La certidumbre que estas concepciones y prácticas políticas daban a sus seguidores ha sido sacudida profundamente por las transformaciones productivas, sociales y culturales de estos tiempos.
Por César Pérez
No deja de ser curioso que los partidos socialdemócratas y comunistas, las dos principales corrientes del pensamiento y la práctica política occidental, nacieran prácticamente juntos del movimiento socialista, y que sus respectivos procesos de esplendor y declive hayan coincidido. Constituye una exageración decir que tanto una como la otra han desaparecido, las dos viven actualmente un momento de profunda crisis de identidad, casi letal, pero no por eso se puede decretar su definitiva desaparición. De manera diversa, todavía están vigentes los valores básicos que les dieron origen, independientemente de sus profundas diferencias, labradas por las circunstancias a lo largo del camino.
En sus inicios, esas tendencias políticas/ideológicas fueron dos de las diversas corrientes del marxismo, pero la socialdemócrata paulatinamente algunas tendencias se fueron declarando no marxista. Primero lo hizo la alemana en 1959 y 20 años después, en 1979, la española, consumándose en ambos casos una renuncia formal a la revolución socialista que, aunque gradual, para ellas constituiría el final del capitalismo. A mediado de los 70, termina lo que se ha llamado la edad de oro de ese sistema, la cual se inició en los años 50 con el llamado Estado de Bienestar. Fueron años de amplias conquistas sociales de la clase trabajadora y del florecimiento del marxismo en los ámbitos de la política, las ciencias sociales y la cultura en general.
La crisis del capitalismo a partir de los 70, en la que la guerra de Vietnam jugó un papel de primer plano, no significó, absolutamente, la quiebra de ese sistema, pero sí el final de sus años dorados y comenzó la crisis que lo acogota hasta el día de hoy. En esa década se inició un proceso de debilitamiento de la clase obrera y con ello el declive de los partidos comunistas y de los socialdemócratas, un trance del que lejos de salir se expande, agudiza y complejiza cada vez más. La certidumbre que estas concepciones y prácticas políticas daban a sus seguidores ha sido sacudida profundamente por las transformaciones productivas, sociales y culturales de estos tiempos, sin que se vislumbre ninguna idea fuerte que recomponga esa suerte de fe que los galvanizaba.
La extrema debilidad de la clase obrera, entonces muy fuerte en la generalidad de los países altamente desarrollados, y en algunos de otras condiciones de sus economías, como Chile, Argentina, Grecia, Portugal, entre otros, deja poca esperanza de regeneración a los referidos partidos. Tanto para el uno como para el otro esa clase era la portadora del cambio y la que, a la postre, con su lucha, aunque por vías diversas produciría el final del capitalismo. Era ése, el principal supuesto del marxismo. La socialdemocracia abandonó el gradualismo y asumió el reformismo del capitalismo como bandera ideológica/política. Los partidos comunistas mantuvieron su retórica rupturista contra sistema, pero de hecho también han devenido reformistas. Por lo menos los que aún conservan una leve relevancia.
La incapacidad de los gobiernos socialdemócratas de preservar las conquistas sociales logradas por las luchas de las clases trabajadoras y la sólida presencia de la intelectualidad progresista en el mundo de la política, el arte y la cultura, y el colapso del socialismo soviético hace más de medio siglo, ha significado que ninguno de esas expresiones políticas tenga gobierno de referencia para potenciar la subjetividad de sus militancias. A diferencia de antes. Los modelos de partido único que aún están en el poder se han convertido en anti-modelos y por consiguiente han perdido sus espacios que, paulatina pero sostenidamente, van ocupando las derechas tradicionales y la extremas. Estas, sin embargo, lejos de resolver o paliar la presente crisis mundial lo que hace es agudizarla.
Esta circunstancia replantea y reactualiza algunas cuestiones esenciales de las luchas políticas del pasado, y además de las democracia surgidas en los años 80: la lucha por la participación y representación efectivas, descentralización, democratización del gasto público tendente a producir la inclusión social, la salvaguarda de derechos sociales y políticos básicos, protección de los recursos naturales, de las que fueron protagonistas principales significativos sectores de las mencionadas corrientes y que son cruciales para cualquier proyecto que se plantee enfrentar la crisis actual. En ese sentido, se requiere un estado que sea clave en el impulso de éstas, produciendo un cruce de camino en que confluyen aquellos que han militado por transformaciones sociales, sin importar su signo.
En este tiempo de crisis de alternativas y de frecuente aparición de vastos, espasmódicos y generalmente ineficaces movimientos de las protestas por la inclusión social, la única salida a la vista es reconocer la insuficiencia de los grandes paradigmas ideológicos/políticos del pasado, pero recogiendo los elementos esenciales a aún válidos de ellos en lo relativo a la función del Estado y su papel interventor en la esfera de la economía y de los servicios sociales básicos, la opción económica, de clases y de la democracia. El nombre que le queramos dar a ese Estado es importante, pero lo esencial es que este se encarrile por el camino que, desde diversas perspectivas, han trillados las diversas corrientes progresistas.
Si se quiere hacer política, por el momento, es lo único que puede hacerse.
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