marxista circulaba por el mundo como una utopía poderosa. El Estado y la revolución actualizaba el anhelo de una sociedad sin Estado, acercando las posiciones antagónicas de marxistas y anarquistas. Su autor no era, ni mucho menos, un utopista. Vladímir Illich Uliánov, más conocido por su seudónimo de Lenin, no solo ha sido uno de los teóricos más influyentes de la política contemporánea, sino también un hombre de acción que marcó a fuego la historia del siglo xx. Fue inicialmente uno de los líderes de la socialdemocracia rusa y luego el principal inspirador del Partido Bolchevique; en 1917 fue el gran estratega de la Revolución de Octubre y enseguida, el gran estadista bajo cuya dirección se edificó la Unión Soviética; finalmente, en 1919 fue el principal inspirador de la Internacional Comunista, que expandió la doctrina leninista a casi todos los rincones del planeta.

Texto y contexto

Tan indisociables son la teoría y la práctica en Lenin que sus libros, aun los que tratan aparentemente los temas más teóricos o abstractos como la filosofía moderna o la teoría del Estado, son siempre intervenciones políticas nacidas al calor del debate en coyunturas históricas precisas. El Estado y la revolución no es la excepción. No es difícil descubrir que lleva indeleble la marca de la época. Escrita en clandestinidad entre agosto y septiembre de 19173, en vísperas de la Revolución de Octubre, sus decisivas intervenciones políticas durante ese mes y los siguientes impiden a Lenin concentrarse para concluir su obra, de modo que en noviembre se decide a entregarla a los lectores tal como la había dejado en septiembre, sin el séptimo y último capítulo que debía estar consagrado a la experiencia de las revoluciones rusas de 1905 y 1917.El subtítulo, además, despliega la idea que se vislumbra desde el título: «La doctrina marxista del Estado y las tareas del proletariado en la revolución». En otros términos: en el marco de la crisis revolucionaria mundial que se ha abierto con el estallido de la guerra en 1914, Lenin entiende que restablecer la teoría marxista del Estado se ha convertido en una tarea primordial. Se trata, señala en el prólogo, de «explicar a las masas lo que deberán hacer» para liberarse «del yugo del capital», no ya en un hipotético futuro revolucionario sino «en un porvenir inmediato».

Lenin consideraba que el colapso de la socialdemocracia internacional en 1914, producto del apoyo de cada uno de los partidos socialistas a sus respectivos Estados tras el estallido de la guerra, hundía sus raíces en la propia teoría socialdemócrata. En efecto, entre 1870 y 1914 se había desarrollado en Europa un periodo de intensa expansión económica, de relativa paz entre los Estados y de progresivo crecimiento del peso de los partidos obreros socialistas en la vida parlamentaria y política en general. Estos decenios de «desarrollo relativamente pacífico» –escribe Lenin en el prólogo de esta obra– habían permitido incubar en el seno de la socialdemocracia «elementos de oportunismo» que terminaron por manifestarse abiertamente en 1914. Lenin sospecha que el giro oportunista y nacionalista de la socialdemocracia en ese año debía tener raíces en la teoría de sus grandes líderes, incluso en años previos. Es así como inicia a partir de entonces una relectura crítica de la obra de los pensadores de la socialdemocracia, sobre todo de Karl Kautsky, que hasta entonces había sido uno de sus principales referentes teóricos. 

En 1916, con su tesis sobre el imperialismo, Lenin había intentado advertir al movimiento obrero internacional que el capitalismo había ingresado, a fines del siglo xix, en una nueva y última fase histórica, en la cual durante algún tiempo la violencia pudo ser «exportada» fuera del ámbito europeo, hacia los países colonizados. Pero señalaba que la propia lógica de la concentración capitalista, que se manifestaba en los modernos monopolios, obligaba a una creciente exportación de capitales desde el centro hacia la periferia. Este proceso no adoptaba, sostenía Lenin, la forma de una expansión pacífica del desarrollo, sino de una agresiva puja entre los Estados capitalistas centrales por el control de múltiples territorios a lo largo y ancho del globo. Esa puja no solo significaba violencia y expoliación sobre los Estados coloniales y semicoloniales, sino que necesariamente desembocaría en guerras interimperialistas como la de 1914.

En ese sentido, el escrito de Lenin El imperialismo, fase superior del capitalismo puede considerarse como el preludio de El Estado y la revolución, así como este su complemento necesario. Porque Lenin concluía que la guerra imperialista era el preámbulo de la revolución proletaria mundial, en la medida en que el imperialismo representaba ya un capitalismo decadente y parasitario, y los Estados imperialistas adoptaban cada vez más abiertamente el carácter de maquinarias de opresión violenta sobre las masas trabajadoras. «Los inauditos horrores y calamidades de esta larguísima guerra hacen insoportable la situación de las masas, aumentando su indignación. Se gesta, a todas luces, la revolución proletaria internacional», anuncia Lenin en el prólogo a este libro. Y es con vistas a la toma del poder por el proletariado que Lenin entiende que la cuestión del Estado reviste tanta importancia teórica y práctica.

Las tesis leninistas sobre la política, el poder y el Estado

De modo que entre enero y febrero de 1917, al final de su exilio en Zúrich, Lenin tomó una serie de notas sobre textos de Karl Marx, Friedrich Engels y Karl Kautsky acerca del Estado. Su objetivo era mostrar cómo las tesis de Kautsky y otras versiones «oportunistas» (el marxista ruso Georg Plejánov, por ejemplo) habían distorsionado gravemente la doctrina de Marx y Engels. Las notas de comienzos de 1917 anuncian el plan de un libro cuyo objetivo era restituir el genuino carácter revolucionario a la teoría marxista del Estado4

Los jefes de la socialdemocracia habían sacrificado el internacionalismo proletario al subordinar sus respectivos partidos socialistas, afirma Lenin en el prólogo, «no solo a los intereses de su burguesía nacional sino, precisamente, a los de su Estado». Lenin tratará de encontrar y desenmascarar los fundamentos teóricos de esta capitulación práctica, tratando de demostrar que aspectos centrales de la teoría de Marx y Engels acerca del Estado y la revolución habían sido «olvidados o tergiversados».

Las tesis leninistas de El Estado y la revolución podrían resumirse del siguiente modo:
– El Estado no es una institución «natural» sino histórica, pasible por lo tanto de desaparecer cuando hayan desaparecido las condiciones históricas que lo generaron y que lo reproducen. El Estado es un producto del carácter inconciliable de las contradicciones de clase y está condenado a desaparecer tras el fin de la última sociedad de clases: el capitalismo.
– El Estado no es una institución «neutra», «técnica» ni «universal», sino que tiene siempre una naturaleza de clase. Si bien nace históricamente para amortiguar las contradicciones de clase, no es cierto que sea un «órgano de conciliación de clases», puesto que las clases antagónicas, como la burguesía y el proletariado, tienen intereses históricos inconciliables. Si bien «aparece» como situado por encima de las clases, el Estado es siempre una maquinaria de opresión de una clase social sobre otras clases sociales.
– El Estado es una «fuerza especial», un conjunto de «destacamentos especiales de hombres armados» (policía y ejército permanente) que dispone la clase dominante para asegurar el dominio sobre las clases oprimidas. Aun en las modernas repúblicas democráticas, regidas por el sufragio universal, el Estado burgués ejerce su dominación de clase, si se quiere de modo más perfecto y seguro.
– El Estado burgués, así como sus instituciones características, la burocracia y el ejército permanente, tiene un carácter parasitario: «son un parásito adherido al cuerpo de la sociedad burguesa». La tendencia histórica en la época del imperialismo va en el sentido de reforzar su carácter parasitario, la «máquina estatal» crece hasta alcanzar un «desarrollo inaudito de su aparato burocrático y militar».
– El Estado burgués nunca se «extinguirá» como resultado de su hipotética transformación de un «Estado de clase» en un «Estado de todo el pueblo». Solo una revolución proletaria violenta puede acabar con él. En su acción revolucionaria, el proletariado no se puede limitar a «tomar», a «apropiarse» del poder estatal, sino que debe destruiraniquilar el Estado burgués y sus instituciones.
– El Estado obrero es el proletariado organizado como clase dominante. La forma política de la autoorganización proletaria es la que adoptaron los obreros de la Comuna de París en 1871, así como los obreros, los soldados y los campesinos rusos en las revoluciones de 1905 y de 1917, que deliberaban al mismo tiempo que ejecutaban sus decisiones por medio de los soviets.
– En toda crisis revolucionaria se plantea una situación de doble poder: por un lado, el poder del Estado burgués; por otro, el poder emergente de las comunas o los soviets de obreros, campesinos y soldados. Es una situación inestable que debe resolverse en un sentido u otro: revolución o contrarrevolución. La revolución proletaria implica no solo la destrucción del Estado burgués, sino la instauración del poder de los soviets. El poder soviético es, no solo por su composición de clase sino por su propia forma, un Estado de nuevo tipo.
– Al destruir el Estado burgués, forma que adopta bajo el capitalismo la dictadura de la burguesía, el proletariado revolucionario necesitará ejercer durante un periodo de transición una dictadura revolucionaria, esto es: ejercer el poder del Estado para aplastar la resistencia de los antiguos explotadores, quienes por algún tiempo detentarán propiedades, saberes y la dirección efectiva de parte del aparato de producción. En ese sentido, el nuevo Estado adoptará un carácter dual: por un lado, será democrático para los proletarios y desposeídos en general y, al mismo tiempo, será dictatorial (contra la burguesía).
– En el tránsito del socialismo al comunismo, el Estado de transición desaparecerá, se extinguirá con la paulatina desaparición de la sociedad de clases, al tornarse una maquinaria innecesaria. Paralelamente, en la medida en que las funciones de control y administración de la producción se van simplificando bajo el socialismo, cada vez más amplios sectores del pueblo intervienen en la ejecución de las funciones del poder estatal y tanto menor es la necesidad de una burocracia de Estado separada de la sociedad.

Brechas entre las intenciones y los resultados

El Estado y la revolución se publicó en la naciente República Soviética en mayo de 1918, apenas unos meses después de la Revolución de Octubre. La primera edición apareció en Petrogrado publicada por la editorial Vida y Conocimiento. Según la información proporcionada por la Gran enciclopedia soviética, desde entonces y hasta fines de 1970 se habían publicado en la urss 232 ediciones, se había traducido a 58 idiomas (incluidos 32 de los pueblos de la urss y 26 lenguas extranjeras). Más allá de las fronteras soviéticas, se había publicado en más de 30 países de todo el mundo5. En 1920 ya estaba disponible una edición castellana lanzada por Biblioteca Nueva de Madrid, la primera de las diez ediciones españolas que se sucedieron hasta finales de la Guerra Civil. A comienzos de la década de 1930 comenzaron en Buenos Aires y México a sucederse las ediciones latinoamericanas.

A pesar de su carácter doctrinario, de la abundancia de citas textuales y del estilo un tanto reiterativo de Lenin, el impacto de la obra fue extraordinario. Es que pocas veces en la historia humana acontecimientos de la magnitud de una revolución social y la edificación de un Estado de nuevo tipo parecían estar anticipados con tanta clarividencia en la teoría. Los acontecimientos históricos parecían venir a confirmar la justeza de las tesis leninistas acerca de la política, el poder y el Estado. La teoría parecía haber superado, y con creces, la «prueba de la realidad». Las tesis de El Estado y la revolución parecieron inmediatamente refrendadas por la Revolución de Octubre y el nuevo Estado soviético.

Ahora bien, esta estrecha relación entre la teoría y la práctica nos lleva asimismo a repensar la validez de las tesis leninistas a la luz de la experiencia soviética posterior a la Revolución de Octubre. Nos lleva a preguntarnos en qué medida el modelo de poder soviético que prescribe Lenin en El Estado y la revolución tuvo efectivamente correlato con la realidad soviética posterior a Octubre. Isaac Deutscher presentó la distancia entre la norma y la realidad en estos términos:

La maquinaria administrativa que creó tenía poco en común con el modelo ideal que había soñado en El Estado y la revolución. Nacieron un ejército poderoso y una policía política que estaba en todas partes. La nueva administración reabsorbió gran parte de la antigua burocracia zarista. Lejos de mezclarse con un «pueblo en armas», el nuevo Estado, como el antiguo, estaba «separado del pueblo y elevado por encima de él». A la cabeza del Estado se hallaba la vieja guardia del partido, los santos bolcheviques de Lenin. Lo que tenía que haber sido un simple para-Estado fue de hecho un súper-Estado.6

Las duras condiciones históricas en que se había llevado a cabo la revolución y en que se desenvolvió en los años siguientes –el carácter atrasado de Rusia, el débil peso del proletariado urbano en el marco de una sociedad campesina, el aislamiento respecto de una revolución que demoraba en extenderse a Europa, el cerco imperialista, la contrarrevolución armada, la guerra civil– impusieron otro curso.

La Rusia revolucionaria no podía sobrevivir sin un Estado fuerte y centralizado. Un «pueblo en armas» no podía defenderla contra los ejércitos blancos y contra la intervención extranjera: para ello era necesario un ejército centralizado y altamente disciplinado. La Checa, la nueva policía política –sostenía [Lenin]– era indispensable para la eliminación de la contrarrevolución. Era imposible superar la devastación, el caos y la desintegración social subsiguientes a la guerra civil con los métodos de una democracia de los trabajadores. La propia clase obrera estaba dispersada, agotada, apática y desmoralizada. La nación no podía regenerarse por sí misma, desde abajo, y Lenin creía que era necesaria una mano fuerte para guiarla desde arriba, a lo largo de una penosa transición cuya duración era imposible predecir.7

Los comités de empresa, los consejos obreros (soviets), el control obrero, creaciones espontáneas y auténticas de la clase trabajadora rusa, plenamente legitimados por el Lenin de El Estado y la revolución, se revelaban ahora a sus ojos como fuente de desórdenes y de una ineficacia susceptible de paralizar el aparato productivo del país en una situación de extrema gravedad8. Con el apoyo de Lenin y del Partido Bolchevique, los administradores industriales comienzan a afirmar su poder en desmedro de los organismos obreros. Los sindicatos son progresivamente estatizados. Los soviets son, en teoría, la fuente de la soberanía del nuevo Estado, pero en realidad este es el que gobierna en su nombre. Tal como llegó a reconocerlo el propio Lenin en un discurso de marzo de 1919: «los soviets, que eran por naturaleza unos órganos de gobierno por los trabajadores, no son en realidad más que órganos de gobierno para los trabajadores, gobierno ejercido por el estrato más avanzado del proletariado, pero no por las masas obreras»9. La dictadura del proletariado devino pronto en una dictadura de una minoría del proletariado y luego en una dictadura del partido.

Lenin, que despreciaba las utopías, había soñado sin embargo un Estado de nuevo tipo. En 1917 respondía a aquellos oponentes que lo trataban de iluso que sabía muy bien que «cualquier peón y cualquier cocinera» no eran inmediatamente capaces de dirigir el Estado, pero ponía como condición para erigir el nuevo Estado soviético que se comenzara inmediatamente a hacer participar en el manejo de los asuntos públicos a todos los trabajadores y a toda la población pobre10. Menos de un año después, una naciente oposición en el seno del propio Partido Bolchevique, los «comunistas de izquierda», le recriminaba haber olvidado las tesis de El Estado y la revolución. Nicolái Bujarin llegó a decirle irónicamente en una reunión del comité central bolchevique: «Estaba muy bien escribir como Lenin que cualquier cocinera debía aprender a dirigir el Estado. Pero ¿qué ocurre si cada cocinera tiene un comisario que la vigila constantemente?»11. Daniel y Gabriel Cohn-Bendit repiten la idea medio siglo después: «Sería fácil oponer a Lenin lo que él mismo escribía en 1917 en El Estado y la revolución. Cada frase de ese libro es una denuncia de la práctica bolchevique de los años 1918-1921»12.

Para algunos autores, como André Glucksmann, el terror estalinista no fue otra cosa que la continuación del terror bolchevique en una escala mayor. Y el totalitarismo soviético hundiría sus raíces en los textos de Lenin13. Para otros, como Isaac Deutscher, cuyas tesis fueron desarrolladas luego por Moshé Lewin, Lenin habría advertido hacia el final de su vida que el Estado dictatorial mostraba una tendencia irreversible a cristalizar en un organismo con sus leyes e intereses propios, y corría el riesgo de sufrir graves distorsiones en relación con los objetivos iniciales, escapar así de las manos de sus fundadores y contrariar las esperanzas de las masas. El instrumento se estaba convirtiendo en un fin en sí mismo. Lenin habría alcanzado a vislumbrar que un sistema coercitivo instituido para promover la libertad puede, en lugar de asegurar a las fuerzas sociales exteriores al aparato estatal una creciente participación en el poder, convertirse en una nueva máquina de opresión14. Estos autores se esfuerzan en presentarnos un Lenin trágico en sus últimos años de vida, crecientemente impotente para llenar la brecha insalvable entre la teoría y la práctica, entre las intenciones y los resultados, pero al mismo tiempo desesperado por sobreponerse a su enfermedad y buscar alianzas políticas capaces de hacer frente a una burocracia que no duda en llamar por su propio nombre, mucho antes de que León Trotsky elaborara su teoría de la burocracia15.

Para una crítica de la teoría leninista del poder

La teoría leninista no ha cesado de estar presente en los debates políticos a lo largo de los más de 100 años que nos separan de la aparición de El Estado y la revolución. Como todo texto polémico, ha conocido apologistas y detractores. Si bien escapa a los límites de este ensayo trazar un cuadro completo de su recepción, vale la pena repensar algunos temas profundamente debatidos de la teoría leninista de la política, el poder y el Estado: su concepción instrumental del poder; su tendencia a concebir el Estado solo en su dimensión represiva; su concepción acerca de la «simplificación social» y del fin de la política bajo el orden poscapitalista; sus nociones acerca de la neutralidad de la técnica; y, finalmente, la falta de articulación entre su teoría del Estado y su teoría del partido.

En primer lugar, la teoría leninista expresa una de las formas más francas de concepción instrumental del poder y, por lo tanto, del Estado. Para Lenin, como vimos, el poder es ante todo el poder del Estado. Y este es un instrumento en manos de una clase, en un modo de producción dado, para imponer la dominación sobre otras clases. Gilles Deleuze contrapuso ciertos postulados de la teoría del poder de Michel Foucault a los de la teoría leninista. Frente a lo que llamó el postulado de la propiedad, según el cual el poder sería algo que posee la clase dominante, un instrumento, una maquinaria, Foucault sostuvo que el poder no se posee, se ejerce. No es una propiedad, es una estrategia, algo que está en juego. Ante el postulado de la localización, según el cual el poder sería ante todo y sobre todo poder de Estado, Foucault se esforzó por descentrarlo respecto del Estado para llamar la atención sobre la red de micropoderes sobre los que, en todo caso, se asienta el poder estatal. Frente al postulado de la subordinación, según el cual el poder del aparato del Estado estaría fundado en un modo de producción, el autor de Vigilar y castigar argumentó que el poder no es un efecto superestructural de la economía sino un ejercicio inmanente a esta. Ante el postulado del modo de acción, según el cual el poder actuaría por medio de mecanismos de represión, Foucault mostró la modalidad positiva del ejercicio del poder: los mecanismos a través de los cuales el poder produce, esto es, induce placer, forma saber, produce discursos, impone el dominio de lo «normal» (produciendo «normalización»)16.

En segundo lugar, y como lógica consecuencia del punto anterior, Lenin tiende a enfatizar la dimensión represiva del Estado en desmedro de su dimensión hegemónica. El punto de partida de esta dificultad radica en que no vislumbraba la relevancia teórica y estratégica de distinguir una autocracia feudal como la rusa de los Estados capitalistas modernos como los que ya existían entonces en Estados Unidos y Europa occidental. Habrá que esperar a los desarrollos de Antonio Gramsci para sacar todas las conclusiones teóricas y estratégicas que se derivan de la diferencia entre «Oriente», donde «el Estado es todo y la sociedad civil nada», y «Occidente», donde el poder del Estado se asienta sobre una sociedad civil desarrollada. Los Estados de Europa occidental, concluía Gramsci, habían sido más eficaces que el Estado ruso en vencer la insurrección obrera, pues su hegemonía se asentaba en cierto grado de consenso obtenido de las masas populares que dominaban. Si bien los aparatos represivos del Estado continúan funcionando de modo disuasivo (y también como garantes últimos de la dominación), la clase dominante del «Occidente» capitalista gobernaba sobre la base de una hegemonía históricamente construida gracias a un conjunto de instituciones mediadoras de la sociedad civil, como las asociaciones civiles, los partidos políticos, las escuelas o la prensa.

Como ha señalado Perry Anderson respecto de Lenin:

Es notable el hecho de que El Estado y la revolución, quizá su obra más importante, mantenga en un plano de total generalidad su examen del Estado burgués, pues por la forma en que lo considera podría referirse a cualquier país del mundo. De hecho, el Estado ruso, que acababa de ser eliminado por la revolución de Febrero, era absolutamente distinto de los Estados alemán, francés, inglés o norteamericano, a los que se referían las citas de Marx y Engels en las que se basó Lenin. Al no delimitar inequívocamente una autocracia feudal de la democracia burguesa, Lenin originó involuntariamente una constante confusión entre los marxistas posteriores, confusión que iba a impedirles elaborar una estrategia revolucionaria eficaz en Occidente.17

La Internacional Comunista pagó con sucesivos fracasos la incomprensión de que estas sociedades necesitaban otro tipo de partido, otro tipo de estrategia y otro tipo de política.

En tercer lugar, debe señalarse como problemática la concepción leninista acerca de la creciente simplificación social y la progresiva desaparición de la política bajo el socialismo. Lenin es tributario aquí de la visión saintsimoniana, plasmada en la famosa frase que cita indirectamente en medio de una transcripción de Engels: «El gobierno sobre las personas será sustituido por la administración de las cosas»18. Como hemos visto, Lenin entiende que el propio capitalismo moderno ha llevado a cabo tal proceso de racionalización de la producción que las funciones del poder estatal se han simplificado a un grado en el que «pueden reducirse a operaciones tan sencillas de registro, contabilidad y control», pudiendo ser asumidas, en forma rotativa, por cualquier obrero que simplemente sepa leer y escribir19. Sobreentiende que, superado el fetichismo propio de la sociedad capitalista, las relaciones entre productores libremente asociados serán relativamente simples y transparentes, cuando en verdad, una sociedad socialista debería implicar una diversidad y una complejidad mucho mayores que las del capitalismo. Por ejemplo, al quedar alterada en una sociedad poscapitalista la autoregulación espontánea propia de las relaciones mercantiles a través del mecanismo de la oferta y la demanda, la toma colectiva de decisiones en torno de costos, producción, distribución y consumo de miles de productos entre millones de habitantes se torna mucho más compleja20. Lenin y los bolcheviques, como vimos, no tardaron en descubrirlo. En suma, a pesar de su insistencia antiutópica, El Estado y la revolución paga su tributo a las utopías clásicas al disolver en su sociedad socialista cualquier opacidad entre lo que los sujetos hacen y lo que creen que hacen; entre lo que los productores necesitan y lo que manifiestan que necesitan; entre lo que los agentes económicos producen y declaran que producen. Al creer que con la desaparición de la explotación de unos por otros y de unas clases por otras debía desaparecer también la «distorsión» ideológica respecto de la «realidad» así como las pujas políticas entre sectores (porque las necesidades y los recursos se tornarían evidentes y transparentes), Lenin entendía que todo podría resolverse mediante un adecuado cálculo económico.

En cuarto lugar, está el problema de la dimensión técnica del Estado. En el artículo citado anteriormente («¿Se sostendrán los bolcheviques en el poder?», de 1917), Lenin distinguía con mayor claridad entre dos «aparatos» que se entrelazan dentro del Estado capitalista: uno, de clase, opresivo; otro «técnico» y por lo tanto, neutral. «Además del aparato de ‘opresión’ por excelencia, que forman el ejército permanente, la policía y los funcionarios, el Estado moderno posee un aparato enlazado con los bancos y los consorcios, un aparato que efectúa, si vale expresarse así, un vasto trabajo de cálculo y registro. Este aparato no puede ni debe ser destruido»21. Para Lenin, se trata de arrancar estos aparatos, como por ejemplo el sistema bancario, del control de los capitalistas y ponerlo al servicio del Estado obrero. «Sin los grandes bancos –aclara Lenin y el énfasis de la frase es suyo– el socialismo sería irrealizable». De aquí que concluya taxativamente: «De este ‘aparato de Estado’ (…) podemos ‘apoderarnos’ y ‘ponerlo en marcha’ de un solo golpe, con un solo decreto, pues el trabajo efectivo de contabilidad, de control, de registro, de estadística y de cálculo corre aquí a cargo de empleados, la mayoría de los cuales son por sus condiciones de vida proletarios o semiproletarios»22.

Pero la distinción misma entre un aparato político, de clase y por lo tanto opresivo, a destruir, y un aparato técnico, por lo tanto neutro y no opresivo, a recuperar, ha resultado problemática. Juan Carlos Portantiero ha señalado agudamente cómo Max Weber había operado,

desde la crítica al marxismo, una paradojal reconstrucción de los lazos entre relaciones sociales y relaciones técnicas (ambas como relaciones de dominación) mucho más correcta. Precisamente será por medio de ese «saber especializado» que la dominación comenzará a ejercerse una vez que el capitalismo ha ingresado en su etapa de mayor desarrollo. El papel de la ciencia y de la técnica se fusionaría entonces, en una única instancia, como la forma moderna del poder. La distinción entre dominación y saber ya no podía ser trazada porque la dinámica del funcionamiento burocrático no está ligada a las características de la relación de dominación. Desde el propio reino de la «racionalidad formal» y no desde la voluntad de «los fines» se determinaban las condiciones de la reproducción del sistema. Ya no bastaba con apoderarse de ciertos puntos del Estado cuyo control era estratégico para poder utilizar, al servicio de otros fines, la neutralidad de la técnica: la esencia de la razón instrumental es la dominación; fuerzas productivas y relaciones sociales forman un único tejido.23

Desconociendo esta dimensión opresiva de la técnica, no es extraño, entonces, que Lenin preconizara para la Rusia de los soviets la aplicación de los métodos tayloristas de organización del trabajo nacidos en el seno del capitalismo: «Hay que organizar en Rusia –afirmó tajantemente– el estudio y la enseñanza del sistema Taylor, su experimentación y adaptación sistemática»24.

En quinto lugar, encontramos el problema de las relaciones entre el poder soviético y el poder del partido. Está fuera de toda discusión la centralidad que el líder bolchevique otorgaba al partido como forma privilegiada de la acción política. Para el Lenin de obras clásicas como ¿Qué hacer? o Un paso adelante, dos pasos atrás, así como en infinidad de artículos políticos, el partido es la vanguardia organizada de la clase, el portador de la conciencia de clase, el organizador colectivo, el promotor de la acción revolucionaria y el estado mayor de la revolución. Como se ha señalado repetidamente durante un siglo, la teoría marxiana del proletariado como sujeto de la historia se transforma en Lenin en una teoría del partido del proletariado proyectado como sujeto de la historia25. Sin embargo, en el contexto de la Revolución de Febrero de 1917 y de emergencia del movimiento de los soviets, esto es, en el «momento consejista» de Lenin, el partido no tiene lugar. Es el gran ausente de El Estado y la revolución. Y es la razón de fondo por la cual esta obra atrajo, al menos entre 1918 y comienzos de la década de 1920, el interés de muchos anarquistas: obliteraba al partido, rechazaba el parlamentarismo, evacuaba la política del orden comunista y entendía que el nuevo «Estado» no era otra cosa que la autoorganización democrática de los obreros, los campesinos y los soldados, que ya se había prefigurado en la Comuna de París de 1871.

Sin embargo, en el proceso de conformación del Estado soviético la pérdida de poder político de los soviets es simultánea al crecimiento del poder del Partido Bolchevique. Lenin analizó brillantemente la situación de «doble poder» que se había establecido con la Revolución de Febrero de 1917 entre la potestad estatal del gobierno provisional y la potestad espontánea de los soviets. Pero tras la Revolución de Octubre se plantea otra situación de «doble poder», ahora entre la potestad del nuevo Estado presidido por el Consejo de Comisarios del Pueblo y la potestad del Congreso Panruso de los Soviets. Mientras los otros partidos que animaban la vida de los soviets –Partido Socialista Revolucionario, Partido Menchevique, Partido Trudovique (laborista), Bund, anarquistas, etc.– son crecientemente perseguidos o directamente prohibidos entre 1918 y 1921, se afirma el Partido Bolchevique como partido único y se inicia así el proceso de fusión Partido-Estado. El nuevo Estado queda conformado por una burocracia resultante de la fusión entre los cuadros bolcheviques y parte del viejo funcionariado estatal. La marxista polaco-germana Rosa Luxemburgo señaló este problema a Lenin y a los bolcheviques en el poder con su notable clarividencia:

Con la represión de la vida política en el conjunto del país, la vida de los soviets también se deteriorará cada vez más. Sin elecciones generales, sin una irrestricta libertad de prensa y reunión, sin una libre lucha de opiniones, la vida muere en toda institución pública, se torna una mera apariencia de vida, en la que solo queda la burocracia como elemento activo.26

El decurso de la urss posterior a la muerte de Lenin y, sobre todo, su implosión final devaluaron la obra y la figura histórica del líder soviético. Sus libros han dejado de editarse, no solo en su país natal sino en todo el mundo. Mientras las biografías que le dedicaron en las décadas de 1930, 1940 y 1950 tendieron a glorificarlo, los nuevos estudios biográficos –como los escritos por Richard Pipes27, Robert Service28, Hélène Carrère d’Encausse29 e incluso el ruso Dmitry Volkógonov30– coinciden en su demonización. 

En 2024 se cumple el centenario de la muerte de Lenin. El juicio histórico, aunque hoy está dominado por las derechas, de todos modos permanece abierto. Hubo diversas maneras de leer El Estado y la revolución a lo largo del último siglo, y el modo dominante que hoy nos rige no tiene por qué ser el definitivo. En 1918, El Estado y la revolución fue leído en todo el mundo como un programa y una promesa. En la década de 1930 se convirtió en la urss en doctrina de Estado y en obra canónica del comunismo a escala global. En la segunda posguerra, fue leído como la antesala teórica del totalitarismo. En 1991 pasó a ser, no solo en Occidente sino en la propia Rusia, la cristalización de un dogma que, al rechazar el carácter natural y espontáneo del mercado, estaba condenado de antemano al fracaso. 

Utopía/ciencia, poder social/poder de Estado, federalismo/centralización, todo esto está y al mismo tiempo no está en El Estado y la revolución. Lo que no está dicho yace en los sentidos latentes del texto. Es posible que, como en toda utopía social, convivan en esta obra, de modo inextricable, los anhelos de emancipación social y las astucias de la dominación, el sueño y la pesadilla. Hace algunos años, y a contrapelo del talante conservador que domina el mundo, el filósofo esloveno Slavoj Žižek convocaba a un coloquio internacional en Essen, Alemania, sobre la actualidad del pensamiento de Lenin, donde participaron figuras como Fredric Jameson, Alain Badiou y Daniel Bensaïd. Žižek revalorizó allí al Lenin de la desesperación que logra sobreponerse al shock de 1914, al Lenin de la locura utópica de El Estado y la revolución, al Lenin que en soledad absoluta busca convencer de la necesidad de la revolución a su propio partido y, en fin, al Lenin que entiende el acontecimiento único de Octubre y lanza a los bolcheviques a la toma del poder con la conciencia de que la revolución solo se autoriza a sí misma. Desafiando el sentido común del fin de la historia y el ocaso de las utopías, Žižek recuperaba «la locura (en el sentido kierkegaardiano del término)» de aquella «utopía leninista» de El Estado y la revolución31.

Quizás hoy, a 100 años de la muerte de Lenin, cuando el fin del Estado no es un sueño de la izquierda sino de un sector de la derecha radical, valga la pena repensar aquel pequeño libro de 1917 en el cual «el vocabulario y la gramática de la tradición occidental son violentamente subvertidos.

Sophie Cœuré

  • 1.Alejandro Galliano: ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no?, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2020.
  • 2.Nick Srnicek y Alex Williams: Inventar el futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo, Malpaso, Barcelona, 2017.
  • 3.Tras los levantamientos populares sin resolución al problema del poder (la llamada «crisis de julio»), Lenin pasó a la clandestinidad. Comenzó la redacción de El Estado y la revolución en el granero que le facilitó un camarada de su partido en Razliv, una aldea a unos 30 kilómetros de Petrogrado. En agosto, con su clásica barba perita afeitada y una peluca, cruzó la frontera disfrazado de obrero para instalarse en Helsinki con ayuda de los socialdemócratas finlandeses. Allí retomó y concluyó su manuscrito hasta completar el sexto capítulo.
  • 4.Las notas de Lenin fueron publicadas póstumamente en la URSS en 1930. Una edición castellana accesible es El marxismo y el Estado. Materiales preparatorios para el libro El Estado y la revolución, Júcar, Madrid, 1978.
  • 5.A. G. Lashin: voz «Государство и революция» [El Estado y la revolución] en Большая советская энциклопедия [Gran enciclopedia soviética], 3ª ed., Moscú, 1969-1978, disponible en https://gufo.me/dict/bse.
  • 6.I. Deutscher: «Los dilemas morales de Lenin» [1959] en Ironías de la historia, Península, Barcelona, 1969, pp. 192-193.
  • 7.Ibíd., p. 193.
  • 8.Moshé Lewin: El último combate de Lenin, Lumen, Barcelona, 1970, p. 25. V. tb. Oskar Anweler: Les Soviets en Russie. 1905-1921, Gallimard, París, 1972 y Maurice Brinton: Los bolcheviques y el control obrero, Ruedo Ibérico, París, 1972.
  • 9.M. Lewin: ob. cit., pp. 23-24.
  • 10.V.I. Lenin: «¿Se sostendrán los bolcheviques en el poder?» [1917] en Acerca del Estado, Grijalbo, Ciudad de México, 1970, p. 108.
  • 11.Cit. por M. Brinton: ob. cit., p. 83. V. tb. Stephen F. Cohen: Bujarin y la revolución bolchevique, Siglo XXI Editores, Madrid, 1976, p. 111.
  • 12.D. y G. Cohn-Bendit: El izquierdismo: remedio a la enfermedad senil del comunismo, Acción Directa, Montevideo-Buenos Aires, 1971, p. 354.
  • 13.A. Glucksmann: La cocinera y el devorador de hombres. Ensayo sobre el Estado, el marxismo y los campos de concentración, Mandrágora, Barcelona, 1977.
  • 14.M. Lewin: ob. cit., pp. 17-18 y ss.
  • 15.Como testimonio de estos esfuerzos dramáticos, v. V.I. Lenin: Contra la burocracia. Diario de las secretarias de Lenin, Pasado y Presente, Buenos Aires, 1971.
  • 16.G. Deleuze: Foucault, Paidós, Buenos Aires, 1987, p. 49 y ss. Sobre las relaciones entre el marxismo y las teorías de Foucault, v. Mark Poster: Foucault, el marxismo y la historia, Paidós, Buenos Aires, 1987 y H. Tarcus (comp.): Disparen sobre Foucault, El Cielo por Asalto, Buenos Aires, 1992.
  • 17.P. Anderson: Consideraciones sobre el marxismo occidental, Siglo XXI Editores, Madrid, 1979, pp. 141-142.
  • 18.V.I. Lenin: El Estado y la revolución en Obras completas XXV, Cartago, Buenos Aires, 1958, p. 383.
  • 19.Ibíd., p. 414 y ss.
  • 20.Para una crítica sistemática de la «sancta simplicitas» en Lenin, extensiva a todo el pensamiento marxista, v. la obra clásica de Alec Nove: La economía del socialismo factible, Fundación Pablo Iglesias / Siglo XXI Editores, Madrid, 1987, p. 50 y ss.
  • 21.V.I. Lenin: «¿Se sostendrán los bolcheviques en el poder?», cit., p. 100.
  • 22.Ibíd., pp. 100-101.
  • 23.J.C. Portantiero: Los usos de Gramsci, Folios, Ciudad de México, 1981, p. 33. Para una comparación de las concepciones de Weber y de Lenin acerca del Estado, v. tb. Erik Olin Wright: «Burocracia y Estado» en Clase, crisis y Estado, Siglo XXI Editores, Madrid, 1983.
  • 24.V.I. Lenin: «Las tareas inmediatas del poder soviético» [1918] en Acerca del Estado, cit., p. 139.
  • 25.V. Antonio Carlo: «La concepción del partido revolucionario en Lenin» en Pasado y Presente N° 2-3, 7-9/1973.
  • 26.R. Luxemburgo: «La revolución rusa» en Obras escogidas II, Pluma, Buenos Aires, 1976, p. 198.
  • 27.R. Pipes: The Unknown Lenin: From the Secret Archive, Yale UP, New Haven, 1996.
  • 28.R. Service: Lenin: A Biography, Belknap Press, 2000. [Hay edición en español: Lenin. Una biografía, Siglo XXI Editores, Madrid, 2017].
  • 29.H. Carrère d’Encausse: Lénine, Fayard, París, 1998. [Hay edición en español: Lenin, FCE, Ciudad de México, 1999].
  • 30.D. Volkógonov: Lenin: A New Biography, Free Press, Nueva York, 1994.
  • 31.S. Žižek: A propósito de Lenin. Política y subjetividad en el capitalismo tardío, Atuel / Parusía, Buenos Aires, 2004, p. 14 y ss.
  • 32.Ibíd.

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