Libertad y liberación Foucault, Arendt y Fanon

Enzo Traverso

La relación entre libertad y revolución pone de relieve la discrepancia entre pensar la libertad, como lo ha hecho tradicionalmente la filosofía política, e historizarla. «Libertad» es una de las palabras más ambiguas y polémicas de nuestro léxico político. Las tensiones que atraviesan los escritos de Michel Foucault, Hannah Arendt y Frantz Fanon permiten recorrer algunas de estas cuestiones.

Libertad y liberación  Foucault, Arendt y Fanon

Las distinciones conceptuales entre libertad y liberación van más allá del conflicto canónico entre liberalismo y socialismo. Según Michel Foucault, la libertad no es un reino ontológico sino más bien una forma de vida socialmente producida y, como tal, no se opone sino que, al contrario, se inscribe en el poder a través de múltiples tensiones y prácticas. Hay «prácticas de la libertad» que transforman las relaciones sociales, modifican las jerarquías consolidadas y afectan las estructuras de los aparatos estatales dominantes, con lo cual actúan dentro de la «microfísica» de un poder difundido, rizomorfo y omnímodo1. Si el poder es un todo de relaciones y redes que nos dan forma y nos construyen, y con ello disciplinan nuestro cuerpo y cuidan nuestra vida tal como «un pastor protege su rebaño», la oposición entre poder y libertad no tiene sentido, habida cuenta de que el primero no puede ser destruido por una acción «liberadora». A juicio de Foucault, la liberación en cuanto enfrentamiento violento entre un Estado soberano y un sujeto insurgente era un relato mítico que presentaba la libertad como una especie de sustrato original cubierto, oculto y encadenado por la autoridad política. La libertad no puede «conquistarse», es preciso construirla mediante la introducción de prácticas de resistencia en las relaciones de poder; es el resultado de un proceso, la consecuencia de la construcción de nuevas subjetividades. Por ejemplo, la sexualidad no puede «liberarse» sino, antes bien, recibir una nueva forma de las «tecnologías del yo» apropiadas; en otras palabras, de nuevas prácticas de existencia –hechas de deseos, fuerza, resistencia y movimientos– por medio de las cuales los sujetos puedan constituirse2

Esta distinción foucaultiana entre libertad y liberación es a la vez fructífera y problemática. Es un valioso recordatorio de que un «reino de la libertad» no puede simplemente proclamarse o establecerse por un acto de la voluntad: todas las revoluciones quedaron atrapadas en el legado del pasado, un hecho que modeló profundamente cualquier intento de construir una nueva sociedad. Pero Foucault no era del todo original al criticar el fetichismo de la liberación: desde mediados del siglo xix, Karl Marx había hecho advertencias contra la ilusión de Mijaíl Bakunin de alcanzar la libertad mediante la «abolición» del Estado y contra la tentación de Louis-Auguste Blanqui de reducir la revolución a una suerte de técnica insurreccional. El quid es que, al criticar una concepción tan ingenua de la libertad, Foucault suprime simplemente la cuestión de la liberación. 

Vale la pena meditar seriamente sobre sus observaciones, y su oposición comprometida a la condición carcelaria de la década de 1970 es una prueba de que sus «prácticas de la libertad» no eran una fórmula vacía. No obstante, su rechazo de la liberación en nombre de la libertad suscita un legítimo escepticismo. Desde luego, el vínculo entre ambas no es teleológico y no traza una curva lineal ascendente para representar una expansión continua e irreversible de las capacidades y el goce, tal como la descripta por Nicolas de Condorcet en su famoso Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (1795)3. La libertad no es el resultado de una autorrealización providencial e ineluctable. A fines del siglo xx, Eric Hobsbawm ya no creía en ese relato teleológico. A comienzos de los años 60 había comenzado su tetralogía sobre la historia de los siglos xix y xx como una sucesión de olas emancipatorias: 1789, 1848, la Comuna de París en 1871, luego la Revolución Rusa y por último, desde la Segunda Guerra Mundial en adelante, las revoluciones de Asia y América Latina, de China a Cuba y Vietnam. La historia tenía un telos y la libertad era su horizonte natural. Implicaba progreso y el movimiento obrero era su herramienta. Después de 1989 y el derrumbe del socialismo real, Hobsbawm reconoció que esa periodización no reflejaba ninguna causalidad determinista ni describía una trayectoria lineal, pero, pese a todo, las experiencias de liberación que recorrían su relato histórico habían existido. Bajo el Antiguo Régimen, la libertad significaba una serie de «libertades» concretas: exenciones, permisos y privilegios otorgados a ciertos grupos4. Las revoluciones atlánticas establecieron una nueva idea universal de la libertad, inscripta tanto en los derechos naturales como en las leyes positivas, que creció en la imaginación colectiva y movilizó un poderoso simbolismo durante más de dos siglos. Las rupturas revolucionarias investigadas por Hobsbawm en su tetralogía sobre los siglos xix y xx prueban que esa idea universal tenía un carácter performativo. 

Foucault elaboró su dicotomía entre la libertad y la liberación en los años 80, la etapa final de su trayectoria intelectual, un momento en que, según muchos críticos, expresaba una franca inclinación hacia el individualismo y el neoliberalismo. Es cierto que en algunos textos marginales no excluía los levantamientos entre las prácticas de la libertad –«Hay sublevaciones», escribió, y «así es como la subjetividad (no la de los grandes hombres sino la de cualquiera) entra en la historia y le da su aliento»5–, pero eran excepciones. Su obra no expresa en ninguna parte interés alguno en las revoluciones, ni en las clásicas ni en las de su propio tiempo (con la extraña excepción de la Revolución Iraní, cuya crónica aceptó hacer para el diario italiano Corriere della Sera). Un uso fructífero de Foucault consistirá, tal vez, en rehistorizar su visión de la libertad para reconectarla de tal modo con la liberación. Es discutible que, en el siglo xix, la aparición de un nuevo poder biopolítico –lo que él llamaba «gubernamentalidad»– haya remplazado finalmente a formas anteriores de soberanía: la administración de cuerpos, poblaciones y territorios en vez del «derecho a decidir sobre la vida y la muerte»6. La gubernamentalidad dio nueva forma a la soberanía sin agotarla. La historia del siglo xx, con sus guerras totales y revoluciones, presenta la arrogancia apocalíptica del poder soberano. Muchas categorías foucaultianas son inútiles para los historiadores si no se conectan con las de Marx, Max Weber y Carl Schmitt7. Históricamente entendida, la libertad surgió como un poder constituyente que tuvo que vérselas con un poder soberano anterior y lo desestimó. 

De manera análoga a Foucault, aunque a partir de premisas filosóficas diferentes, Hannah Arendt trazó una línea entre liberación y libertad. En su famoso ensayo Sobre la revolución (1963) describió la liberación como un acto de voluntarismo –transicional y efímero por definición– que puede crear libertad pero también engendrar despotismo, en tanto que la libertad, puntualizaba Arendt, es un estatus permanente que requiere un sistema político republicano. La libertad permite a los seres humanos interactuar como ciudadanos, esto es, participar como sujetos iguales en una esfera pública común. Arendt se interesaba en la revolución exclusivamente como un momento fundacional de la libertad republicana, una constitutio libertatis. Sobre esa base, comparaba las revoluciones estadounidense y francesa como dos modelos antagónicos. Su intención no era cotejar dos experiencias históricas sino, antes bien, yuxtaponer dos tipos ideales en conflicto. Y su conclusión era clara: en tanto que la Revolución Estadounidense logró establecer la libertad republicana, la Revolución Francesa fracasó debido a su ambición de combinar la conquista de la libertad con la emancipación social. Más allá de la libertad, pretendía liberar a la sociedad de la explotación y la necesidad. Pero esto implicaba intervenciones autoritarias en el cuerpo social, y dado que la revolución era incapaz de preservar la autonomía del campo político, producía autoritarismo, despotismo y finalmente totalitarismo. «La Revolución Estadounidense siguió comprometida con la fundación de la libertad y el establecimiento de instituciones duraderas», escribía Arendt, mientras que la Revolución Francesa «estaba condicionada por las exigencias de liberarse no de la tiranía sino de la necesidad»8. Al separar de manera radical la política de la sociedad como dos esferas inconciliables, Arendt consideraba a la vez «fútil» y «peligroso» «liberar a la humanidad de la pobreza por medios políticos» y, por lo tanto, veía la Revolución Francesa como un fracaso global: el resultado, escribía, «fue que la necesidad invadió la esfera política, la única donde los hombres pueden ser verdaderamente libres»9. Curiosamente, su ensayo no analiza la Revolución Rusa, que persiguió de manera consciente el objetivo de cambiar las bases mismas de la sociedad mediante la abolición del capitalismo. 

En Los orígenes del totalitarismo (1951), Arendt dedica varias páginas a Edmund Burke, el primer crítico conservador de la filosofía de los derechos humanos, y lo presenta como un precursor del régimen totalitario10. Diez años después, lo valorará como un lúcido detractor de la Revolución Francesa. A su juicio, la crítica que hace Burke de los derechos humanos no es «ni obsoleta ni reaccionaria», dado que ha entendido que los iluministas franceses reprochaban al Antiguo Régimen haber privado a los seres humanos, no de la libertad y la ciudadanía, sino de los «derechos de la vida y la naturaleza»11Sobre la revolución es un texto contradictorio. Por un lado, defiende una concepción de la libertad cercana al anarquismo, sobre todo en su visión de la república como una forma de democracia directa que tiene sus encarnaciones en la Comuna de París, los soviets de 1917 y la revolución húngara de 1956. Por otro, su crítica de la Revolución Francesa reproduce muchos de los lugares comunes del liberalismo conservador, que siempre denigró el utopismo democrático radical de Jean-Jacques Rousseau como una premisa del totalitarismo. Esta contradicción merece explorarse. 

Según Arendt, la libertad implica una participación directa y activa en la vida pública; es una forma «agonal» u «ocular» de democracia, que rechaza el principio de representación: un campo de acción en el cual «el ser y el aparecer coinciden»12. No designa el pluralismo democrático como una multiplicidad de partidos políticos representados en un Parlamento; significa antes bien una esfera pública animada por la interacción de ciudadanos libres. En la concepción arendtiana, la política es el ámbito de lo infra, que es una reformulación del concepto heideggeriano de ser (Sein) como «ser con» (Mitsein)13. En una obra anterior, La condición humana (1958), Arendt había distinguido entre tres grandes formas de existencia humana: la labor, que implica un intercambio primario y casi metabólico entre los seres humanos y la naturaleza; el trabajo, que crea el mundo material y nuestro entorno social, y la acción, el reino de la libertad que no está sujeto a ninguna dialéctica entre medios y fines, porque es su propio fin14. En otras palabras, la libertad, la forma más alta y noble de política, es un campo autónomo radicalmente separado de la sociedad, y cualquier interferencia en ella plantea la amenaza del despotismo. En consecuencia, la república de Arendt carece de todo contenido social: la libertad no significa la emancipación respecto de la opresión económica y social, significa ciudadanos libres que fluctúan libremente en un vacío social. 

Su distinción radical entre libertad y necesidad excluye implícitamente de la política a todos aquellos cuyo principal interés es satisfacer sus necesidades vitales antes de participar en la esfera pública, y se limita a ignorar a quienes no lo hacen por falta de tiempo, conocimiento, educación, etc. Pero las revoluciones son precisamente los momentos en que los excluidos ya no carecen de voz y claman ser escuchados. Marx definió el comunismo como un «reino de libertad» que podía establecerse más allá del campo de la producción. Arendt se mostraba hostil a las revoluciones sociales, que a su entender eran o bien prepolíticas o antipolíticas. En su opinión, la responsabilidad última de ese trágico malentendido correspondía a Marx, un pensador cuyo «lugar en la historia de la libertad humana será siempre equívoco», dado que, concluía, «la abdicación de la libertad ante el dictado de la necesidad» había encontrado en él a «su teórico»15. Al criticar su concepto de revolución, Hobsbawm señalaba que, como historiador, no podía entrar en diálogo con ella. Hablaban lenguas diferentes, como los teólogos y los astrónomos en la Europa de la Era Moderna (y cabe imaginar quién, en esta analogía, encarnaba a Galileo y quién a la Inquisición)16

Este conflicto se remonta simplemente a la aporía original de la libertad moderna: la contradicción interna entre el hombre y el ciudadano que da forma a toda la cultura de la Ilustración y que el joven Marx había analizado en 1842 en sus escritos sobre los cercados renanos. Los más ricos y los más pobres son «iguales» como ciudadanos pero no, por supuesto, como «individuos particulares», esto es, como propietarios, condición que es el núcleo de la libertad tal como la define el liberalismo clásico. La Constitución francesa de 1793 había tratado de superar esta dicotomía entre el hombre y el ciudadano: todos los seres humanos (que encarnaban derechos universales e inalienables) eran ciudadanos (que disfrutaban de derechos positivos, instituidos y concretos) y la propiedad estaba subordinada al «derecho a la existencia». En otras palabras, la libertad y la igualdad iban juntas; no era la propiedad individual la que establecía vínculo entre ellas, sino las necesidades de la comunidad. Étienne Balibar describe esta unión con el concepto de igualibertad17

En la comparación de las revoluciones estadounidense y francesa, Alexis de Tocqueville fue probablemente más lúcido que Arendt. En tanto que la Revolución Estadounidense se dirigía contra un poder externo y no pretendía destruir ninguna estructura económica y social heredada del pasado, la Revolución Francesa apuntaba contra el Antiguo Régimen; su emancipación política no podía producirse sin destruir el edificio entero del absolutismo, un sistema de poder que había gobernado durante siglos y moldeado mentalidades, culturas y comportamientos18. La revolución no podía separar emancipación política y emancipación social: estaba forzada a inventar una nueva sociedad para remplazar la vieja. La Revolución Estadounidense resolvió la cuestión social por medio de la frontera: el espacio era el horizonte de su libertad y la democracia se concibió como una conquista, con la instalación de colonos y propietarios de tierras. La frontera era un horizonte inagotable de apropiación19. A fin de idealizar la Revolución Estadounidense, Arendt se vio obligada a pasar por alto sus estigmas originales: el genocidio de los pueblos indígenas y la aceptación de la esclavitud. Un siglo después, sin embargo, la Guerra de Secesión fue tan violenta y letal como lo había sido o lo sería el Terror en las revoluciones francesa y rusa. Arendt defendía una extraña concepción de la libertad, oscilante entre Rosa Luxemburgo y Tocqueville, otro gran admirador de la democracia estadounidense. 

En un famoso y controvertido artículo sobre Little Rock escrito en 1957, en el momento de la batalla por los derechos civiles en Estados Unidos, Arendt denunció vigorosamente toda forma de discriminación legal contra los afroestadounidenses, pero consideró su segregación social como un hecho inevitable y en definitiva aceptable que no podría resolverse a través de medidas políticas. «El interrogante», escribió en 1959, «no es cómo abolir la discriminación, sino cómo mantenerla confinada dentro de la esfera social, donde es legítima, e impedir que invada la esfera política y personal, donde es destructiva»20. Cabría señalar que la exclusión de la cuestión social de la esfera política es precisamente el argumento por medio del cual el liberalismo clásico siempre trató de legitimar los privilegios y poderes relacionados con la propiedad. En el siglo xix, la democracia era vista como la «invasión de la esfera política por la cuestión social», un peligroso sistema que los pensadores más prominentes del liberalismo, de John Stuart Mill a Benjamin Constant, rechazaban al vincular el derecho al voto con la propiedad. Es cierto que la ceguera de Arendt respecto de la cuestión social no procedía de la tradición filosófica del liberalismo clásico, sino más bien de una concepción existencialista de la «autonomía» de lo político21. El resultado, sin embargo, es el mismo: o bien al sacralizar la propiedad (Constant y Mill) o al ignorarla (Arendt), todos ellos excluían a los pobres del reino de la política. 

¿Cómo podemos explicar la controvertida visión que Arendt tenía de la libertad? Tal como escribió en varias oportunidades, había descubierto la política por conducto de la «cuestión judía», en cuanto era la cuestión de una minoría políticamente discriminada y perseguida pero socialmente integrada. Arendt escribió poderosas e iluminadoras páginas sobre el modo en que el antisemitismo había transformado a los judíos en parias, personas apátridas privadas de ciudadanía y, por lo tanto, de toda existencia jurídica y política; lo veía como el reflejo de las contradicciones internas de la Ilustración –la división irresuelta entre seres humanos y ciudadanos– y la crisis del Estado-nación en el siglo xx. El hecho es que, en eeuu, la segregación negra tenía su propia historia y no podía interpretarse desde una óptica judía22. Cuando los nazis promulgaron las leyes de Núremberg en 1935, hacía más de un siglo que los guetos judíos habían dejado de existir en Alemania. La abolición de la discriminación legal era sin duda un progreso, pero no puso fin ni al racismo ni a la opresión social que en la práctica vaciaba la propia emancipación legal. 

En términos más generales, Arendt era indiferente a cualquier forma de revolución anticolonial. Tal como hizo notar David Scott, «para Arendt solo hay dos revoluciones del siglo xviii, la francesa y la estadounidense», mientras que la Revolución Haitiana era simplemente impensable23. En su ensayo titulado Sobre la violencia (1970), ella señalaba «la escasez de rebeliones de esclavos y de levantamientos entre los desheredados y oprimidos» y agregaba que, cuando ocurrían, se generaba una «furia loca» que «convertía los sueños en pesadillas para todo el mundo»24. La violencia de los colonizados era peor que la opresión que sufrían –escribió contra Jean-Paul Sartre–, dado que era una «explosión volcánica» prepolítica que no podía producir nada fructífero más allá de remplazar a los líderes sin cambiar el mundo. El «Tercer Mundo» no era «una realidad sino una ideología» y su unidad era un mito tan peligroso como el llamado de Marx a la unidad de los proletarios con prescindencia de su nacionalidad25. En vez de ser los dirigentes de un proceso revolucionario de descolonización, Mao Zedong, Fidel Castro, Ernesto «Che» Guevara y Ho Chi Minh, con sus «ensalmos pseudorreligiosos», eran los «salvadores» de estudiosos desilusionados tanto con Oriente como con Occidente, los dos bloques enfrentados de la Guerra Fría, mientras que el Poder Negro se fundaba en la ilusión de crear una alianza entre los afroestadounidenses y ese mítico «Tercer Mundo» (en otras palabras, un movimiento antiblanco potencialmente racista). Escribir esto en 1970 no era simplemente inexacto ni chocantemente despreciativo: era la expresión de una asombrosa ceguera intelectual, por no hablar de un prejuicio claramente eurocéntrico y orientalista. 

Al deshistorizar la revolución, Arendt adhería a los clisés conservadores referidos a la barbarie de las razas inferiores y los continentes atrasados. En realidad, la violencia extrema distaba de ser una característica exclusiva de las revoluciones coloniales. Mediante la ejecución del rey, las revoluciones inglesa, francesa y rusa habían tratado de canalizar y controlar una ola espontánea de violencia desde abajo. Según Arno J. Mayer, el gran historiador del Terror en las revoluciones francesa y rusa, la violencia era consustancial a ellas, dos «furias» que arrasaban con cualquier orden o poder gobernante26. En 1834, la revista satírica francesa Le Charivari presentó la revolución como un «torrente» que lo inundaba todo con una fuerza elemental irresistible. Las revoluciones a menudo siguen una dinámica autónoma, como espirales fuera de control que apuntan a obliterar el pasado e inventar el futuro a partir de cero. Y como su poder constituyente choca violentamente con la antigua soberanía, necesitan destruir sus símbolos. No hay libertad sin la ejecución del rey. Como ya hemos visto, las revoluciones despliegan una espectacular carga iconoclasta que convierte la liberación en una realización visible y tangible. El 14 de Julio designa la toma por asalto de la Bastilla, que fue sistemáticamente demolida. La Comuna de París también necesitó su acto simbólico iconoclasta, que tuvo lugar con la demolición de la columna de Vendôme. Las insurrecciones son momentos de efervescencia colectiva en los que las personas comunes y corrientes sienten un deseo incontenible de invadir las calles, ocupar los sitios de poder, exhibir su propia fuerza, si es necesario tomar las armas y celebrar la liberación mediante manifestaciones de fraternidad y felicidad. Según Lenin, uno de los pensadores más austeros de la revolución, esta es un «festival de los oprimidos». Consciente de que la memoria revolucionaria necesita poderosos puntos de referencia icónicos, Serguéi Eisenstein hizo que la escena inicial de Octubre (1927) fuera la imagen de la multitud insurgente dedicada a destruir la estatua del zar. En julio de 1936, al estallar la Guerra Civil española, la libertad también significaba la lucha contra el fascismo, siempre representada como el acto de hacer añicos sus símbolos. La violencia de la lucha anticolonial no tenía, por tanto, nada de excepcional. Al analizar la quema de plantaciones durante la revolución de los esclavos en La Española, C.L.R. James la comparó con varias prácticas europeas análogas: «Los esclavos destruían sin descanso. Como los campesinos en la jacquerie o los desguazadores luditas, buscaban su salvación de la manera más obvia, la destrucción de lo que era, como bien sabían, la causa de su sufrimiento, y si destruían mucho era porque habían sufrido mucho»27. Es casi imposible leer las palabras de Arendt sobre la violencia anticolonial –«furia loca» y «pesadillas»– sin pensar en el famoso capítulo sobre la violencia de Los condenados de la tierra (1961), el libro de Frantz Fanon. El contraste es impresionante. La categórica separación trazada por Arendt entre libertad y necesidad recuerda el retrato que hace Fanon de la dicotómica ciudad colonial, donde coexisten de hecho dos ciudades: la blanca y la de color; la primera, europea y «civilizada», la segunda, «primitiva», dominada por preocupaciones elementales y de ordinario descripta con un léxico zoológico: colores, olores, promiscuidad, suciedad, desorden, ruido, etc. Fanon se concentraba en los símbolos corporales de esa alienación, que describía como una especie de «espasmo muscular» o «tetania». Esta expresaba una agresividad internalizada que podía desembocar en la «autodestrucción», un comportamiento que muchos observadores occidentales interpretaban como «histeria» indígena28.

Lo que Arendt llamaba «furia loca» era para Fanon una violencia regeneradora. A su juicio, la violencia era un medio necesario de liberación que «desintoxicaba» y «rehumanizaba» a los oprimidos: «El hombre colonizado se libera con y a través de la violencia»29. Esta, nacida como contraviolencia, se convertía en una etapa crucial en el proceso dialéctico de liberación, en el que cumplía, en términos hegelianos, el papel de la «negación de la negación»: no una ilusoria «reconciliación» (la perjudicial perspectiva de «humanizar» el colonialismo), sino una radical supresión tanto de gobernantes como de gobernados. La relación sujeto-objeto establecida por el colonialismo estaba rota: el objeto se había convertido en un sujeto. La violencia revolucionaria no podía interpretarse como una lucha por el reconocimiento, era una lucha para destruir el orden colonial y, en ese sentido, su desorden era a la vez «un síntoma y una cura»30.

Desde luego, esta metamorfosis conceptual de la «furia loca» arendtiana en la violencia redentora de Fanon implica un desplazamiento epistémico: ver el colonialismo con los ojos del colonizado y adoptar un punto de observación no occidental. Arendt era incapaz de efectuar tal cambio de perspectiva. Es interesante señalar que Jean Améry (Hans Mayer), un judío austríaco que había sido deportado a Auschwitz y apoyó al Frente de Liberación Nacional (fln) durante la Guerra de Argelia, admiraba a Fanon y defendía su visión de la violencia. Fanon, puntualizaba, «ya no estaba en el circuito cerrado del odio, el desprecio y el resentimiento»31. Su visión era política y no tenía nada en común con las glorificaciones míticas, nihilistas o místicas de la violencia tal como podía encontrárselas en los escritos de Georges Sorel, el joven Walter Benjamin («divina violencia») o Georges Bataille (el sufrimiento como un acceso sensualista a lo sagrado). La violencia y la opresión no eran un destino ineludible; su cadena inmemorial podía romperse. En Más allá de la culpa y la expiación (1966), su testimonio sobre la guerra y la deportación, Améry recordó que, mientras lo torturaban en el fuerte de Breendonk, Bélgica, por ser un miembro de la Resistencia, su anhelo era poder dar una «forma social concreta a [su] dignidad con un puñetazo en una cara humana»32. A su entender, la concepción de la violencia de Fanon era al mismo tiempo existencial e histórica. Contenía, a no dudar, «aspectos patentemente mesiánico-milenaristas», pero esto no hacía sino reforzar su legitimidad: «La libertad y la dignidad deben alcanzarse por la vía de la violencia, para que sean libertad y dignidad»33. Améry no defendía la concepción de Fanon como un filósofo existencialista (Sartre había prologado Los condenados de la tierra), lo hacía como un sobreviviente judío de los campos nazis. La violencia revolucionaria, escribía, «no solo es la partera de la historia, sino la del ser humano cuando este se descubre y se da forma en la historia»34

En Los orígenes del totalitarismo, Arendt había comprendido el vínculo genético que conectaba el imperialismo del siglo xix con el nacionalsocialismo y sus políticas de exterminación, pero en sus obras posteriores abandonó esa vigorosa intuición y, en última instancia, su enfoque de la política siguió siendo profundamente eurocéntrico. Su ensayo sobre la revolución no menciona la Revolución Haitiana. El derrocamiento del colonialismo por un movimiento autoemancipatorio de personas esclavizadas era «impensable» dentro de su categoría de libertad. A pesar de sus fructíferas intuiciones al final de la Segunda Guerra Mundial, terminó, en definitiva, por adherir a la cultura eurocéntrica predominante. 

Tal como señala Domenico Losurdo, en el siglo xix la libertad estaba restringida por fuertes límites de clase, raza y género: solo la propiedad permitía una ciudadanía completa a los varones blancos, en tanto que los proletarios, los pueblos colonizados y las mujeres carecían del derecho al voto35. En lo sucesivo, una genealogía de la libertad debía verse como un proceso que conectaba tres formas de liberación que históricamente habían adoptado los nombres de socialismo, anticolonialismo y feminismo.

Nota: este artículo es un extracto del libro Revolución. Una historia intelectual, FCE, Buenos Aires, 2022. Traducción: Horacio Pons.

  • 1.Sobre el concepto de «prácticas de la libertad», v. M. Foucault: «L’éthique du souci de soi comme pratique de la liberté» [1984] en Dits et écrits1954-1988 4, 1980-1988, Gallimard, París, 1994. [Hay edición en español: «La ética del cuidado de sí como práctica de la libertad» en Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales III, Paidós, Barcelona, 1999]. Sobre el concepto de poder como una red compleja de «relaciones de poder», v. los textos reunidos en M. Foucault: Essential Works of Foucault1954-1984 3: Power, The New Press, Nueva York, 2000.
  • 2.Ver M. Foucault: Technologies of the Self: A Seminar with Michel Foucault, University of Massachusetts Press, Amherst, 1988. [Hay edición en español: Tecnologías del yo y otros textos afines, Paidós / Institut de Ciències de l’Educació de la Universitat Autònoma de Barcelona, Barcelona, 1990].
  • 3.Jean-Antoine-Marie-Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet: The Sketch [1795] en Political Writings, Cambridge UP, Cambridge-Nueva York, 2012. [Hay edición en español: Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2004].
  • 4.Ver Mona Ozouf: «Liberté» en François Furet y M. Ozouf (comps.): Dictionnaire critique de la Révolution française 4: Idées, Flammarion, París, 1992. [Hay edición en español: «Libertad» en Diccionario de la Revolución Francesa, Alianza, Madrid, 1989].
  • 5.M. Foucault: «Inutile de se soulever?» [1979] en Dits et écrits, 1954-1988 3: 1976-1979, Gallimard, París, 1994, texto núm. 269, p. 790. [Hay edición en español: «¿Es inútil sublevarse?» en Estética, ética y hermenéutica, cit.].
  • 6.M. Foucault: «Right of Death and Power over Life» en History of Sexuality 1: An Introduction, Penguin, Nueva York, 1978, p. 135. [Hay edición en español: «Derecho de muerte y poder sobre la vida» en Historia de la sexualidad 1: La voluntad de saber (1976), Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2016]. Según Foucault, la biopolítica implicaba «una nueva mecánica de poder, que tiene procedimientos muy particulares, específicos, instrumentos completamente novedosos [y] un aparato muy diferente». A su entender, ese poder biopolítico era «absolutamente incompatible con las relaciones de soberanía». Ver M. Foucault: Society Must Be Defended: Lectures at the Collège de France, 1975-1976, Picador, Nueva York, 2003, p. 35. [Hay edición en español: Defender la sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976), FCE, Buenos Aires, 2000]. Esta supuesta incompatibilidad entre biopolítica y soberanía fue criticada por Roberto Esposito en Bíos. Biopolitics and Philosophy, University of Minnesota Press, Mineápolis, 2008. [Hay edición en español: Bíos. Biopolítica y filosofía, Amorrortu, Buenos Aires, 2006].
  • 7.Más que una conciliación o una síntesis imposible entre Marx y Foucault, esto implicaría trabajar con ellos asumiendo su «disyunción». V. Étienne Balibar: «L’anti-Marx de Michel Foucault» en Christian Laval, Luca Paltrinieri y Ferhat Taylan (comps.): Marx & Foucault: Lectures, usages, confrontations, La Découverte, París, 2015. V. tb. E. Traverso: «Biopotere e violenza: sugli usi storiografici di Foucault e Agamben» en Contemporanea vol. 12 No 3, 7/2009.
  • 8.H. Arendt: On Revolution [1963], Penguin, Nueva York, 2006, p. 82. [Hay edición en español: Sobre la revolución, Alianza, Madrid, 1988].
  • 9.Ibíd., p. 104. La oposición trazada por Arendt entre las revoluciones norteamericana y francesa no es nueva. Como señala Antonio Negri, el primero en pensarla fue Friedrich von Gentz, en su introducción a la traducción alemana de las Reflexiones sobre la revolución en Francia de Edmund Burke, que por entonces habían popularizado los partidarios de John Adams contra Thomas Jefferson durante la campaña presidencial de 1800. Ver A. Negri: Insurgencies: Constituent Power and the Modern State [1992], University of Minnesota Press, Mineápolis, 1999, pp. 25 y 26. [Hay edición en español: El poder constituyente. Ensayo sobre las alternativas de la modernidad, Libertarias / Prodhufi, Madrid, 1994].
  • 10.H. Arendt: The Origins of Totalitarianism, Harcourt Brace Jovanovich, Nueva York, 1976, pp. 175-176. [Hay edición en español: Los orígenes del totalitarismo, 3 vols., Alianza, Madrid, 1981-1982].
  • 11.H. Arendt: On Revolution, cit., pp. 98-99.
  • 12.H. Arendt: The Life of the Mind, Harcourt Brace Jovanovich, Nueva York, 1978, p. 19. [Hay edición en español: La vida del espíritu, Paidós, Buenos Aires, 2002]. V. tb. H. Arendt: The Human Condition, University of Chicago Press, Chicago, 1958, p. 50. [Hay edición en español: La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993]. Sobre el concepto «agonal» de la política en Arendt, v. Seyla Benhabib: The Reluctant Modernism of Hannah Arendt [1996], Rowman & Littlefield, Lanham, 2000, pp. 125-126 y 199-200.
  • 13.H. Arendt: «Introduction into Politics» [1950] en The Promise of Politics, Schocken Books, Nueva York, 2005. [Hay edición en español: «Introducción a la política» en La promesa de la política, Paidós, Barcelona, 2008]. Sobre el concepto de política en Arendt como una reconsideración crítica de la ontología heideggeriana de Ser y tiempo [1927], v. en particular S. Benhabib: ob. cit., pp. 51-57.
  • 14.H. Arendt: The Human Condition, cit.
  • 15.H. Arendt: On Revolution, cit., p. 51.
  • 16.E. Hobsbawm: «Hannah Arendt on Revolution» [1965] en Revolutionaries: Contemporary Essays [1973], The New Press, Nueva York, 2001. [Hay edición en español: «Hannah Arendt acerca de la revolución» en Revolucionarios. Ensayos contemporáneos, Crítica, Barcelona, 2010].
  • 17.V. en particular É. Balibar: «The Proposition of Equaliberty», «The Reversal of Possessive Individualism» y «New Reflections on Equaliberty: Two Lessons» en Equaliberty: Political Essays [2010], Duke UP, Durham, 2014, caps. 1-3. [Hay edición en español: «La proposición de la igualibertad», «La inversión del individualismo posesivo» y «Nuevas reflexiones sobre la igualibertad (dos lecciones)» en La igualibertad, Herder, Barcelona, 2017].
  • 18.Ver A. de Tocqueville: The Old Regime and the Revolution, University of Chicago Press, Chicago, 1998. [Hay edición en español: El Antiguo Régimen y la Revolución, FCE, Ciudad de México, 1996].
  • 19.Después de aprobar con entusiasmo la concepción arendtiana de la revolución como la expresión de la autonomía de la política –un «poder constituyente» que, como un «principio expansivo», crea lo político «de la nada» (A. Negri: Insurgencies, cit., pp. 25-30)–, Negri propone una interpretación sociohistórica de la Revolución Estadounidense como una «frontera» de la libertad en la cual «el espacio funda el poder porque se lo concibe como apropiación, expansión» (ibíd., cap. 4).
  • 20.H. Arendt: «Reflections on Little Rock» en Dissent vol. 6 No 1, invierno de 1959, p. 51. [Hay edición en español: «Reflexiones sobre Little Rock» en Responsabilidad y juicio, Paidós, Barcelona, 2007]. En Kathryn T. Gines: Hannah Arendt and the Negro Question, Indiana UP, Bloomington, 2014, se encontrará una cuidadosa crítica de la posición de Arendt sobre la lucha contra la segregación de los negros en EEUU durante la década de 1950.
  • 21.Sobre las raíces existencialistas del concepto de lo político de Arendt, v. Martin Jay: «The Political Existentialism of Hannah Arendt» en Permanent Exiles: Essays on the Intellectual Migration from Germany to America, Columbia UP, Nueva York, 1986. [Hay edición en español: «El existencialismo político de Hannah Arendt» en Exilios permanentes. Ensayos sobre la migración intelectual alemana en Estados Unidos, El Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2017].
  • 22.Ver E. Traverso: «Between Two Epochs: Jewishness and Politics in Hannah Arendt» en The End of Jewish Modernity, Pluto Press, Londres, 2016. [Hay edición en español: «Entre dos épocas: judeidad y política en Hannah Arendt» en El final de la modernidad judía. Historia de un giro conservador, FCE, Buenos Aires, 2014].
  • 23.D. Scott: Conscripts of Modernity: The Tragedy of Colonial Enlightenment, Duke UP, Durham, 2004, p. 217. El adjetivo «impensable» debería entenderse en el sentido que le da Michel-Rolph Trouillot: la Revolución Haitiana era «impensable» en el marco del pensamiento occidental. Ver M.-R. Trouillot: Silencing the Past: Power and the Production of History, Beacon Press, Boston, 1995, p. 82. [Hay edición en español: Silenciando el pasado. El poder y la producción de la historia, Comares, Granada, 2017].
  • 24.H. Arendt: «On Violence» en Crises of the Republic, Harcourt Brace Jovanovich, Nueva York, 1972, p. 123. [Hay edición en español: «Sobre la violencia» en Crisis de la república, Trotta, Madrid, 2015].
  • 25.Ibíd., pp. 123 y 124. Sobre el «eurocentrismo generalizado» de Arendt, v. Judith Butler: Parting Ways: Jewishness and the Critique of Zionism, Columbia UP, Nueva York, 2012, pp. 139-140.
  • 26.A.J. Mayer: The Furies: Violence and Terror in the French and Russian Revolutions, Princeton UP, Princeton, 2000. [Hay edición en español: Las Furias. Violencia y terror en las revoluciones francesa y rusa, Prensas de la Universidad de Zaragoza, Zaragoza, 2014].
  • 27.C.L.R. James: The Black Jacobins: Toussaint L’Ouverture and the San Domingo Revolution [1938], Vintage, Nueva York, 1989, p. 88. [Hay edición en español: Los jacobinos negros. Toussaint L’Ouverture y la revolución de Haití, Turner / FCE, Madrid-México, 2003].
  • 28.F. Fanon: The Wretched of the Earth [1961], Grove Press, Nueva York, 2004, pp. 19 y 217. [Hay edición en español: Los condenados de la tierra, FCE, Ciudad de México, 1963].
  • 29.Ibíd., p. 44.
  • 30.Ibíd., p. 217.
  • 31.J. Améry: «The Birth of Man from the Spirit of Violence: Frantz Fanon the Revolutionary» [1969] en Wasafiri vol. 20 No 44, 2005, p. 14. [Hay edición en español: «El nacimiento del hombre desde el espíritu de la violencia: Frantz Fanon» en F. Fanon: Escritos políticos, Ennegativo, Medellín, 2020].
  • 32.J. Améry: At the Mind’s Limits: Contemplations by a Survivor on Auschwitz and its Realities [1966], Indiana UP, Bloomington, 1980, p. 91. [Hay edición en español: Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia, 2a ed. rev. y cor., Pre-Textos, Valencia, 2004].
  • 33.J. Améry: «The Birth of Man from the Spirit of Violence», cit., p. 16.
  • 34.Ibíd.
  • 35.D. Losurdo: Liberalism: A Counter-History [2005], Verso, Londres, 2011. [Hay edición en español: Contrahistoria del liberalismo, El Viejo Topo, Barcelona, 2007]

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